En medio del polvo, la sangre, los escombros y las cifras inhumanas que crecen en Gaza día tras día, hay una operación paralela tan letal como las bombas: la propaganda. Tiene nombre: Hasbara. En hebreo significa “explicación”, pero lo que esconde ese eufemismo es una maquinaria global de manipulación diseñada para maquillar la ocupación, justificar el exterminio y convertir la masacre de un pueblo en una narrativa de defensa legítima. Hasbara es la estrategia discursiva y cultural del Estado de Israel para moldear la opinión pública internacional, neutralizar las críticas y deshumanizar a los palestinos. No es nueva, pero nunca fue tan obscenamente impune como hoy.
Mientras Gaza arde, mientras cuerpos de niños son sacados de los escombros, mientras los hospitales colapsan y los periodistas locales transmiten desde trincheras que fueron escuelas, hogares, refugios y luego cementerios, los voceros de la Hasbara teclean comunicados fríos, diseñan videos con música épica y frases lapidarias como “tenemos derecho a defendernos”, como si el crimen fuera la respiración del otro.
Pero el trabajo de Hasbara no se limita a los titulares ni a las redes sociales. Su poder simbólico es más profundo: se infiltra en la cultura pop, en los festivales, en la música, en los espectáculos que el mundo consume sin preguntarse quién paga la cuenta. Desde hace años, el lobby israelí ha financiado el Festival de Eurovisión, esa vitrina global de naciones en clave pop, para lavar la imagen de un Estado colonial y proyectar una modernidad multicultural que no resiste ni un segundo de realidad. Mientras suenan las luces, se ondean banderas arcoíris y se canta a la diversidad, el mismo aparato que bombardea hospitales en Gaza financia esos espectáculos, utilizando la cultura como cortina de humo. La Hasbara no sólo mata con drones; también con jingles, lentejuelas y aplausos.
La Hasbara es un laboratorio de deshumanización. En sus informes, no hay bebés, hay “escudos humanos”. No hay madres, hay “infraestructura terrorista”. No hay ancianos, hay “daños colaterales”. Y no hay pueblo, hay “zona enemiga”. Así se muere la humanidad, no sólo bajo el fuego, sino en el lenguaje. Así se entrena el mundo para no ver, para no sentir, para no llorar con el otro.
Es aquí donde debemos detenernos, temblando quizás, y preguntarnos: ¿qué queda de la Humanidad cuando somos capaces de contemplar un genocidio retransmitido en vivo, y aún así hablar de equilibrios geopolíticos, de narrativas equidistantes, de contextos? ¿Qué nos ocurrió como especie cuando dejamos de responder al dolor con compasión y comenzamos a medirlo con una balanza ideológica? ¿En qué momento la ética se subordinó al trending topic?
La masacre en Gaza —porque es una masacre, con más de 35.000 muertos en menos de un año, en su mayoría civiles, en su mayoría niños— no es solamente una tragedia: es la conclusión lógica de un proceso largo de deshumanización, de un mundo que normalizó la limpieza étnica si era convenientemente explicada. Y esa explicación tiene nombre: Hasbara.
No hay retorno posible a la inocencia. Pero sí hay un clamor urgente por retornar a la humanidad. No como concepto abstracto ni como consigna de red social, sino como acto radical de resistencia. Retornar a la humanidad es detenerse frente al cadáver de un niño palestino y no buscar excusas. Es ver el rostro de una madre gritando entre ruinas y no preguntar “¿pero qué hizo Hamas?”. Es nombrar lo que ocurre como lo que es: genocidio. Sin comillas. Sin titubeos. Sin permisos de corrección política.
Retornar a la humanidad es desobedecer la maquinaria que quiere anestesiarnos, que convierte el crimen en argumento, la ocupación en defensa y el colonialismo en estrategia de seguridad. Es recordar que el lenguaje que justifica la muerte es parte del crimen.
Hoy, Gaza nos lanza una pregunta que arde: ¿cuántas veces más se puede matar a un pueblo antes de que entendamos que el mundo, el que creíamos humano, ha muerto también?
Y si la humanidad que conocimos ha muerto, entonces sólo queda una opción: parir otra. Con las manos llenas de memoria, con los ojos abiertos de dolor, y con la voz firme que, aun en el abismo, se atreve a decir: No en mi nombre. Jamás en nombre de la vida, se podrá justificar la industria de la muerte.