Hace unos años un trabajo me llevó a recorrer los barrios más olvidados de Cartagena. Los que no salen en las postales ni visitan los turistas que llegan en los cruceros, los mismos que muchos cartageneros desconocemos.
La pobreza ofende, duele, nos recuerda que algo está muy mal en los seres humanos, simplemente preferimos mirar para otro lado. Lo mismo hace el gobierno, en una ciudad que es uno de los orgullos de Colombia es mejor mantener la pobreza debajo del tapete.
Durante ese trabajo estuve en las faldas del Cerro de la Popa (a menos de 10 minutos del Centro Histórico). Al recorrer las calles de tierra empinadas, ver las casas con gran parte de su estructura colgando en el aire resistiendo la amenaza de la erosión evidente del cerro, los niños descalzos jugando en la tierra y a los jóvenes apostados en las esquinas del barrio sin nada que hacer, me acordé de Ciudad de Dios (2002), la película basada en hechos reales ocurridos hace algunas décadas en las favelas de Brasil.
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La pobreza, la miseria, es la misma en todos los países y habla el mismo idioma: la violencia. Puede sonar a justificación pero la falta de oportunidades deja muy pocos caminos honestos y la apatía de los que tienen los recursos sólo genera resentimiento.
Los niños crecen alimentados por ese resentimiento y generación tras generación tratan de validar su existencia a través de la delincuencia. Sólo unos pocos logran salir de esa espiral y canalizar lo vivido y lo sufrido.
Paolo Lins es una muestra de ello. Vivió hasta los 30 años en la favela Cidade de Deus de Rio de Janeiro y escribió un libro ambientado en la época en la que iniciaba el narcotráfico como negocio rentable en la favela.
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Dirigida por Fernando Meirelles, Ciudad de Dios, no es sólo una radiografía de los primeros signos del narcotráfico en las favelas de Brasil, sus personajes podrían encontrarse en cualquier barrio marginal de América Latina.
Buscapé, el chico bueno y medio cobarde que sabe que si se hace bandido sólo puede tener uno de dos finales: morir a manos de la policía o a manos de otro bandido y Dadinho (Zé Pequeño), el antagonista, el villano por excelencia, un asesino frio y despiadado que aprieta divertido el gatillo y acaba vidas como si estuviera en un juego de video, son las representaciones del bien y del mal, no enfrentados (como en la epopeyas gringas) sino en una lucha paralela por superarse, por llegar a ser los mejores en su versión de la vida y la realidad.
Ciudad de Dios es una historia que nos habla desde adentro, desde las viseras de la sociedad a través de chicos muy jóvenes que buscan reconocimiento siguiendo caminos diferentes, chicos que pueden estar en las calles de Ciudad Juárez, de una favela, de una villa miseria o de las faldas del Cerro de la Popa.
Aunque no esté presente el narcotráfico en las mismas dimensiones que en las favelas de Brasil (donde se encontró una mansión en el medio de la pobreza), la delincuencia en Cartagena es una realidad que a veces desborda los límites imaginarios que dividen la ciudad.
La violencia cotidiana, el resentimiento y el olvido cocinan a fuego lento esos sectores hasta que se crecen y tienen autoridades, reglas de juego y valores propios y se convierten en un grano que hay que extirpar antes de que empiece la fiesta como la que celebrará Brasil en el 2014 cuando sea sede del Mundial de Fútbol.
Realidad y ficción se confunden en la pantalla, las imágenes del operativo de la policía brasilera en Vila Cruzeiro y Jacarezinho (barrios de las favelas al norte de Rio de Janeiro dominadas por el narcotráfico) y de la película sólo se diferencian por la calidad visual de la producción de Meirelles.
En el operativo de 5 días murieron más de 30 personas (muchos eran hombres inocentes, mujeres y niños)… Tal vez en eso se equivocaba Buscapé, sin ser bandido la violencia también te puede encontrar desprevenido.