DE LA LUZ, LA FAENA Y LA MEMORIA


De la luz, la faena y la memoria
En torno a la poética de Jorge García Usta

Por RENÉ ARRIETA PÉREZ.
Jorge García Usta, el hombre, el poeta, periodista, investigador, ensayista, gestor cultural fue incansable; por consiguiente, trabajaba en la generación de sus textos, fueren cuales fueren sus géneros.
Brevemente, y desde nuestro punto de vista, plantearemos su concepción del oficio literario y su poesía en la tradición poética, como también la visión de mundo que enuncia en su poesía.
Gustavo Flauvert, en su famosa máxima dice que en el proceso creativo existe un 99% de transpiración y un 1% de inspiración. Lo cual es cierto y lógico. En mi ensayo (aún inédito) Poética de la forma: el universo imaginado, digo que la poesía como musa o luz, llega al poeta cuando éste la desea, tal y como Poimandres, el nous del Corpus Hermeticum le habló al neófito que sentía los deseos de iniciarse en el conocimiento de las cosas, de la naturaleza, de los seres y de Dios.
Recordemos que son las musas, es decir, la iluminación, quienes abren la puerta de la poesía. No obstante, todo se da por merecimiento, y al deseo se agrega el esfuerzo, y allí, en eso se hace cierta la premisa de Flauvert. Jorge tenía el rigor en la producción de su trabajo poético y, por lo tanto, era un mimado de la luz. Quien no trabaja no puede esperar el esplendor en su trabajo. Puede tener, si, el esperpento o el garabato.
Si vamos a la tradición literaria del Caribe, es Jorge uno de los investigadores más aplicados en leer, revisar, interpretar la literatura del Caribe colombiano, y desde luego, a los renovadores de ella; y, en ese papel, entonces, su trabajo poético toma esa particular visión de enaltecer los elementos de los que está hecha su realidad: el patio, lo montuno, lo entrañablemente cercano, lo que participa en la faena de su cotidianidad y lo instala como obra de arte, desentrañando su belleza y dotándola de las particularidades del Caribe, donde el ritmo, el calor, color y luz tienen su templo.
De una u otra manera su obra tiene la impronta de Luis Carlos López, nuestro más universal bardo, que posa su lente en las cosas que para los poetas del momento no tenían honor o dignidad para ser poéticas, el uso de ángulos imprevistos como en las líneas Katari, el hombre de pocas palabras, cuando su amor declara: “Princesa / deme un pelo / para aliviar mi sombra”, poema del Libro de las crónicas. Sus versos tienen el interés de referenciar lo más próximo con la profundidad y la magia de Rojas Herazo y García Márquez, con el ritmo de nuestro mar interior, el Caribe, con ese mismo ritmo que cifran Gregorio Castañeda Aragón, Ibarra Merlano o Rash Isla, en su poesía.
Por la brevedad del texto agotar elementos particulares, representaciones y algunos atributos de la discursividad de poemarios como el Libro de las crónicas, Noticias desde la otra orilla, La tribu interior y Cantaleta del amoroso, me centraré en sus poemarios Monteadentro y El reino errante. Estos dos libros, junto con La tribu interior tienen para mí un valor emotivo y personal, por lo que los disfruté y comenté con Jorge desde una hamaca en lecturas que él me compartía cuando estaba trabajando en ellos.
Empecemos, pues, con Monteadentro, donde los paisajes son totales.
Dice Walt Whitman que la tierra no se cansa jamás, Jorge la ha querido cansar: la recorre, le esculca sus entrañas, la agita, le hace hablar de sus verdades, ella gustosa acepta el reto y habla hondo, gritona y con dejo triste.
García Usta con Monteadentro, migró de sí mismo y se encontró en cualquier parte. Se encontró con lo suyo, con lo montuno, con ese asombro que nos grita dentro, por eso, ésta es la poesía primigenia, pura, atávica, genesiaca. Con un bucolismo sentencioso, filosofante, terso y hasta mugroso.
