De la estupidez, entre la ficción y la realidad: una reflexión desde mi escuela


Mi nombre no importa, pero lo diré: Soy Juan Sebastián de la Salle, maestro de profesión, amor y convicción. Me encuentro en la sala de docentes del colegio. Un calor intenso y abrasador lucha contra unos viejos ventiladores  que se mueven con la misma velocidad paquidérmica de la brisa cálida que viene esporádicamente de la Ciénaga de la Virgen; brisa que aún no es atajada, como se presume, por las nuevas edificaciones que están construyéndose vertiginosamente por la vecindad de la Institución donde laboro desde hace más de veinte años. Aquí, en ella, muchas veces me encuentro con personas que dejan mucho que pensar por su forma de analizar la realidad del país en general y, especialmente, de la educación escolar, en particular. A ellas las dejo desahogarse, y entiendo sus apreciaciones, aunque no las comprenda.

De esos colegas, durante sus hueras intervenciones que hacen recordarme el contenido de un texto corto que leí, no sabría decir si en un mensaje que llegó un día cualquiera a mi mail o algún texto que cayó accidentalmente en mis manos. Era un texto cuyo tema tuvo su auge en Francia cuando fue publicado, creando un debate por las ideas planteadas en él. En el texto en comento, el semiólogo italiano Umberto Eco y el cineasta francés Jean-Claude Carrière conversaban sobre diversos tópicos interesantes para ellos. En la traducción del texto, realizada por María Teresa Meneses “estos dos grandes intelectuales se dedicaban a desmenuzar el fenómeno de la idiotez, sus consecuencias y, por ende, su peligrosidad en el mundo contemporáneo”, con una mordacidad hilarante y profunda. Pero no sólo abordaban la estupidez, sino también la imbecilidad y el cretinismo como condiciones humanas de todos los tiempos, pero que en estos tiempos adquieren un auge inusitados, según mi percepción. 

Como maestro comencé a consultar si había definiciones técnicas o científicas de estas palabrejas y hallé que, según la psicología contemporánea, la imbecilidad y el cretinismo son términos abandonados por su imprecisión y carga semántica estigmatizante. Sin embargo, hoy se utilizan como conceptos clínicos definidos, como Trastornos del Desarrollo Intelectual según el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales o DSM-5 (American Psychiatric Association, 2013), que los clasifica como limitaciones intelectuales en función del nivel de apoyo requerido. 

No obstante, considero que la idea de "estupidez" aunque no tiene un equivalente técnico en la psicología, es  abordada desde la psicología cognitiva como una manifestación donde falta la racionalidad, más que de inteligencia baja. Fernández-Berrocal y MacCann (2019), señalan que  este tipo de comportamientos es entendido como los errores en la toma de decisiones, influenciados por sesgos cognitivos, emociones o falta de autorreflexión.

En mi concepto, en esa conversación provocadora, ambos intelectuales invitan al lector crítico a distinguir entre tres formas de “disfunción intelectual”: el cretino, el imbécil y el estúpido. Quizás  en un tono irónico hay, en sus planteamientos, una verdad soterrada y contundente sobre esas condiciones humanas y su relación con el conocimiento. No sabría decirlo. Y me puedo reír de las apreciaciones. 

En mi condición de maestro, con más de treinta años en las aulas de clase, conviví, lo puedo decir sin ataduras, con colegas, amigos y enemigos representantes de esos perfiles —no entre mis estudiantes, sino en el entorno social, institucional y cultural que condiciona su aprendizaje—. Esa clasificación, aunque aparentemente cruel, ofrece un marco sorprendentemente útil para pensar lo que se ha hecho, se hace y se hará en educación.

Eco define al cretino como “aquel que no logra entender lo que se le dice, no por rebeldía, sino por limitaciones evidentes”. Para el semiólogo ese caso, expresa, "no nos interesa". Sin embargo, en mi experiencia, sí me interesa, pero desde una perspectiva diferente: el cretino nos desafía como educadores a repensar nuestras estrategias pedagógicas, a buscar nuevos lenguajes, otras formas de aproximación, a poner a prueba nuestra paciencia y creatividad. No se trata de burlarse del que no entiende, sino de no desistir. 

