Vivimos en un tiempo en el que la política ya no ocurre solo en los espacios políticos, sino también en los teléfonos y redes sociales. La democracia, esa vieja palabra que nos hace pensar en urnas, discursos y plazas públicas llenas, hoy cabe en un like, un tuit o un video de treinta segundos. La llamada “democracia digital” prometía acercar a los ciudadanos al poder, hacer más transparente la gestión pública y romper los viejos monopolios de la información. Pero con el tiempo, descubrimos que detrás de cada pantalla también hay un algoritmo que decide a quién escuchamos y de quién desconfiamos.
Las redes sociales han sido una herramienta poderosa para la opinión ciudadana. Gracias a ellas, causas que antes quedaban en el silencio de los grupos vulnerables ahora pueden volverse tendencia mundial. Basta pensar en movimientos como #NiUnaMenos, #BlackLivesMatter o las campañas virtuales que en nuestro país han logrado poner temas locales en la agenda nacional. Esa posibilidad de participación inmediata, sin agentes intermediarios, parece democratizar la palabra. Sin embargo, también ha creado una percepción peligrosa, la de creer que compartir un post o reels equivale a transformar la realidad.
La otra cara de la democracia digital es menos brillante. Los algoritmos no son neutrales, premian lo que genera emociones, no lo que informa con rigor. Así, los “mensajes de odio” o los discursos extremistas viajan más rápido que las propuestas reales y tangibles. Las noticias falsas se esparcen como fuego en un papel y los debates públicos terminan convertidos en una guerra de etiquetas. Detrás de todo esto, empresas privadas controlan los datos de millones de personas, y los usan para perfilar votantes o dirigir campañas políticas a su antojo. La libertad de expresión se mezcla con la manipulación invisible del mercado y el poder.
La participación digital también enfrenta un problema de fondo, no todos tienen acceso real. En muchos lugares del país, la brecha tecnológica aún es enorme, aunque los que lean este texto lo crean imposible, y hablar de democracia digital sin conectividad total o mayoritaria es casi un sarcasmo. Mientras algunos deciden elecciones desde sus celulares, otros siguen sin poder registrarse en línea o consultar información básica del Estado. La democracia se vuelve entonces un privilegio de quienes pueden pagar internet en su hogar, o en su defecto, un plan de datos.
El gran desafío es comprender que la tecnología no reemplaza la política, sino que la transforma y la potencia si se sabe usar. No se trata de desconfiar en lo digital, sino de aprender a usarlo sana y críticamente, exigiendo transparencia en los algoritmos, educación digital para todos y regulación que proteja los datos personales. La democracia no puede depender del capricho de una red social ni del impulso del reel con más “likes”.
Porque si el poder se programa en código, también debe ser vigilado en código. La verdadera democracia digital no será aquella que nos haga gritar más fuerte en las redes, sino la que nos permita pensar, participar y decidir conscientemente en este nuevo escenario virtual.