Aquí en Monteadentro se funda un canto, un lenguaje, que se alboroza con lo montuno, que intima con todas las voces universales para desnudarse pleno en las entrañas del monte, del río y de sus gentes. El poeta saca el honor de sus oficios en los lugares comunes, para entregarlo servicial al río o a las viejas escobas:
Para la escoba sin pelo:
proponerle que se haga zanco de dios
o vara de tumbar limones,
algún honor le queda
Los paisajes y sus personajes son llevados por la voz poética de su yo lírico a campos abiertos de luz, a la compleja travesía de la sencillez, al clímax comunicante y claro.
Siempre todo comienza y termina monteadentro: los cantos, el aire, el río, la luz, la sombra, el día, la noche.
La función sexual previa y posterior, está cifrada en las más bellas e insinuadas metáforas, con la filosofía conduscente a los ciclos ecuménicos del hombre:
Hay canciones por hacer,
hay en el aire un sabor roto
y un cierto vestuario de árbol.
Hay culeajes que terminan
lentamente en dos alegrías,
tres penas y un recuerdo,
y esta suma va a la vida
a destacar del hombre una noción del río.
En este poemario sobre la sinuanía todo es ritual a golpe de los elementos y habitantes de los pueblos de la sabana, donde se puede transitar aún por los predios de la magia, que envuelven al caminante.
Monteadentro publica verso a verso las cosas del poeta y su universo: publica la voz que desprendió del viento, la imagen de los paisajes transitados, la impresión de su cuerpo a golpes de tacto, estos y otros ingredientes aunados parecen simular el monólogo de un hombre que ha sabido conocerse y lo grita en sus poemas. Nos hace conocer hembras amujeradas, las madres laterales de dios, los procesos indios, otra forma nuestra.
Monteadentro es la poesía que nos incendia el asombro que nos causan nuestras comarcas. Es recorrer ríos de embrujos en cayucos de nadie: porque nos atrapa: porque no es un lenguaje de decorado que se ha utilizado para cantar. Aquí se funda un lenguaje que nos muestra el trasegar por los ríos y montes. Nos invita a la faena y nos hace escuchar los cantos de vaquería. Y esta poesía tiene una adjetivación y un tratamiento enteramente distintos a toda convención.
De otro lado, en El reino errante, Jorge también se sumerge en un universo al que pertenece, que le pertenece, el de la inmigración árabe. La salida de un mundo que se le ha vuelto oneroso al ser y del que se busca salir e ir a horizontes límpidos, amplios y lejanos, y dejar así los cedros bíblicos del Líbanos, olivares, camellos y dátiles para encontrar a orillas de otro mar al jaguar americano, una abundante floresta y los mangos del Sinú.
El reino errante es la voz, que en camino de Damasco a Beirut en (1887), la de la madre que dice a sus hijos que escuchen a su padre, la voz que interpela a Manzur para que oiga el crepitar del fuego que divide a los orígenes, la voz que incita a Rauf a la advertencia de otro mundo, al fondo de un mar opulento, donde las montañas se derraman y los cielos sangran por la teúrgia de los augures del holgorio, una tierra donde ya no cabe más alegre compañía, que se nombra por su contrario, la soledad. En definitiva, hay que partir, pues el ser y su poco de sangre de alfarería ya no soporta tan vasto peso al que convida la guerra. Y ahora, lo que queda, es sólo lo que nombra la voz que interpela a Rauf: “Llevaremos lo que, ahora, somos: una maleta, cuatro cuerpos y memorias”.
El reino errante, un poemario en el que abunda nostalgia, dolor y belleza, pero también esperanza y vida.
