La campaña “metafórica” Saca los equipos de sonido y pa’la calle (sic) impulsada por la Organización Radial Olímpica, ha sido conocida durante la presente semana. Y no precisamente por lo chévere de su mensaje. Es una campaña que no puede leerse como una simple licencia creativa en un país donde el ruido es una de las principales causas de conflicto ciudadano. En Colombia existen normas claras sobre el control del ruido en el espacio público, desde el Código Nacional de Policía hasta las resoluciones ambientales que fijan límites de decibeles. Ignorar ese contexto no es ingenuo: es irresponsable.
Cuando una empresa con alto alcance legitima prácticas que vulneran la convivencia, contribuye a normalizar el atropello cotidiano. El mensaje, aunque disfrazado de humor popular, tiene efectos reales. Y esos efectos los padecen personas concretas, no audiencias abstractas. El ruido excesivo en viviendas, con parlantes a volúmenes desmedidos, con una inmisión o emisión de ruido medibles y evidentes, no es un rasgo cultural inofensivo: es una infracción que afecta la salud física y mental. La ley colombiana reconoce el derecho al descanso, a la tranquilidad y a un ambiente sano. Sin embargo, estos derechos suelen quedar relegados frente a la lógica del “déjelo así”, o del “así somos”. El problema se agrava cuando la música invade horarios nocturnos, madrugadas o amanecidas. Allí ya no hay fiesta, hay imposición. Y la costumbre no puede estar por encima de la norma.
Otro foco crítico son las tiendas de barrio convertidas, de hecho, en puntos de consumo de alcohol con música a alto volumen. Muchas veces el argumento es simple: “el cliente lo pidió”, “así llamamos la atención del cliente – porque donde hay música, hay algo–”. Pero ¿quién responde por los vecinos que no pidieron nada y deben soportarlo todo? Al llamar al 123 comienza la ruleta de la suerte: si viene o no viene la policía a controlar la fuente de ruido y a llamar la atención del propietario o tenedor. La permisividad ante este asunto ha hecho creer que el espacio público es tierra de nadie, o que el privado puede hacer lo que quiere por el solo hecho de que está en su casa, aunque el ruido del equipo de su propiedad sobrepase los límites de su predio. Se confunden la actividad económica y la “cultura de la incultura” con patente de corso para el escándalo. Al final, los agotados residentes terminan siendo extraños en su propio territorio. Ni hablar de los conflictos derivados por el excesivo consumo de alcohol.
Por eso resulta valiente y necesaria la denuncia de Colombia Contra Ruido frente a Olímpica. No se trata de censurar el lenguaje coloquial ni el humor popular: no faltaba menos. Es exigir coherencia social a quienes influyen masivamente. No es aceptable promover una consigna y luego trasladar toda la responsabilidad a la ciudadanía “emocional”. Una cosa lleva a la otra, inevitablemente. Aquí sería pertinente que un experto en derecho aclare qué tipo de responsabilidad civil, si alguna, recae sobre una empresa que incentiva conductas potencialmente ilegales. El debate no es menor.
Corolario: el rating y el reconocimiento también implican deberes éticos. Las marcas y medios no pueden desligarse del impacto social de sus mensajes. El respeto no es un valor abstracto, se practica en lo cotidiano, empezando por reconocer los límites ajenos. Mis derechos terminan donde comienzan los del otro, siempre que esos límites sean conocidos y efectivamente respetados. El ruido, cuando se normaliza, se vuelve una forma de violencia silenciosa, de causa o consecuencia. Y frente a eso, callar ya no es una opción. Porque el disfrute no está en subir el volumen, sino en saber escucharnos: la música también se goza cuando se comparte con respeto, control y armonía, sin invadir la vida de los demás.
Mejor una campaña a favor del fomento de los valores ciudadanos, por esta Navidad y los 365 días venideros. Seguro será más exitosa y de mejor recordación: ¿qué opina Olímpica? Será bueno saberlo.