“El peor enemigo del conocimiento no es la ignorancia, sino la ilusión de conocimiento.”
Daniel J. Boorstin
El siglo XXI parece confirmar lo que Sócrates intuía hace más de dos mil años: el mayor peligro para la humanidad no es la ignorancia, sino la ilusión de saber. El verdadero sabio es aquel que reconoce y denuncia el uso indiscriminado de ideas superficiales y mediocres que circulan en las redes sociales. Aún imagino a Sócrates navegando por estos espacios digitales, observando a una multitud que opina con certeza sobre todo y duda de nada.
En este texto, me propongo analizar el comportamiento de un grupo de personas que, en muchos aspectos, aún no han superado su minoría de edad intelectual. Como bien refleja el espíritu crítico de Karl Popper, "la verdadera ignorancia no es la ausencia de conocimiento, sino la ilusión de poseerlo". Hoy, en medio del ruido digital, de la hiperconectividad, de los influencers y tiktokers que ganan dinero con facilidad haciendo payasadas y de la sobreinformación, esa ilusión se ha vuelto viral. Se ha convertido en un virus: la ignorancia disfrazada de erudición, multiplicada a golpes de clics y likes.
Vivimos en la era del espectáculo, donde la influencia desplazó a la reflexión. Lo que antes se conquistaba con argumentos, hoy se mide en seguidores. La filosofía, que nació para incomodar, ha sido reemplazada por una retórica ligera que busca aplausos más que verdades. Byung-Chul Han, el filósofo y teólogo surcoreano, lo describe con lucidez y precisión al hablar de la “sociedad del rendimiento”: un escenario donde todos aparentan libertad mientras se autoexplotan en nombre de la visibilidad. Pensar críticamente ya no es rentable; lo rentable es producir, mostrar, entretener, vivir en un tener desmedido. El resultado es una inteligencia superficial que no transforma, sino que adormece, ahueva el pensamiento y el comportamiento.
Cualquier maestro que observe este panorama no puede evitar la preocupación y seguramente comenzaría a pensar en buscar alternativas para no patrocinar la estupidez entre sus pupilos. ¡Vaya compromiso, caballeros! La educación —que debería ser el arte de aprender a dudar— se reduce muchas veces a un ejercicio de consumo de datos. Zygmunt Bauman, al hablar en sus textos de la modernidad líquida, advertía que vivimos en un mundo donde las ideas ya no sedimentan, donde el pensamiento profundo es sustituido por titulares y frases breves: sociedad de la distracción. La rapidez se impone sobre la comprensión, y el educando del momento, prisionero de algoritmos desmedidos, confunde información con conocimientos. Se conforma con lo primero que ve cuando escarba en la web. La escuela, si no reacciona, corre el riesgo de volverse otro escenario del espectáculo. Sí, así como lo leen. Será un campo prolijo para multiplicar el vacío de una sociedad alienada y mercantilizada donde tener es superior al SER.
Todos, o casi todos, saben que la historia es, en efecto, cíclica. En la Edad Media, la duda se castigaba con la hoguera; hoy, con la cancelación digital. En ambos casos, pensar diferente tiene un alto costo: antes era el fuego, ahora son la exclusión y la persecución.
Como señala Michel Foucault, el poder no siempre necesita reprimir; basta con moldear lo que se puede decir y pensar. En esta nueva inquisición mediática, los dogmas se repiten bajo la forma de tendencias, y quien se atreve a cuestionarlos se convierte en un hereje ante la opinión pública.
La jaula, como diría alguien atrevidamente, ahora tiene wifi. Pero no todo está perdido. Hay pensadores, educadores y ciudadanos que aún resisten la corriente, que prefieren detenerse, leer entre líneas, escuchar el silencio de la duda, dialogar frente a frente y mirar a los ojos a su interlocutor. Son los herederos de Sócrates, de Galileo, de aquellos que se atrevieron a decir “no lo sé” en tiempos donde la certeza era ley. En ellos reside la esperanza de una inteligencia ética, no solo técnica; una sabiduría que no busca dominar, sino comprender. Como recordaba Hannah Arendt, “pensar es peligroso, pero no pensar es aún más peligroso”.
El maestro del momento debe recuperar, por tanto, su papel del filósofo incómodo; debe ser una piña bajo el brazo para sus estudiantes. Es importante enseñar que la humildad intelectual no es debilidad, sino valentía; que una pregunta sincera vale más que una respuesta rápida; y que la verdadera libertad comienza cuando nos atrevemos a dudar de nuestras propias certezas. Solo así podremos escapar de esta nueva forma de estupidez ilustrada, aquella en la que millones de personas, creyéndose iluminadas por las pantallas, no advierten que han vuelto a la caverna o que, desde siempre, han estado prisioneras en ella.