En los consejos de Elías Rumié a su hijo (1890) se prefigura la esencia más alta simbolizada por el oro, los objetos precisos del ser en esta tierra y su programa vital, que son vuelo como síntesis, sustracción para sí de los elementos del entorno y de los elementos del paisaje:
“Y usted, mijito, criatura de oro, / cuándo comenzará a arar destino, a contar agua en sus manos, / a consumir los motivos del vuelo.” (…) “Aproveche estos ríos salvajes / donde la luna / como en Ramhala / es comida para el extraño.”
En la Primera noción del mar de Nabil Barbur en Cartagena de Indias (1910) se conjura un fuego doloroso hecho de las pavesas de la nostalgia. El mar es canto, absolución y unidad. Veamos:
“Hondo y duele en sus azules absueltos / muslo que ofrece su columna pagana, (…) Oh, este mar trae a mi alma un lugar unitario, / tierra y más tierra, que solloza mojándose, / fuego que defiende / el destrozo de sus lámparas. / Se te acaban las miserias con el mar inmediato.”
Cuando Bechara Chalena, en (1910) narra su entrada al Sinú canta el adiós a la tierra del origen pero la alegría y la esperanza del nuevo hallazgo procura la bebida a la sed y mitiga las cicatrices del viaje:
“Indios desnudos en la prietura del mundo / nos daban a beber las filosofías del cáñamo, / el habla de un maíz tan antiguo / como la disciplina del desierto. / El río / era un dios servicial. / Soy hijo de estas aguas, / centro de sus nuevos enigmas. / Mi palabra sabe ya insultar al verano.”
El reino errante es filigrana pura, poesía de la nostalgia, el dolor y la tristeza, como también celebración y fundación de la nueva patria. Aquí, en este libro, hay un texto que desde el primer momento me hizo sentir que era, sin lugar a dudas, uno de las más preciadas joyas de la poesía colombiana, y eso, tal vez sea por su nivel de extrañamiento. Balada de Teresa Dáger:
No hubo mujer bajo estos soles
como Teresa Dáger: mitad cedro y mitad canoa.
Era bella, inclusive al despertarse
y después de comer ese pobre trigo nativo.
En las esquinas, a su paso,
hombres sudorosos
interrumpían las liturgias del comercio
y maldecían la muerte.
Era una forma ansiosa. Procedía de una furia vegetal.
No la salvó tampoco su belleza.
Ahora, a los 80 años,
A diferencia de otras que fueron feas y felices,
Teresa Dáger sueña sola en el piso 15
rodeada de zafiros derrotados.
Y solo piensa en ese arriero de Aleppo
que el 7 de agosto de 1925
la miró con ganas y en silencio
tres segundos antes de que su padre
la enviara al destierro de la trastienda.
Y como El reino errante es viaje, Jorge Baladi canta a las fronteras abolidas, y precisa el fin de la jornada y a lo que se supone como descanso y merecido premio, pero no, porque la inquietud es más ardua y corroe los corazones:
El tambor restaura / toda su familia originaria. / La sangre cruza, ya revuelta, / entre la nación que fulgura / en sus nuevas, fértiles pesadumbres. Toda voz / es ahora, una fusión de ríos: todo cuerpo, un lugar de encuentro. / La memoria, esa amorosa quema de fronteras.
Finalmente, la llegada a la tierra prometida por las ganas de quitarse de encima el peso de la guerra, se constituye en nueva patria, en un acto de fe, que es el que refrenda Antonio Gossaín en (1918):
De aquí, de este mar gozado a mares, / de esta luz que enjoya todo cuerpo, De este viento que embala el deseo, / de este mostrador con cicatrices de hombre y ojo de ortiga, / de esta locura portuaria del día, / no nos sacan, no nos sacan.
Del legado de Jorge, algunos destellos que capturo para el disfrute de su aquilatada ofrenda.
Al amigo, al hermano, por siempre, en la memoria y en el oro de los días.

Publicado originalmente en la revista Desarrollo Regional y Competitividad de la Cámara de Comercio de Cartagena, No 4.


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