Legislar para calmar, no para cambiar


En Colombia, legislar parece haberse convertido en una costumbre obsesiva. Cada problema social, cada caos en la ciudadanía, cada escándalo mediático o tragedia institucional encuentra respuesta en la creación de una nueva norma. Desde el Congreso hasta los concejos municipales, la producción normativa se ha disparado a niveles alarmantes. No obstante, lo que debería ser un signo de robustecimiento institucional se convierte, en la realidad, en un síntoma de fragilidad estatal: un Estado que legisla mucho pero transforma poco.

El jurista e investigador Mauricio García Villegas ha nombrado este fenómeno como eficacia simbólica del derecho, una categoría crítica que describe el uso del derecho como un recurso simbólico antes que como una vía real de transformación social. En palabras simples, se trata de un derecho que funciona más como consuelo o como figura que como solución; como un maquillaje institucional para ocultar las heridas profundas y dolorosas de un país que no termina de resolver sus desigualdades, su corrupción estructural, ni su debilidad administrativa.

¿De qué sirve declarar el derecho al agua potable como fundamental, si millones de colombianos siguen tomando agua contaminada? ¿Qué valor tiene una ley que promete educación gratuita y de calidad si las escuelas rurales no tienen ni pupitres, y si los tienen, son de pésima calidad?

Lo trágico de este fenómeno no es solo su ineficacia práctica, sino el desgaste moral que ha generado: la desconfianza en las instituciones, la baja credibilidad del derecho como herramienta de justicia, la falta de empatía ciudadana frente a la participación política. Un Estado que promete mucho y cumple poco no solo fracasa como administrador: también fracasa como referente ético y social. Hemos normalizado en nuestras instituciones la incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace.

La solución no es dejar de legislar, sino legislar mejor: con enfoque territorial, con participación ciudadana, con análisis técnico, pero sobre todo, con un compromiso ético-social que trascienda la apariencia y se arraigue en la transformación concreta de la realidad.

El derecho debe dejar de ser un espejo encantado —como el de Blanca Nieves— que solo muestra la imagen que el poder quiere ver y convertirse en una herramienta real de cambio. Porque mientras sigamos atrapados en la eficacia simbólica, seguiremos siendo un país donde las leyes brillan… pero no alumbran.


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