La comedia del poder


"El pueblo cree ser libre cuando vota, pero pronto descubre que vuelve a ser esclavo de quienes gobiernan en su nombre."

Rousseau

Colombia es uno de los países donde la clase política siempre aparece mancillando a los desfavorecidos de acuerdo a sus intereses; aquí, la política es muchas veces, un campo de combate donde las promesas van y vienen sin materializarse. Sí, parece mentira pero suenan más fuerte esas “carretas” que las acciones. Los gobernantes con sus discursos almibarados y veintejuliero generan un mundo de esperanza en las mayorías: hablan de paz, de justicia social, de lucha contra la corrupción, de educación de calidad, de tecnología para los más pobres y apartados pueblos, en fin, una sarta de mentiras envueltas con términos adormecedores de consciencias. Pero con el tiempo, esos discursos gaseosos se evaporan, sin concretarse en cambios tangibles. Detrás de ese palabrerío metafórico y sugestivo hilvanado con palabras bien confeccionadas e insustanciales, suele esconderse la prioridad de intereses personales o de grupos del poder oscuro por encima del bien común. Rousseau lo advirtió hace siglos: el pueblo cree ser libre cuando vota, pero pronto descubre que vuelve a ser esclavo de quienes gobiernan en su nombre. Esa ironía sigue respirándose en la “democracia colombiana”. ¿ Será democracia por que se vota en elecciones?

La política, a veces, parece más un tablero de ajedrez que un espacio de servicio para la gente. Movimientos fríamente bien calculados, jugadas maquinadas con antelación que entretienen, pero que rara vez transforman esa acuciante realidad. Se anuncian reformas urgentes que nunca llegan a concretarse, se presentan obras a medio hacer como grandes logros, y mientras tanto, problemas como la desigualdad, la injusticia, la inseguridad o la falta de oportunidades de empleo siguen golpeando fuerte las puertas de millones de hogares. Pero no importa mientras la selección Colombia gane para ir al mundial y en el reality gane el protagonista de más preferencia y el que mejor sex-appeal tenga. Platón ya lo expresó en sus diálogos: cuando los ciudadanos se desentienden de la política, terminan siendo gobernados por los peores hombres. Y esa sentencia, tan vieja, se repite en nuestras calles, en plazas de pueblos y ciudades.

Cada cuatro años, este ciclo perenne se renueva con fuerza en las campañas preelectorales. Allí aparecen líderes que caminan entre la gente, abrazan a los niños, dan su mano para luego lavárselas con alcohol, escuchan con “supuesta atención”… y prometen un país distinto. Pero, una vez en el poder, muchos se alejan, rodeados de burócratas lacayos lame zuelas, y con estadísticas amañadas a sus intereses justifican el porqué no se puedo hacer lo que antes se juró hacer. La política termina pareciéndose más a una comedia que a un espacio de servicio al pueblo que alegremente confió sus votos en ese mentiroso político: para esto ladrones de cuello blanco y corbata lo que importa es la imagen, no la acción. Hannah Arendt lo describió con crudeza: la política se ha convertido en espectáculo, y el ciudadano en espectador pasivo.

Y en medio de toda esa farsante parafernalia, la corrupción se cuela como un cáncer silencioso y soterrado en la administración del Estado haciendo de las suyas. Mientras los discursos hablan de transparencia, los recursos públicos desaparecen como por arte de magia o triquiñuelas, los contratos se inflan y las decisiones se toman a puerta cerrada. Las élites políticas siguen acumulando privilegios, y el pueblo, aunque indignado, vuelve a esperar -una y otra vez- que “esta vez sí” las cosas cambien. Montesquieu ya lo planteó alguna vez “que la corrupción de cada gobierno comienza con la corrupción de sus principios.” En Colombia, esos principios parecen haberse extraviado hace tiempo y tendríamos que buscarlos en el abismo de cada una de nuestras conciencias para ver si por fin aparecen.

Lo más triste es que, con el tiempo, muchos han aprendido a aceptar estas “mentiras piadosas” como si fueran parte natural del juego o como si estuviéramos condenados a soportarlo por siempre. Se nos dice que son necesarias para mantener el orden, que los sacrificios son inevitables… y así, poco a poco, la resignación se arraiga como una forma de vida en la genética de un pueblo sin dignidad y sin autonomía. La política no solo nos decepciona: nos entrena para no esperar demasiado. Albert Camus recordaba que la verdadera generosidad hacia el futuro consiste en darlo todo en el presente, pero aquí el presente se diluye en excusas y aplazamientos.

El problema, sin embargo, no es solo de los políticos. También es de nosotros, como sociedad. Mientras sigamos premiando más la palabrería que los hechos, mientras valoremos más el carisma y el espectáculo que la coherencia, seguiremos atrapados en este círculo vicioso una y mil veces. Entonces, mis amigos y amigas, la verdadera pregunta no es si los gobernantes cambiarán, sino si nosotros, como ciudadanos, estamos dispuestos a dejar de creer en promesas vacías y exigir, de verdad, que el poder sirva al pueblo -no al revés-. Simone de Beauvoir lo expresó con crudeza: “el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los oprimidos. Esa complicidad es la que debemos romper.”

¿Será que algún día lograremos como país civilizado y consciente construir una política donde las palabras coincidan con las acciones? Donde el servicio no sea un discurso, sino una práctica cotidiana. La respuesta, en buena parte, depende de nosotros. El poeta cubano José Martí lo resumió en una sentencia que aún sigue vigente: “los derechos se toman, no se piden; se arrancan, no se mendigan.”