Estoy cansado de ver la televisión. Son aproximadamente las dos de la mañana. He visto en mis recuerdos imágenes de datos estadísticos desalentadores, que me ponen a pensar en la fragilidad de la vida. El ser humano, su ciencia, su tecnología y todos sus avances dependiendo de los avatares de un virus que no se sabe con certeza si ha sido creado en laboratorio o es la temible venganza, el bumerang, de la madre natura por lo mal que nos hemos comportado con ella durante siglos.
Pienso que ha llegado el fin del mundo. Viejos fantasmas escondidos en los meandros de mi lejana infancia, cual metáfora de sinsabores, surgen de la nada. Quizás es el serpenteante desespero de saber que no puedo hacer nada en mi obligatorio confinamiento, lo que me hace pensar en todo esto. No sabría decir si es la profecía del fin del mundo que se está cumpliendo, que Nostradamus, Baba Vanga o Casandra están manifestándose ante mí. Entonces, no hay más que rogar a Dios de que todo sea pasajero. Somos el país del sagrado corazón y de la virgen María. Creyentes hasta los tuétanos.
En esas elucubraciones, cual ventisca, en intensas ráfagas de noticias relacionadas con la pandemia del Covid-19, van cayendo como gotas desesperantes las imágenes de los cuerpos tirados en el piso en ciudades de este mundo de acá. Este mundo colorido y desfachatado que, en su arraigada pobreza, intenta sobrevivir en el día a día. Pareciera que es la latente autodestrucción que llevamos puesta cual túnica inconsútil cada día y cada instante que andamos en la tierra.
Sí, somos los únicos seres que luchamos diariamente para demostrar una conducta autodestructiva como si fuéramos los dueños del mundo. Nos hemos creído el mito de que somos los reyes de las especies, que los demás seres deben plegarse a nuestro poder de destrucción. Estamos ciegos ante tanta inteligencia. Es, en ese instante de locura nocturna, cuando un cataclismo de temores, zozobra, sentimientos encontrados y toda una amalgama de miedos atávicos me invaden. Es el fin de la vida. Creo dormir, pero no. Todo es un sueño soñado por alguien que sueña lo que yo sueño. Es para volverse loco con todo lo que pasa. Entonces, me doy cuenta que no estoy dormido y ha sido mentira mi sueño, que soy otro sueño reflejado en un mundo paralelo de espejos que deforman esta realidad. ¿Será?
Ahora, creo estoy nuevamente despierto, y creo que todo es producto de mis disquisiciones. Pienso, en esta sociedad enferma y de la cual me he ufanado de hacer parte de ella. Sí, es una sociedad enferma donde cualquier persona se cree con el poder de golpear, degradar, amenazar de muerte y matar a quienes estén en contra de sus ideas. No hemos aprendido de la naturaleza, que es sabia por su biodiversidad. Todos tienen cabida en ella. Sociedad enferma donde prepotentes, desquiciados y envalentonados por el poder o el tener, se consideran con la potestad de desacatar leyes, sin que haya Dios, autoridad o justicia que les castigue por violentar mínimos principios éticos y de vida. Con esa incivilidad y barbarie vivimos en un vórtice deshumanizante. Cada día nos volvemos trogloditas de la modernidad. Tanto que lo más aberrante, degradante y estúpido que se haya escuchado, es la posición de algunos líderes políticos y gobernantes que consideran que todo lo que vivimos hoy es una mentira. Es la tapa para esta olla de locuras que muy pronto explosionará como una bomba de tiempo sin poder desactivarla. Y no soy clarividente. Soy uno que piensa diferente y que aún cree estar despierto conversando con sus estudiantes en una clase sincrónica donde polemizamos sobre los pros y los contras de la pandemia.