No puedo hablar por los demás escritores, pero en mi caso, cuando envié hace un año el manuscrito (en realidad, el digiescrito) de mi primera novela a mi compañero de Facultad de Derecho, el poeta y editor Darío Jaramillo Agudelo, pensé que había mandado un texto bien elaborado y listo para imprimir. Darío, después de leerlo, me propuso publicarlo a través de Yarumo Libros, una editorial que tiene con otras dos personas: Alejandro Villate y Esteban González. El problema, me dijo, es que solo podrían publicarlo muchos meses más tarde, a finales de este año 2025, término que en ese momento me pareció eterno. Hoy, doce meses después y ya estando Las bocas del silencio en varias librerías del país, agradezco muchísimo haber tenido todo ese tiempo para revisar una y otra vez lo escrito.
Cuando pienso en el proceso de edición de la novela y comparo mentalmente el texto que envié a Darío, a Alejandro y a otras personas como Gustavo Bell Lemos, Alfonso Múnera Cavadía, Iliana Restrepo, María del Rosario Aguilar, Miguel Acevedo, Iván Onatra y Colbert García con el finalmente publicado, no tengo más remedio que agradecerles por su capacidad para ver una novela de cierta calidad en lo que era una construcción en obra gris, sin los acabados que necesita un libro para poder considerarse publicable. Para mi fortuna, gracias a sus observaciones y comentarios, junto al trabajo de los editores y del corrector de estilo de Yarumo Libros, la edición de la novela es impecable. El texto que escribí se hizo libro en un formato hecho a su medida, bien diagramado y fácil de leer, con una bella carátula basada en un dibujo de mi hijo Mateo.
Pero para llegar hasta acá tuve mucho trabajo y pasé por varias situaciones que he denominado “… eerrrda moments”. Para darles una idea de lo que son esos momentos, voy a traerles tres ejemplos que ocurrieron en el proceso de edición y publicación del libro.
El primero tiene relación con un personaje bogotano, hijo de españoles muy adinerados, que aparece en el Libro IV – Mi amigo Ramiro, al que le puse el apodo de Blancanieves por ser albino. Además, y para profundizar en la poca creatividad, al caballo blanco del personaje lo llamé Blancanieves II. Todo iba bien hasta el momento en que recibí una llamada de mi editor, quien cuestionaba el uso de “Blancanieves”, por la simple razón de que era imposible que alguien en la Santa Fe de Bogotá de finales de la primera década del siglo XIX conociera ese nombre, toda vez que los hermanos Grimm solo publicaron su cuento en alemán en 1812, tres años después de los episodios que narro… ¡eerrrda! Tenía un problema serio: buscar un apodo adecuado y conocido en la época para el ex Blancanieves y su blanco caballo.
Como cualquier chapulín, me pregunté: ¿Ahora quién podrá defenderme? Para mi fortuna, tenía a quién acudir para que me resolviera el problema de manera rápida y eficaz: ChatGPT. Acudí a esta plataforma y, voilà, tema resuelto: en España y sus colonias circulaban desde hacía varios siglos los relatos de Blancaflor, una leyenda originada en el medioevo. Bastaron un par de clics para rebautizar al albino y a su equino como Blancaflor y Blancaflor II.
El segundo eerrrda moment tiene que ver con la bebida nacional: el café. En la novela le doy mucha importancia al xocoatl de los aztecas, que aparece en varias ocasiones a lo largo de la trama, lo que me llevó a buscar cómo hacer aparecer el café. Para lograrlo, aproveché una visita de Ramiro Escobar de la Vega, protagonista del cuarto libro (o capítulo), a un español amigo de su familia que lo invita a un café da manhã, que es como los brasileños se refieren al desayuno. Aunque el café no necesariamente hace parte de este ritual mañanero, era la oportunidad perfecta para hablar del café. Solo que, con lo ocurrido con Blancanieves y otras cosas, decidí investigar desde qué momento los brasileños denominan así al desayuno. Pues… ¡eerrrda!, solo empezaron a hacerlo en la segunda mitad del siglo XIX. La cosa se agravó (…eerrrda por dos) cuando, investigando sobre el café, supe que esta era una bebida que se consumía muy poco en la Santa Fe de entonces. La solución: trocar el café por agua de panela, una bebida tan popular entonces como lo es hoy, borrando toda mención al café da manhã.
El tercer “… eerrrda moment” pertenece a una categoría especial: la de los problemas que no tienen solución, pues salieron impresos. O sea, que la única forma de resolverlos es en la próxima edición de Las bocas del silencio. El pasaje en cuestión es el siguiente: “Después de comerme un par de bollos limpios acompañados con jugo de lulo, salí camino al monasterio del alto de La Popa…”, un pasaje absolutamente inocente para cualquier colombiano que conozca algo de la cocina caribe: unos bollos acompañados de un jugo universalmente conocido y degustado, ¿correcto? Pues no, no es correcto. El lulo, tan ampliamente conocido y consumido en casi todo el país, no lo era en Cartagena. Este “… eerrrda moment” permanecerá escrito en los ejemplares publicados para siempre, con un agravante: una cartagenera amiga, Iliana Restrepo, al leer el manuscrito me advirtió que cambiara el lulo por una fruta de la región, que son muchas y deliciosas. No lo hice: mea culpa.
Espero —pero no puedo asegurarlo— que no surjan otros “… eerrrda moments”. Al meternos en y con el pasado, esos momentos están siempre al acecho, como atestigua el gran Umberto Eco cuando relata el proceso de escribir, editar y publicar El nombre de la rosa.