“En la selva del poder, hasta el rugido puede ser un disfraz.”
Esta historia la escuché hace mucho, pero mucho tiempo, en boca de mi abuelo, una noche calurosa y estrellada del mes de Julio en Villanueva, mientras lo visitaba en una de mis tantas vacaciones de estudiante, en su rancho de barro y cañabrava. Hoy la vuelvo a escuchar re-creada en boca de don Antonio, un viejo ducho en eso de envolver a los demás con sus palabras. Parece un politiquero.
En aquel entonces, mientras atendía con respeto la sabiduría de mi abuelo Juan, mis primos y yo disfrutábamos un jugo de guanábana que mi tía Rosa María había preparado con el amor de una mujer dejada por el tren del amor.
Ahora que la escucho nuevamente, recuerdo los cuentos de antaño, donde los personajes, en delirantes personificaciones, eran el tío tigre, el tío conejo, el burro con su tozudez y la tía zorra. Con nuestra inocencia de niños dábamos credibilidad a ese mundo fantasioso y cargado de significados. Eran historias llenas de enseñanzas e ironías, que poblaron nuestros sueños infantiles con fábulas y relatos tradicionales. Hoy, tras trasegar muchos años por este mundo, intento rescatarlas del olvido y rehacerlas para contárselas a las nuevas generaciones a través de mis relatos. Aunque no lo crean, en estos tiempos modernos es prioritario volver al pretérito y rescatar, entre los resquicios de la memoria, la poca esencia que queda de esos saberes ancestrales de nuestros abuelos y abuelas.
En esos minutos de relatos, rememoraba como un caleidoscopio multicolor los añosos palos de mamón y mango en el patio, donde mis primos se lesionaron -uno el brazo y el otro la pierna- mientras saltaban de un árbol a otro. Igualmente, como ráfagas de viento mañanero llegaban las imágenes de las matas de balsamina enredadas en las cercas de matarratón, que convertían nuestras escapadas en las aventuras más hermosas de nuestra niñez.
La historia, contada por el viejo Antonio, sentado en un taburete gastado, es la siguiente:
Comenzò diciendo que en el corazón caluroso del trópico, donde el sol no perdona ni a las sombras, se extendía un pueblo trabajador, habitado por animales de todas las especies y colores. Un lugar donde los animales hablaban más de lo que pensaban y pensaban menos de lo que recordaban. Eran dados a hablar como si pelearan con sus interlocutores, quizás porque siempre vivían escuchando música con altos decibeles en unos pick-ups que les animaban las reuniones de ron y dominó todos los fines de semana.
En ese pueblo, la memoria colectiva se había evaporado, como el rocío sobre la hierba seca, devorada por una marea constante de pantallas luminosas que mostraban lo que el poder de los mandamases quería que creyeran. Los televisores, así como en nuestra cruda realidad, se encendían con el único propósito de pasar largas horas viendo los partidos de fútbol de su amada selección, las lacrimosas novelas y los insulsos realities, semejantes a los programas que se ofrecen en la televisión nacional.
El viejo Antonio contaba que entre todos los animales, la Tigresa del Higuerón -así la llamaban sus comilitones- era la más hermosa de la región, pero también la más altiva. Caminaba como si el suelo debiera agradecerle por tocarlo. Su pelaje, cuidado con aceites importados, brillaba tanto que los loros y cotorros de la prensa la adulaban por las estupideces y babosadas que expresaba siempre que tenía un micrófono enfrente. Los periodistas de los programas de “opinión” de la televisión nacional la seguían con cámaras y micrófonos, repitiendo sin cesar sus discursos sobre “la grandeza perdida de la nación”, “la necesidad de mano fuerte para acabar con la corrupción” y “el destripamiento a quienes pensaran diferente a su ideología”. Sandeces que, muy seguramente, provocaban hilaridad en aquellos que aún creían que los pajaritos mean agachados y que el tinto tiene nata. Esa era la tigresa con ínfulas de madona italiana.
-El pueblo necesita una guía con carácter -rugía desde cualquier tribuna, todos los días, en periódicos, emisoras y revistas, aunque no vivía en el palacio presidencial… ya soñaba hacerlo.
-Yo devolveré el orden, la moral y el progreso - decía con la convicción del que nunca ha gobernado, pero desea subyugar a los demás.
