El que no sirve pa’ bebé…


Hoy, cuando estoy en vísperas de presentar mi novela Las bocas del silencio en dos ciudades de la costa Atlántica —Santa Marta, hoy jueves, y Barranquilla, mañana viernes—, recuerdo un viaje que hice en 1974 con mi hermano Hernando y con Eduardo Robayo Salom, amigo y compañero de trabajo en la Superintendencia de Industria y Comercio. El periplo —para usar un término que se pondría de moda años después, a raíz de un extenso viaje al exterior del presidente Turbay— lo hicimos en un Renault 4 (“el amigo fiel”) de color naranja brillante que había comprado con Martha Novoa, mi primera esposa. Salimos los tres de Bogotá con el afán de llegar rápido a Tolú, nuestra primera parada a la Costa, por la ruta de Honda, Manizales, Medellín y Sincelejo.

Luego de un par de días en las playas de Tolú —entonces, como ahora, un balneario lleno de paisas—, partimos hacia Cartagena, donde teníamos el propósito de encontrarnos con mi mejor amigo de la adolescencia, Luis Eduardo Guzmán, que trabajaba en una empresa importante de la época, y con mi único primo hermano por el lado paterno, Arturo Acero Pizarro, estudiante entonces de biología en la Tadeo. Luis vivía en un hotel de Marbella que aún existe —Bellavista—, regentado en esa época por una francesa, mientras que Junior residía en una casa de estilo californiano junto con otros compañeros de estudio en Castillogrande. Con el desarrollo urbanístico de Bocagrande y Castillogrande, aquella linda casa debió desaparecer hace años, reemplazada por un edificio de buen tamaño. El mejor recuerdo que me quedó de la Cartagena de entonces fueron los jugos que tomamos en el muelle de Los Pegasos, frente a la plaza de mercado que, unos años más adelante, sería reemplazada por el Centro de Convenciones Julio César Turbay Ayala.

De Cartagena salimos hacia Barranquilla por la carretera de La Cordialidad, que tenía la ventaja —sobre la más moderna carretera de hoy— de pasar por Luruaco, el reino de la arepa e’ huevo. Allí, además de probar por primera vez este manjar de los dioses caribes, tuvimos un encuentro inesperado: de un taxi se bajó el Kid Pambelé, el colombiano más famoso de la época, quien, además de ser campeón mundial de boxeo, puso en el mapa el icónico San Basilio de Palenque y nos dejó frases memorables como «Es mejor ser rico que pobre», «Yo peleo mejor cuando tengo hambre» y «En la vida hay que saber cuándo tirar la toalla». El Kid de la gloria hizo tránsito a la miseria, pero esa es otra historia.

En Barranquilla nos quedamos en uno de los barrios más bellos del país: El Prado, con calles amplias, mansiones hermosas y jardines bien cuidados. Allí vivía uno de mis tíos maternos, Alfonso Leongómez Matamoros, con quien siempre me ha unido una amistad que va más allá de los lazos de sangre. Por ese entonces, Alfonso gerenciaba una próspera empresa de alquiler de automóviles llamada creo Vehicosta Rent A Car. Nuestro paso por la Arenosa fue fugaz, pues el destino final, donde pasaríamos más de una semana, eran las playas de Santa Marta.

En la capital del Magdalena nos alojamos en la casa de mis tíos Arturo Acero y Maura Pizarro, padres de Junior. A Santa Marta llegó en avión, para unirse a los tres adultos, mi hijo Juan Carlos, de tres años, que recuerdo arribó como un cachaquito muy blanquito. El destino preferido de los cuatro durante esos días fueron Taganga, la aldea de pescadores con una bahía de aguas límpidas y prístinas, y el Parque Tairona, que hoy siguen siendo unos imanes para quienes visitan Santa Marta.

En Taganga contratamos a un viejo pescador para que nos paseara por la bahía. El hombre, como buen caribe, era un formidable conversador y contador de historias, además de buen bebedor. Por esos años yo, por razones que no recuerdo, solo bebía alcohol durante el mes de diciembre; el resto del año era un abstemio absoluto. Eso llevó a que el pescador me dedicara un dicho que aún recuerdo: «El que no sirve pa’ bebé, sirve pa’ mandá». Así que, durante un par de días en Taganga, no me tomé un solo ron, pero pagué todos los que se tomaron mis dos compañeros de viaje y el dicharachero pescador.

Mi amigo Eduardo, junto con el pequeño y ya muy negrito Juan Carlos, regresaron a Bogotá por avión. Hernando y yo hicimos el viaje de vuelta con una sola parada en Medellín, hasta Cali. Y de Cali, no recuerdo si solo o acompañado, regresé a Bogotá. Fue un viaje delicioso, preámbulo de las tormentas políticas que se vendrían unos años más adelante, pero esa también es otra historia.

Nota bene: Hoy, cincuenta años después, he aprendido que la Costa es Caribe, no Atlántica, y he dejado atrás eso de beber solo en diciembre. Pero, como la felicidad nunca es completa, los médicos —y Anamarta— solo me permiten tomar vino tinto. Eso sí, todo el año.