Hay gestos que hablan más fuerte que los discursos, y palabras que revelan la verdadera naturaleza del poder. En un país donde el respeto entre las instituciones debería ser innegociable, resulta doloroso presenciar cómo un ministro del Interior y de Gobierno, figura llamada a encarnar la serenidad y la sensatez, pierde el control y recurre al insulto.
El artículo cuarto de nuestra Constitución no deja lugar a dudas: todos los ciudadanos debemos acatar la Carta Magna, las leyes y a las autoridades legítimamente constituidas. Nadie está por encima de ese mandato, mucho menos quien representa al Estado. Por eso, lo ocurrido con el ministro Armando Benedetti al insultar a la magistrada Cristina Eugenia Lombana —a quien llamó “loca delincuente hijueputa”— no es un simple exabrupto personal. Es un acto de irrespeto institucional que hiere el corazón mismo del Estado de derecho.
El insulto, además, tiene una connotación doblemente grave. No solo se dirige a una mujer, sino a una alta funcionaria de la Rama Judicial. Y cuando la ofensa viene de un hombre que ostenta poder político, se convierte en una muestra de machismo, soberbia y desprecio por la autoridad ajena. Quien debería ser garante de la justicia no puede comportarse como quien desprecia sus reglas.
El llamado “gobierno del cambio” no puede mirar hacia otro lado. El cambio no se construye desde la agresión, sino desde el ejemplo. Colombia necesita líderes que comprendan que el respeto no se negocia, que las diferencias entre poderes se tramitan con argumentos, no con insultos, y que el lenguaje también es una forma de poder.
La Procuraduría y la Fiscalía deben actuar con independencia y firmeza. No es una cuestión política, sino ética y jurídica. El mensaje debe ser claro: la impunidad ante la violencia verbal y el abuso del poder es inaceptable. Cada palabra que un funcionario pronuncia desde su cargo representa al Estado, y con ella puede construir o destruir la confianza ciudadana.
El respeto no es una formalidad burocrática. Es el cimiento invisible sobre el que se sostiene la democracia. Cuando un ministro agrede verbalmente a una magistrada, lo que se quiebra no es solo una relación personal: se resquebraja la credibilidad institucional, la cultura del diálogo y el sentido mismo del servicio público.
Colombia no puede normalizar la grosería ni el irrespeto como formas de liderazgo. Los verdaderos hombres y mujeres de Estado son los que elevan el nivel del debate, no los que lo hunden en el fango de la ofensa. El país necesita servidores que comprendan que el poder no se demuestra gritando, sino actuando con decencia.