En Colombia, el cainismo no es solo una metáfora bíblica: es una práctica política, una cultura de poder, un ADN social sembrado a plomo. Aquí, el hermano mata al hermano —no por odio íntimo, sino por mandato, por herencia, por cálculo. Y lo más triste: por costumbre. Esa fractura nacional —esa guerra intestina de pueblo contra pueblo— ha sido sostenida por una élite que desprecia a sus gobernados como si fueran servidumbre de finca, útiles solo para votar, marchar uniformados o morir por una bandera que no les pertenece.
Ignorar al otro, negarle el rostro, silenciar su dolor o su voz, es una forma pulcra de asesinato: se le mata sin dejar rastro, se le despoja de dignidad, se le “bembéa” la existencia hasta reducirlo a sombra, apenas un estorbo útil ante jerarquías que sólo reconocen lo que brilla para ellas.
Un acto más de ese cainismo ruin ocurrió anoche, cuando algunos congresistas con artimañas en el procedimiento --con premura y sonrisas de traición--, hundieron la reforma que buscaba devolver los derechos de los trabajadores que gobiernos anteriores destrozaron con promesas huecas.
Desde la independencia, Colombia ha estado adiestrada por una clase dirigente que piensa en inglés, reza en latín y manda en español. Una élite rancia, heredera de apellidos largos, capaz de hablar con ternura de sus caballos mientras firma tratados que condenan a miles de campesinos al despojo o la miseria.
Es la misma que privatiza la salud, criminaliza la protesta y premia al ministro corrupto con embajadas. Desprecian al pueblo porque no lo consideran igual, sino un rebaño que hay que conducir entre la Biblia tergiversada y el fusil.
Sin embargo, cada cuatro años, esa élite vuelve y gana. A veces con votos masivos. A veces con márgenes sospechosos. ¿Por qué? ¿Por qué un pueblo que sangra a diario en la periferia, en los barrios, en los campos, sigue votando por sus verdugos?
La respuesta no es simple, pero es clara: hay una maquinaria cultural, mediática y afectiva que opera con eficacia quirúrgica. Primero, el miedo. Se ha cultivado el terror al cambio como si fuera el apocalipsis. A cualquier proyecto de redistribución, lo tachan de castrochavista. A la protesta, la llaman terrorismo. Al joven que piensa distinto, lo etiquetan de vándalo. El miedo es un arma sofisticada y rentable. Sirve para dividir y disciplinar.
Segundo, el clientelismo. En regiones abandonadas por el Estado, los caciques locales, herederos modernos de Caín, reparten mercados, becas, techos y amenazas. El que no vota, no come. El que no obedece, desaparece. Así se conserva el voto, no como derecho, sino como deuda.
Y tercero —el más complejo de todos—, el deseo de pertenecer. Muchos sectores populares han internalizado los valores de sus opresores. Sueñan con ser ellos, no con vencerlos. Reproducen su lenguaje, sus odios, sus aspiraciones. Desprecian al indígena, al afro, al pobre, al sindicalista, al maestro, al líder social. Caín no solo mata: enseña a matar. Y el pueblo, sin saberlo, a veces repite el gesto.
Pero hay una resistencia. Hay pueblos que no se rinden, que se organizan, que dan la pelea cultural, que educan, que siembran memoria y futuro. No todo está perdido. Pero hay que decirlo con claridad: mientras la mayoría siga votando con miedo, con hambre o con odio, el cainismo seguirá siendo la religión no escrita de Colombia.
El país necesita una ruptura simbólica y política. Un reencuentro entre hermanos que no se reconozcan enemigos. Porque si no desmontamos al Caín que llevamos dentro —y el que nos gobierna desde arriba— seguiremos viviendo en una tierra donde la sangre es más abundante que el pan. Y donde la bala tiene más poder que la palabra.