En Colombia, muchos jóvenes concluyen el colegio con una ilusión legítima: estudiar una carrera universitaria. Se esfuerzan, sacan buenos puntajes, hacen méritos. Pero muy pronto descubren que eso no basta. El acceso a la educación superior sigue estando condicionado por factores económicos, geográficos y sociales que nada tienen que ver con la capacidad o el deseo de aprender.
Los cupos en las universidades públicas son insuficientes. Y las privadas, aunque abundantes, están fuera del alcance para la mayoría. Un semestre puede costar más de lo que muchas familias ganan en varios meses. ¿Qué opción le queda al estudiante que quiere estudiar, pero no tiene con qué?
No se trata de culpar a un gobierno o a una política específica. Se trata de visibilizar un sistema que, por años, ha excluido silenciosamente a miles de jóvenes. Un sistema que convierte un derecho fundamental en una competencia desigual, donde el que más tiene parte con ventaja, y el que más lo necesita suele quedarse atrás.
La educación debería ser el gran igualador social. Pero hoy, en muchos casos, es el primer muro con el que se estrella el futuro. ¿Cuántos médicos, ingenieros, maestros o investigadores ha perdido el país simplemente porque no hubo cómo pagar una matrícula o sostenerse en otra ciudad?
Es momento de asumir que la educación no puede seguir funcionando como un lujo. Porque cuando formarse es un privilegio, crecer como sociedad se vuelve imposible.