CARTA a Sofía: SOBRE LA VIDA ETERNA, la muerte y la esperanza cristiana


“Nadie construye una casa para ponerle de techo una bomba; así tampoco Dios nos dio la vida para ponerle de techo la muerte.” (Carlos Barvo, S.J. El marco antropológico de la fe)

 

Querida hija,

      Sé que lo que has vivido con la repentina muerte de tu amigo ha marcado de manera profunda tu corazón. El suicidio, en particular, deja preguntas dolorosas y a veces insoportables: ¿qué sentido tiene la vida cuando se apaga así?, ¿qué ocurre con alguien que decide irse de esta manera?, ¿hay algo después de la muerte? Estas preguntas no son sencillas y sería irresponsable responder con frases hechas. Lo que quiero ofrecerte no es una receta ni una consigna, sino un acompañamiento desde la fe, desde la tradición de la Iglesia y desde la reflexión de un gran teólogo contemporáneo, Hans Küng, en su obra Vida eterna.

      Hablar de la muerte es hablar de misterio. La primera tentación que tenemos es reducirla a un hecho biológico: el corazón deja de latir, el cerebro se apaga, los órganos se deterioran. Y sin embargo, la muerte no es solo eso. Como recuerda Küng (1983), “la muerte como hecho biológico es algo trivial, una confirmación de las leyes a las que toda naturaleza está sujeta” (p. 22). Pero si fuera únicamente un fenómeno natural, no dolería tanto, ni despertaría esas preguntas radicales que te acompañan. La muerte es también una frontera existencial. Nos confronta con el sentido mismo de nuestra vida, con la pregunta de si todo lo que amamos, todo lo que hemos sido, termina en la nada o se abre a una nueva dimensión.

      Algunos filósofos modernos como Sartre han visto la muerte como el gran absurdo, un muro que destruye todo sentido. Otros, como Jaspers, han interpretado la muerte como realización, como el momento en el que uno se encuentra con la verdad última de sí mismo. Heidegger habló de anticipar la muerte como la manera más auténtica de vivir (Küng, 1983, pp. 71–80). Küng recoge todas estas visiones, pero señala que ninguna logra apaciguar del todo la inquietud humana. Hace falta algo más que filosofía: una palabra de fe, una promesa que trascienda nuestros límites.

      Y esa palabra es la de Jesús. Lo que da fundamento a nuestra esperanza no es un mito ni una especulación, sino un acontecimiento: la resurrección. El cristianismo no surgió de la nostalgia por un maestro muerto, sino de la experiencia viva de que Cristo había resucitado. San Pablo, el primer testigo, lo proclamó con firmeza: la cruz y la resurrección son el centro de nuestra fe. “Mientras el apóstol Pablo no dice una sola palabra de la ascensión al cielo ni del descenso a los infiernos, es sin embargo inflexible defendiendo la cruz y la resurrección como centro de la predicación cristiana” (Küng, 1983, p. 216).

      Esto significa que la resurrección de Jesús no es solo un hecho del pasado, sino una promesa para nosotros. Lo que le sucedió a Él es la anticipación de lo que Dios quiere para toda la humanidad. Como escribe Küng, “si Cristo ha resucitado, también nosotros podemos anticipar confiadamente el también a nosotros prometido reino de la libertad, infundiendo a los hombres esperanza, fuerza y arrojo, para que la muerte no tenga entre nosotros la última palabra” (1983, p. 198).

      Y aquí surge la pregunta más difícil: ¿qué ocurre con alguien que muere por suicidio? Durante siglos, la Iglesia fue muy dura con quienes se quitaban la vida. En otras épocas, incluso se negaba el entierro cristiano a los suicidas, porque se consideraba un rechazo de la vida que Dios nos había dado. Pero hoy comprendemos con más claridad que el suicidio suele estar marcado por una enfermedad, un dolor insoportable, una desesperación que desborda la libertad de la persona. Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “No se debe desesperar de la salvación eterna de las personas que se han quitado la vida. Dios puede haberles proporcionado, por caminos que solo Él conoce, la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida” (CIC, n. 2283).

