Hace años con sorpresa recibí un mensaje de una compañera de la Universidad pidiéndome perdón por algo de lo que yo no me acordaba. Luego de leer y releer uno que otro día ese mensaje, ese recuerdo se fue despejando en mi cabeza.Su movimiento me dejó una enseñanza tan grande que, hoy en medio de un trabajo personal que he venido realizado desde hace algunos años, poco a poco me he atrevido a ir replicando su ejercicio; el cual debo reconocer es bastante difícil y demorado porque requiere de una auscultación milimétrica sobre el propio comportamiento y justamente me ha puesto a trabajar conscientemente en el perdón: un concepto que tenemos tan aprendido de manera intelectual, pero que muy poco o casi nada logramos experimentar en el alma y pasar por el cuerpo. Gracias a eso me he puesto en la tarea de escribir cartas o buscar a familiares o personas a las que de una u otra manera han hecho parte de la historia de mi vida, y a quienes por un motivo u otro he herido o hecho daño por medio de palabra, obra u omisión. A lo largo de este ejercicio he comprendido que los seres humanos somos interiormente una legión de muchas cosas: TODOS, sin excepción tenemos una puta que nos habita... así como un sicario, un prejuicioso, una chismosa, un envidioso, un infiel, un niño herido, un resentido, un rezandero, un indeseable, un truhán, un grato, un inspirador, un mentiroso, un bueno, un violento, un pacificador, un burlón, un ladrón, un honesto o un rencoroso... Y la lista podría ser interminable. Todo esto para decirles, almas mías, qué ningún ser humano sobre la tierra, por más calladito o imperturbable que parezca puede decir que es eternamente bueno; y sin embargo tampoco podrá decir que es eternamente malo. (Cuando comprendemos esto, un velo se cae y podemos mirar realmente al otro con compasión, ponernos en su lugar y ser más lentos para la ira y más ligeros para el perdón).
Hoy entiendo que, simplemente que a veces en nuestro egoísmo o ingenuidad, miramos solamente nuestros dolores y heridas sin dignarnos o atrevernos o siquiera a mirar las de los demás, y vamos por la vida con cero pizca de autocrítica, aunque en el fondo compartamos todos las mismas miserias.
Ver una publicación suya sobre su opción de Crianza Respetuosa, me llenó de mucha emoción porque una decisión como ésta es un alivio para una familia que decide romper la cadena naturalizada de violencia que muchos defienden a capa y espada y que me parece nefasta; porque nos acostumbraron todo el tiempo a que la agresión física o verbal es el único método de control existente para criar hijos de bien y educados. "Si se porta mal es porque le faltó chancleta" dicen casi en coro, y van por la vida haciéndole una apología al chancletazo, porque JAMÁS es una opción trabajar sobre el control emocional del adulto que paterna. Y me emocioné porque hoy tengo la certeza de que sus hijos están siendo criados por una madre que no se las da de perfecta, que se reconoce humana, pero sobre todo que tiene la humildad para reconocer sus equivocaciones y pedir perdón. Cosa que hace mucha falta en este mundo.
Luego de emprender un camino de búsqueda espíritual que inició curiosamente en la cocina, en donde sin sospecharlo comencé a hacer un sinnúmero de reflexiones mientras cortaba bultos de cebolla, en una de esas, entendí que, por más que oremos, nos arrodillemos, nos humillemos,... por más que nos retorzamos, o que nuestras lágrimas empapen nuestra cara y le pidamos a todas las advocaciones de las vírgenes y los santos, o nos bañemos en agua bendita, o nos ahoguemos con el humo purificador de los inciensos, o nos aprendamos de memoria miles de rezos, e incluso desfalquemos nuestra propia economía dando diezmos o limosnas... nada eso va y funcionar para lograr esa verdadera paz interior que todo ser humano busca, si no hay un corazón contrito y humillado; porque en general estamos esperando que sea el otro el que cambie, el que nos pida perdón ante la herida profunda que nos causó. Porque el ego no nos deja ver más allá y nos llena las narices tanto de mierda, que nos acostumbramos al olor de nuestra propia podredumbre impidiéndonos reconocer bajo el cielo que nos cubre que por nuestra propia condición humana también somos pecadores, imperfectos y contradictorios.
La vida me ha puesto maestros hermosos al frente y hoy Laura, mi excompañera de la U es uno de ellos. Mi marido me decía en una de nuestras profundas conversaciones que el mundo está lleno de actos de amor y que a veces no los vemos; Él, que tiene tanta razón en muchas cosas, en ésta también la tiene y yo hoy le agregaría que el mundo también está lleno de actos que a la vez son tan humildes y tan grandes, pero que es nuestra arrogancia la que no nos permite que los veamos.
Un día le decía a Laura en privado que su esposo se ganó la lotería con ella, porque esto es lo que se determinaría como un comportamiento santo. Y es santo justamente porque se aparta de lo corriente, de lo que suele hacer la mayoría. Es santo porque a pesar de habitar el mundo y de manera voluntaria ella es capaz de comportarse diferente al resto de la gente que se vanagloria en la grosería, en la arrogancia... Que, porque son escarnecedores, porque cultivan la burla y están emparentados con la sorna y porque poseen la habilidosa capacidad de destruirte con una mirada, se auto dotan de una especialidad y grandeza no solamente falsas, sino mediocres, rastreras y vulgares. En esta experiencia cobró para mí todo el sentido la palabra santo: y no estoy hablando de perfección, sino de su admirable capacidad de caminar en lo divino a pesar de habitar en esta tierra.
Quería compartir esta reflexión porque justamente éstos son los actos que debemos replicar. Laura para mí se convirtió en un ejemplo y me parece bellísimo, loable, admirable y besable poder contárselo al mundo entero. A este mundo tan bello que, aunque se lea contradictorio, conscientemente, pero a la vez sin saberlo, toma le decisión de nadar en cortisol y enfermedad... este mundo tan drenado que opta por comer del pan de la queja y el desagradecimiento, y que se deleita siendo raramente feliz cuando con palabras y actos ofensivos sumerge al otro en las aguas putrefactas de la vergüenza, el dolor y culpa. Y lo sé bien, porque comí mucho de ese pan y me deleité sumergiendo a otros en esas aguas.
Gracias Laura, porque observándote me has enseñado a ser un poco mejor persona que antes: más humilde, más autocrítica, más sensible, más compasiva y más autocompasiva.
Y eso hay que celebrarlo y difundirlo.