MÀS ALLÀ DE LA ESCUELA: LA LEY DEL MÁS FUERTE


Lunes diecinueve de noviembre. Es un día más en la cotidianidad de este centro de enseñanza. Hay una razón para detenernos y auscultar en sus entrañas. Meternos por los resquicios de ella y mirar con ojo clínico lo que sucede entre sus paredes. Sucesos que permiten a la escuela tener ese valor intrínseco que la sociedad desconoce con políticas estatales lesivas a sus objetivos, pero que cada día evidencian el espaldarazo requerido para mejorar la terrible enfermedad que debilita su salud académica.
Hoy, todos los estudiantes, exceptuando unos cuantos, están muy contentos por la llegada del fin del año escolar. Fueron cuarenta semanas llenas de alegrías, tristezas, lágrimas y esperanzas. Carlos está en un rincón del salón con los ojos perdidos en un punto indefinido, oyendo sin escuchar la voz del docente que lee los nombres de quienes se quedan y aquellos que entrarían a recuperar lo que no pudieron hacer durante el año lectivo. Su vista está detenida en la pared; un espacio de color mate y sucio con los nombres y apodos de los integrantes del grupo escolar. Algunos dibujos obscenos rematan el fondo de la sala de clase.
Carlos es un niño que viene de una familia disfuncional del sector popular donde se haya la institución. Sus ojos negros se empequeñecen por una tristeza estoica a pesar de sus años; pareciera que un dolor insoportable lo hiriera con sus estocadas con cada una de las palabras de su profesor de grupo. Llegó allí, a principio de año, agarrado de la mano de su tía política, quien se preocupó porque él no tenía quien lo atendiera. Sus padres lo habían dejado a sus cuidados, importando que ésta trabajara en una casa de familia todo el día y no tuviera el tiempo indispensable para atenderlo como debería hacerse con un niño de su edad. Carlos tiene doce años y ya sufre las consecuencias del abandono; es un niño que no le prestan atención, dijo en aquella oportunidad la tía cuando lo trajo a la escuela.
El padre de Carlos tiene otra familia y muy poco le “para bolas” al niño; su madre todos los domingos asiste a los bailes de picó que se dan en la ciudad. Aún no le ha comprado los útiles de este año, contó Carlos cuando le preguntaron por las actividades en sus cuadernos. Esta es la muestra fehaciente de una realidad palmaria y contundente de la injusticia con un ser que no tiene culpa de su llegada al mundo.
Después de hacer todos los trámites y firmar, la tía como acudiente, se fueron y sólo se vio a Carlos llegar con un uniforme que no era de su talla y con vestigio de una mala lavada. La camiseta estaba sucia y no era blanca; era casi café con leche. El pantalón grande y raído lo llevaba como todos los demás: “moda tubito”. Fueron las primeras muestras del abandono.
Cuando fue abordado por el maestro para que le explicara el porqué estaba ensimismado y como atontado, Carlos dejó escapar una lágrima. Sus mejillas empalidecieron y primero no quiso decir nada. Bajó la cabeza y comenzó a relatar su historia. Historia parecida a la de muchos otros niños, pero que no se conocen porque la escuela no le interesa saberlas. A ella sólo le preocupa la cantidad de dinero que el Estado y el gobierno de turno van a asignarle por el número de matriculados, mas no esas historias andantes que llegan y se sientan en sus puestos sin participar ni hacer las actividades.
Sin embargo, algunos maestros, haciendo de tripas corazón, se acercan a los niños y niñas para conocer un poco más de estos y analizar aquellos factores asociados a la deserción, la indisciplina, la intolerancia, el desinterés por aprender, la desidia, desatención en las aulas y se estrellan con una realidad avasallante que desborda la credulidad. Con paños de agua tibia ayudan a estos seres hasta más no poder. Pero hasta allí. Todo se queda en estadísticas y planes intrascendentes que llenan los estantes de entidades estatales.
Hoy Carlos es uno más de esas víctimas de la violencia ejercida en toda la sociedad por una humanidad deshumanizada y ciega que descalifica a quienes no muestran alto rendimiento académico, desconociendo el centro del problema sin ejercer el control y la presión requerida para combatir el problema desde su raíz.
Carlos fue violentado por un vecino y nunca se hizo nada; su padre abandonó a su madre cuando él apenas tenía tres meses de nacido, negándole el afecto y el amor que los niños necesitan cuando niño. En su tiempo libre le toca salir a rebuscar en las tiendas de su barrio algunas cosas que vender para poder comer en el descanso del colegio. Ha sido amenazado por otros compañeros de colegio si no hace lo que ellos dicen o no entrega lo que tiene. Tiene el miedo en sus ojos y esto le preocupa más que la historia de su país, que los números, los cuentos y poemas, la célula y que Dios y todos los santos del santoral nuestro, que lo maestro intentan enseñarle. Sabe que al salir del colegio tendrá que defenderse de una camada de jóvenes y niños iguales que él, estigmatizados por una sociedad hipócrita y flexible con la corrupción, pero vehemente contra los ninguneados. Esa es la ley de la calle y Carlos vive la incertidumbre de su vida, más que la del aprendizaje.
Autor: Edinson Pedroza Doria
Docente de castellano y literatura del Distrito de Cartagena de Indias y de Comunicación oral y escrita de la Fundación Universitaria Tecnológico Comfenalco.


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