El Nobel de las Comuneras

El Nobel de las Comuneras


La libertad como destino compartido

El Nobel de Paz otorgado a María Corina Machado trasciende su nombre y su frontera.

Simboliza una causa mucho más profunda: la defensa de la libertad y la dignidad humana frente a la opresión, la corrupción y el populismo que amenazan las democracias latinoamericanas.

No es solo un reconocimiento a una mujer valiente, sino un homenaje a todas las voces que, desde el anonimato o la historia, se han negado a renunciar a la verdad y a la justicia.

Las mujeres comuneras y resilientes: custodias de la esperanza

Este Nobel pertenece, de manera simbólica, a las mujeres comuneras y resilientes del continente.

A las tejedoras de Mampuján, que con hilos de memoria transformaron el horror del desplazamiento en arte y reconciliación.

A las madres y hermanas buscadoras de desaparecidos, que siembran esperanza en cada fosa abierta.

A las campesinas, afrodescendientes e indígenas que resisten el olvido y cuidan la tierra con la misma fe con que defienden la vida.

Pero también, este Nobel despierta una memoria nacional: la de nuestras precursoras de libertad.

A Manuela Beltrán, que rompió el edicto colonial con la misma fuerza con que hoy se rompen los silencios de la injusticia.

A Policarpa Salavarrieta, La Pola, que murió por la patria sin claudicar ante el miedo.

A Manuela Sáenz, la libertadora del Libertador, símbolo de amor y rebeldía civil.

Y a las Juanas anónimas —esas miles de mujeres sin nombre— que alimentaron ejércitos, curaron heridos y mantuvieron encendida la llama de la independencia cuando los héroes descansaban.

Ellas fueron las primeras comuneras: las que comprendieron que la libertad no se delega ni se mendiga, se conquista con dignidad.

Las mujeres de hoy —en los campos, las veredas, las montañas o los barrios— son su herencia viva.

Este Nobel nació en sus manos callosas, en sus miradas firmes, en su silenciosa revolución cotidiana.

 

Libertad, democracia y verdad: pilares frente al populismo y la corrupción

El Nobel de María Corina Machado interpela a toda América Latina.

Nos obliga a mirar de frente el deterioro ético de nuestras democracias, minadas por la corrupción y por discursos populistas que prometen redención mientras perpetúan la dependencia y el miedo.

Durante décadas, los pueblos latinoamericanos han oscilado entre falsas promesas y decepciones.

Pero la verdadera justicia no se impone desde un caudillo ni desde un decreto; nace del respeto por la verdad, la transparencia y la libertad ciudadana.

El populismo —de cualquier signo— se alimenta del odio, del resentimiento y del miedo.

La democracia, en cambio, florece cuando los ciudadanos confían más en la verdad que en el discurso, más en la ética que en el espectáculo.

La libertad no necesita profetas, necesita ciudadanos conscientes.

Y la democracia solo sobrevive donde la corrupción deja de ser costumbre.

Un llamado a la conciencia latinoamericana

El mensaje que resuena desde Oslo no es de victoria ni de revancha.

Es una invitación a repensar el sentido de la libertad en nuestra región:

a comprender que no hay paz donde se siembra odio, ni justicia donde el poder se perpetúa en nombre del pueblo.

América Latina debe aprender a escuchar sus propias heridas sin convertirlas en excusa para la división.

El camino hacia el futuro no está en el populismo ni en los extremos ideológicos, sino en el reencuentro con la verdad, el respeto y la compasión.

El Nobel nos recuerda que la democracia no se defiende con gritos ni consignas, sino con decencia, con instituciones sólidas y con ciudadanos que no se venden ni se rinden.

La libertad como destino común

Este Nobel es, en última instancia, un homenaje a la conciencia latinoamericana que se niega a perder la esperanza.

Pertenece a las mujeres que siguen tejiendo el país que soñaron las comuneras,

a los pueblos que aún creen que el voto puede más que el miedo,

y a los jóvenes que resisten el desencanto con ideas y no con odio.

En tiempos en que la polarización amenaza la convivencia, este reconocimiento nos recuerda que la libertad no tiene ideología, y la democracia no tiene dueño.

Ambas son patrimonio de los pueblos que deciden vivir sin miedo, y de las mujeres que, desde hace siglos, nos enseñan a no callar.

La libertad no es un regalo del poder: es el derecho a soñar sin permiso.

Y la democracia, cuando se defiende con amor y verdad, es el rostro más humano de la paz.

Gabriel Jaime Dávila Gómez