Aún recuerdo un caso particular hace muchos años, si mal no recuerdo, un joven de undécimo grado que no sabía leer ni escribir con fluidez, había sido promovido por todos sus maestros como si fuera algo sin importancia. ¿Era cretino, el joven o  en su defecto los maestros ? No. Todo era un producto de la negligencia institucional, de una cadena de "promociones automáticas" y ausencias formativas. Lo que para Eco es un caso "sencillo", para los maestros de aula, es una alerta urgente para resolver por la inequidad e injusticias que se cometen con los estudiantes y los maestros.

Por otro lado, el imbécil, para Eco, es más complejo: “dice lo que no debe, arruina momentos cruciales con observaciones fuera de lugar. Este personaje me trae a la memoria ciertas dinámicas institucionales en las que se toman muchas decisiones improvisadas que afectan procesos educativos cuidadosamente trabajados. Un ejemplo de ello fue cuando se canceló un proyecto de lectura crítica en la institución, porque "no todos los niños tenían libros en sus casas" y todo se podía venir al traste y no conseguir los objetivos propuestos. Era una verdad, sí, pero dicha forma de actuar frenó la creatividad en lugar de estimular soluciones. La imbecilidad, en este sentido, tiene una raíz social, como bien señala Eco. Es torpeza, pero también desidia, comodidad, miedo a innovar. Temor a atreverse a pensar y realizar cosas diferentes.

Acorde a lo anterior, el estúpido, es el más peligroso de todos estos personajes. Este se presenta con “la lógica de la sensatez, razona de forma aparentemente coherente, y sin embargo construye castillos en el aire”. Puedo decir que esta estupidez es endémica en ciertos discursos educativos que circulan en los medios y en la política pública: frases como "hay que preparar a los estudiantes para el mundo laboral" “Hay que enseñar para la vida”, entre muchas otras frases de cajón  se repiten hasta volverse dogmas, sin preguntarse qué tipo de mundo es ese ni qué significa prepararlos. Se invisibiliza así la formación del pensamiento crítico, de la sensibilidad ética, de la capacidad para disentir. Asimismo, puedo dar fe de aquel profesional universitario que se le insinuó que en un derecho petitorio que presentaría a la Secretaría de Educación del Distrito de Cartagena, tenía unos errores de redacción y no había borrado  la razón social de otra institución de donde se había basado en su redacción. Ese “profesional” se enfureció con la persona que le señalaba el error y comenzó a despotricar con obscenidades e improperios contra la docente que muy amablemente le había señalado el equívoco. Como dice Carrière, la estupidez no se contenta con estar equivocada: "quiere que todos la escuchen". Y lo logra.

En el texto en mención dice uno de los conversadores que Flaubert expresaba que “la estupidez consiste en querer sacar conclusiones”. Y cuántas veces, en las reuniones de área o asambleas de maestros, no se impone esa lógica simplificadora, esa necesidad de cerrar los debates, de homologar lo que es diverso. Cierta vez propuse que se incluyera el desarrollo de las competencias comunicativas como soporte transversal al currículo. Un colega respondió: “Eso no es necesario, ya tenemos suficientes con las clases de las asignaturas”. Cerró la discusión con la seguridad que ofrece la ignorancia disfrazada de criterio sesudo. Esa es la estupidez peligrosa: la que habla fuerte, que “suena bien” y que, como decía Eco, transforma incluso una obviedad en una trampa.

Como maestro aun en ejercicio, no puedo sino preguntar: ¿Cómo formar estudiantes críticos en medio de este ruido?¿Cómo resistir a la tentación de simplificar, de repetir lo que ya se ha dicho mil veces, de aplaudir la corrección política vacía? Quizás, la respuesta esté en la lectura misma, en la duda constante, en el ejercicio cotidiano de enseñar a preguntar. Porque solo quien pregunta puede escapar de la estupidez. Solo quien reconoce su ignorancia puede aprender.

En el fondo, Eco y Carrière no solo nos hablan de cretinos, imbéciles y estúpidos: nos están pidiendo que no nos convirtamos en uno de ellos. Y eso, para un maestro, es una tarea diaria, ética y profundamente política.

Edinson Pedroza Doria. Magister en Neuro pedagogía de la Universidad del Atlántico, Licenciado en lenguas Modernas español-francés, y especialista en Metodología para la enseñanza del español y la literatura. Docente de Lengua Castellana y Literatura del Distrito de Cartagena en la Institución Educativa Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y de Comunicación oral y escrita de la Fundación Universitaria Tecnológico Comfenalco-Cartagena.


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