“Desaparecería La Justicia colombiana como institución”: El mago Dávila
Guillermo Dávila, ‘el mago Dávila’, falleció el día 22 de abril del 2020 en Bogotá, a la edad de 90 años. Estuvo vinculado a diarios como El Universal, El Espectador, entre otros, y fue jefe de Redacción de la Revista El Congreso. Fundador de la Asociación Colombiana de Magos y uno de los últimos linotipistas del país.
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Presentación, historias y palabras de un mago que fundó junto con Gabriel García Márquez el periódico más pequeño del mundo, Comprimido
Soy el mago Dávila y nací en Bucaramanga el 25 de junio, en 1929. Los primeros años son como los de toda criatura. Me marcan cosas muy singulares a partir de los 3 o 4 años.
El Partido Bolchevique llega a Colombia como primera medida, y mi padre, que era tipógrafo de profesión, empieza a militar dentro de ese partido que, entonces, era el Partido Obrero. Recuerdo muchísimo –tenía unos cuatro o cinco años– que se producían las huelgas, los paros, y, por primera vez oí la palabra esquiroles, porque los bolcheviques hacían los paros y aquellos que no estaban de acuerdo con el Partido Comunista iban a trabajar y los llamaban esquiroles. Eso te marca, tú no puedes olvidarlo nunca. Lo otro que recuerdo es cómo mi padre llegaba a la casa que teníamos allí en Bucaramanga, y una vez había llegado sacaba el yatagán* que solía ponérsele a los fusiles. Él y todos sus copartidarios comunistas sacaban sus yataganes para defenderse de aquellos que no militaban en el partido.
Eso me marca desde el punto de vista político, y empiezo a oír hablar del Partido Conservador, del Partido Liberal, de la Guerra de los mil días.
Cuando tenía cinco años me vuelo para perseguir a una pelada que se había ido de Bucaramanga, porque yo la consideraba mi novia, me abandona ella como consecuencia de que el papá y la mamá se la llevan, no porque… Tenían que irse a vivir a Airon, y yo, por el dolor, empiezo a martirizarme y me fui, me escapé de casa… y, allí, empiezo a deletrear palabras como paliza, p-a-l-i-z-a, la paliza que me dieron, por andar de niño ‘contento y enamorado’.
En Bucaramanga empiezan las primeras letras, mi madre es la que me enseña a leer, y empiezo a estudiar en la iglesia evangélica… Llegan los primeros evangelistas de Australia a Colombia. Viene Alexander Allen y doña Margarite Allen, que fueron los precursores del evangelismo bautista. Aprendí con ellos e hice las primeras lecturas, y, además, de eso vino la lectura de la Biblia sin ninguna contraposición. Nadie te dice que la leas, excepto la iglesia.
Hay otra cosa que me marca. Uno va creciendo y tiene como mira siempre el cerro Palonegro. Preguntaba: “y allá qué hay”, y oía las historias de que allá había once mil calaveras apilonadas, los muertos de la batalla de Palonegro, en donde el Partido Conservador ganó la Guerra de los mil días, pues ellos perdieron cinco mil hombres, mientras que el Partido Liberal perdió seis mil hombres… Supe que allá se mataban con palos, machetes, cuchillos, y uno que otro rifle. A los seis años, oía ya hablar de la guerra en Colombia.
Así pasa el tiempo, y empiezo a estudiar en el Colegio Americano. A mi padre se le ocurre luego venirse para la costa. Le habían hecho una propuesta en un taller que se llamaba El Mercurio, en Barranquilla. Nos vinimos todos. En ese momento somos dos hermanos. En Barranquilla nace una hermana. Allí surgen problemas en El Mercurio. A mi padre le ofrecen un puesto en los talleres Mogollón, en Cartagena, uno de los primeros talleres impresores en el país. Por esa época esta empresa producía la mayor parte de los cuadernos que se consumían en Colombia y muchos de los productos escolares. Vivimos en la Calle Tumbamuertos, en Sandiego. Allí aprendo y conozco historias sobre fantasmas, el hombre sin cabezas, cómo se usaba la sangre de los esclavos en la preparación de la amalgama para pegar las piedras en las fortificaciones españolas, y por lo que a partir de ese momento los esclavos se convertían en zombis.
Mis padres no tienen tiempo para matricularme en el colegio y yo mismo lo hago, mi padre ocupado en su trabajo, y a mi madre, el calor la mata. Ella, de Cúcuta, tierra caliente, pero aquí en Cartagena el calor la doblega. Me matriculo en la escuela pública Antonio Nariño, que estaba a una cuadra de los talleres Mogollón. Empiezo a estudiar con el profesor Mendoza, un cartagenero extraordinario, un educador sin par, que llegaba de saco y corbata a dictarnos clase. Para ese entonces tengo 8 años. Empiezo a conocer los poetas, oigo hablar del Tuerto López, de Jorge Artel, quien era amigo de mi padre, y llegaba a mi casa con otro grupo de amigos y tomaban. Me aprendí un poema –estoy hablando de hace 75 años– que decía: “La negra mulata, pechos de aguacate, que se fue un día con un policía, y a los 9 meses 9 libras y media…” Ese poema, nace en esas tertulias. Me lo dijo a mí. Yo cada vez que me acuerdo lo recito. Y eso era Jorge Artel, ritmo, cadencia… Y ese señorío de él.