      Esto quiere decir que no tenemos derecho a condenar a nadie que haya tomado esa decisión. Solo Dios conoce el corazón humano en su hondura, y Él es infinitamente misericordioso. No debemos imaginar al Creador como un juez implacable que castiga sin piedad, sino como un Padre que comprende hasta el fondo el dolor de sus hijos y los abraza incluso en sus equivocaciones. Si tu amigo actuó desde un sufrimiento insoportable, Dios no lo recibió con reproches, sino con misericordia.

      La esperanza cristiana, como dice Küng, no es una ilusión para consolarnos falsamente, sino una protesta contra el absurdo de la muerte. “La esperanza de la resurrección no desempeña un papel falsamente consolador, sino críticamente liberador” (Küng, 1983, p. 198). Creer en la vida eterna es resistirnos a aceptar que la muerte tenga la última palabra, es afirmar que el amor de Dios es más grande que cualquier desesperanza.

      Ahora bien, cuando hablamos de cielo e infierno, no debemos hacerlo con imágenes simplistas. No se trata de lugares físicos en las nubes o en cavernas subterráneas. Küng lo explica con claridad: “La palabra ‘cielo’ es la palabra más lastrada de todas las palabras humanas… Ninguna ha sido tan ensuciada, profanada, desgarrada” (1983, p. 241). El cielo, en realidad, significa comunión plena con Dios, vida en plenitud, amor sin fin. El infierno, en cambio, no es un calabozo con fuego eterno, sino la posibilidad de cerrarse radicalmente al amor, de quedar aislado de Dios y de los demás.

      El juicio tampoco debe entenderse como un tribunal aterrador. Será, más bien, el momento de la verdad: la luz de Dios nos mostrará nuestra vida en toda su hondura, con sus sombras y con sus luces. Y esa revelación no será para aplastarnos, sino para liberarnos, porque la verdad última de cada persona no es su pecado, sino el amor con el que fue amada por Dios.

Por eso, la escatología cristiana no busca asustar, sino ofrecer esperanza. Nos recuerda que nuestro destino no es desaparecer ni vivir en una repetición absurda, sino alcanzar la plenitud en el amor. Y esta esperanza no niega el dolor del duelo, sino que lo transforma en un anhelo de comunión.

      Tu amigo no está perdido. Su vida no terminó en la nada. Vive de otra manera, en el corazón de Dios. Y tú puedes mantener un vínculo con él: en la oración, en el recuerdo, en la certeza de que la comunión de los santos nos une más allá de la muerte. La esperanza de volver a encontrarnos no es una ilusión infantil, sino la consecuencia de creer en un Dios de vivos, no de muertos (cf. Mc 12,27).

      Küng concluye su libro con un epílogo breve pero contundente: Sí a la vida eterna. Para él, lo decisivo no es tener pruebas científicas, sino la confianza radical en que la vida y el amor tienen sentido: “Lo decisivo es si decimos sí o no a la vida eterna. Y decir sí significa afirmar que la vida tiene sentido, que el amor tiene la última palabra” (1983, p. 376). Esa es la fe que quiero transmitirte: no un conjunto de doctrinas abstractas, sino la certeza de que el amor de Dios es más fuerte que cualquier oscuridad.

      Sé que ahora la herida de la pérdida sigue abierta y que las palabras no alcanzan a calmarla. Pero quiero que sepas que en medio de tu dolor puedes apoyarte en esta esperanza: la muerte no es la última palabra, ni siquiera cuando se presenta en forma de suicidio. El amor de Dios, revelado en Cristo resucitado, es más fuerte que la desesperanza. Y ese amor sostiene a tu amigo, te sostiene a ti y me sostiene a mí.

      Por eso, aun en medio de las lágrimas, podemos atrevernos a pronunciar esas tres palabras con las que Hans Küng cerró su reflexión: sí a la vida eterna.

Con todo mi cariño,

Papá


Referencias

Catecismo de la Iglesia Católica. (1997). Libreria Editrice Vaticana.

Küng, H. (1983). Vida eterna. Ediciones Cristiandad.