-Seré la mano castigadora, defenderé los intereses de los empresarios de esta selva y ofreceré una seguridad que acabe con todo aquello que huela a progresismo -manifestaba con la certeza de quien se cree salvador. Con su voz dulce, aflautada y venenosa, filtraba el veneno de su discurso en los oídos de los monos titíes locutaban en los canales del poder. Ellos reían y aplaudían con entusiasmo, aunque sabían que todo era mentira, una farsa como siempre. Habían vendido sus principios por pautas y contratos publicitarios, además de viajes a ciudades extranjeras como invitados a las futuras comitivas de un ficticio gobierno, donde el aire olía a perfume caro y a cinismo.
En ese mundo animalesco los zorros legisladores, con sus gafas finas y trajes de lino, redactaban leyes que beneficiaban al más fuerte y confundían al resto. Tal vez estaban de acuerdo con las ideas de la tigresa y seguramente por el talante antiético de cada uno de ellos, pondrían todo para plegarse a sus turbios intereses. Cada redacción de los artículos, legales pero ilegítimos en su gran mayoría, que estos zorros sacaban en las leyes llevaban escondida una trampa y cláusulas secretas de algùn favor pagado con sobornos o con silencio. Decían defender la justicia y la ley, pero estas dormían en una jaula dorada que ellos mismos habían construido.
Mientras tanto, los burros, mulos y bueyes contribuyentes, los que se ganaban el salario mínimo y que sostienen el peso del Estado sobre sus lomos con el sudor de sus trabajos, miraban resignados las pantallas donde la Tigresa aparecía día y noche, prometiendo un futuro brillante si todos la obedecían y sufragaban por ella. Ellos, de tanto escuchar mentiras y de haber sido burlados por tantos años, ya habían perdido la memoria de lo que era vivir dignamente, porque los lacayos periodistas del sistema desinformaban y les habían arrebatado su historia.
El viejo Antonio siguió con su historia y remarcó que una tarde, cuando el sol se escondía tras los manglares y los sapos cantaban su misa húmeda, un búho joven bien presentado apareció en la plaza. Era uno de los pocos animales que aún recordaba, despues de haberse formado en la universidad, en los tiempos cuando los animales pensaban por sí mismos. Se posó en la Ceiba más grande de la plaza principal donde se halla la estatua del León Fundador y gritó sin miedo en sus entrañas:
-¡Despierten, animales sin memoria! ¡La Tigresa no viene a salvarlos, sino a devorarlos!¡es màs delo mismo!
El viejo Antonio, entonces hizo una pausa y lanzó como un misil hipersónico lo siguiente: Los medios de desinformación, al instante, ridiculizaron al Búho. Dijeron que era un “ave pesimista”, “enemiga del progreso”, “agente del caos”, “un búho comunista”. Al día siguiente, nadie hablaba del búho. Algunos decían que había emigrado; otros, que se lo había tragado la noche. “Lo desaparecieron”, dijo el viejo Antonio en su relato.
Y así, entre aplausos enlatados y titulares falsos, la Tigresa, olorosa a fragancias francesa, si los animales no abren bien sus ojos y conciencias, sería coronada como presidenta, representando al partido político de aquel que alguna vez gobernó e hizo que muchos animales jóvenes -no se supo la cantidad- fueran abatidos como bajas del conflicto. Algunos investigadores de los derechos animalescos lo llamaron “falsos positivos”; otros aseguraron que fueron eliminados porque, muy seguramente, no estaban recogiendo café.
Ya para terminar el viejo Antonio, como queriendo cerrar su fabuloso relato dijo con un dejo contradictorio: Entonces, la Tigresa, desde aquel día de la unción sagrada otorgada por el Espíritu mesiánico del gran jefe, miraba a los suyos con desprecio y sonreía al verlos tan dóciles y embobados. Los zorros juristas le juraban lealtad; los monos araña y los monos aulladores de la prensa narraban su supuesta “valentía”; y los burros, cansados y confundidos, la proclamaban como “la madre de la Verdad”.
Pero en las madrugadas, cuando el viento arrastraba el olor a mentira y pólvora, se oía el eco de un búho gritando en la distancia: ¡Un pueblo sin memoria es la presa perfecta de cualquier tigre o tigresa!.
Y aunque nadie lo escuchaba ya, el eco seguía repitiéndose en la voracidad de un pueblo perdido en el continente de la desgracia y la violencia, como un recordatorio que resistía en la espesura del olvido. El viejo Antonio cansado y con sueño cortó su relato porque, en ese momento, escuchó el llamado de un vecino.