Luego, nos volvemos a Bucaramanga, allá termino de estudiar en el Colegio Americano. Pago mis estudios porque laboro en jardinería, sembrando, cortando y cuidando flores, los árboles de cacao y aguacate que tenía el colegio, en una extensión inmensa de terreno, una manzana.
Quería entrar al seminario acá en Cartagena y no me alcanzaba la plata ni para dos sotanas… ¡Lo que se perdieron las beatas…!
Decido que voy a trabajar. Me devuelvo a Cartagena. Los viajes se hacían por el río. Íbamos a la estación, llegábamos en tren de Bucaramanga a Puerto Wilches, tomábamos el barco, pasábamos por muchos pueblos ribereños, y, finalmente, del canal del Dique a Cartagena. Era un espectáculo. En el río te encontrabas las guacamayas, que ni siquiera te dejaban dormir, porque eran bulliciosas y siempre pasaban en bandadas, veías los caimanes en los islotes que solían surgir en las partes no navegables, allí estaban los caimanes con toda su familia, la señora del caimán, los hijos del caimán… Los caimanes bostezando, la cosa más hermosa. Era un viaje edénico. Me picaba cada mosco, parecían avionetas, pero bueno, no había tanta contaminación como ahora.
Yo repartía periódicos en Bucaramanga, conocí el linotipo, y por las tardes cuando terminaba el colegio me iba a la imprenta, recogía periódicos y los repartía, y me ganaba unas monedas. Acá, empecé a aprender linotipia. Moisés Pineau, fue mi maestro. Tenía un problema con la ortografía, necesitaba manejarla bien. En ese momento no era el desconocimiento terrible que puede tener un chico ahora. Cuando ya empiezo a trabajar y produzco la primera galera, los originales de un texto de Fernando De la Vega, que dirigía la revista literaria Muros. Él era uno de los patricios del Partido Conservador. El trabajo lo había realizado por la noche, De la Vega llega a las 11 de la mañana y pregunta “quién hizo esta galera”. Moisés Pinaud le dijo “ya le voy a traer al linotipista”. De la Vega me dice: “Le voy a pedir un favor, nunca cambie las palabras que yo he escrito. Yo tenía aquí: el hombre de luengas barbas, y usted cambió y puso el hombre de lengua larga”.
Cuando lo cambié, me dije: – “para mí el tipo se equivocó” –.
Después él me dijo: “Lo felicito, todo está muy bien, pero que esto no vuelva a ocurrir. Como usted todavía no puede saber qué significan las palabras y no tiene ideas, cargue un diccionario”. Desde entonces, cargo un diccionario conmigo.
Esta historia de mi vida, que muy poco he contado. Ahora la relato.
Incursión a El Universal de Cartagena, amistad con Gabriel García Márquez y fundación de Comprimido
Soy linotipista profesional, recorrido en varias plazas. En El Liberal de Bogotá, en El Vanguardia Liberal, de Bucaramanga, El Espectador, El Tiempo, donde no trabajé como linotipista de planta, sino como caimán, una figura que consistía en que cuando alguien no iba a trabajar, por algún motivo, le decían a uno, venga y trabaje –era un sustituto–. Esto en razón de que siempre quise ser independiente, y siempre he sido independiente. El periodismo es un sacrificio total. Y como linotipista llegas a la hora a la que te dicen que llegues y te vas a la hora en la que se cierra el periódico. En esa época no nos pagaban un sueldo, sino por lo que hiciéramos. Si no rendía, te jodías, y no tenías ni para un paquete de cigarrillo, pero si te rendía, te iba bien. Era una época en que podías ganarte 200 pesos mensuales. El Universal me contrata y me pone un sueldo de 120 pesos.
Como jefe de redacción estaba Manuel Clemente Zabala, y dentro de los redactores estaba un joven simpático, como yo, que se llama Gabriel García Márquez. Me toca en fortuna levantarle los originales al hombre, y eso nos hace amigos. Primero, somos conocidos, el periodista y el linotipista, había una comunión entre el periodista-escritor y el linotipista, porque había que entender el original, si era manuscrito, había que entender qué tinta usaba, y había que comprender qué escribía, qué borraba y qué quedaba en cada original. Eso nos hace amigos, y viene la pregunta tú de dónde eres, qué te gusta a ti, y él empieza a contarme también sus inquietudes. Hablaba de Faulkner, de Joyce, de Virginia Wolfe, del pueblo mágico. Ya se conocían los cuentos de él en el dominical de El Espectador, publicados por Eduardo Zalamea.
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