La rentabilidad del caos: cuando la herida se convierte en un sistema inamovible.
Este texto emerge como producto de una lectura crítica al texto de Gabriel Jaime Dávila Gómez, cuya reflexión inicial provocó esta re-creación. Excelente texto del autor, lo felicito.
Siempre he considerado que la lectura provoca o bien otras lecturas o bien re-creaciones escritas, o produce la escritura de un palimpsesto como afirmaba el maestro de maestro Jorge Luis Borges. Por tal motivo, leyendo a mi lector consuetudinario Yesid Mahecha Guzmán, que por cierto me induce siempre a entrar en otros textos, enseñándome, llegué al texto de Don Gabriel Jaime Dávila Gómez: EL NEGOCIO DE NUNCA RESOLVER: POR QUÉ EL MUNDO NECESITA SUS PROPIOS INCENDIOS. Un texto interesante que me interpeló y dio motivo para escribir desde el contexto Colombiano.
Hay sospechas que rara vez se disuelven, como rumores que se incrustan en la piel de quienes no aceptan verdades a medias y permanecen atentos al pulso histórico de la sociedad. Se instala entonces la certeza de que los problemas que nos desgastan no nacieron para extinguirse, sino para sostenerse como engranajes de un orden que respira a través de la crisis. En Colombia lo sabemos de memoria. Cada gobierno promete clausurar la violencia, erradicar la coca, conjurar la miseria. Y, sin embargo, las noticias retornan con la monotonía de letanías carnavaleras, como si el país estuviera condenado a representar eternamente la misma obra con actores distintos. El cuento del gallo capón de nuestro premio Nobel.
El conflicto aquí no es accidente ni error, es un guion. Se administra como espectáculo, se recicla como negocio, se legitima como discurso. La guerra se convierte en presupuesto, la pobreza en clientela, la enfermedad en mercado. No se trata de incapacidad técnica, sino de conveniencia estructural. Resolver sería clausurar la fuente de poder para unos y de riquezas para ellos mismos .
El narcotráfico, por ejemplo, no es solo delito. Hoy es la moneda de cambio en la geopolítica. Garantiza cooperación internacional, justifica la presencia militar extranjera y mantiene viva la narrativa de seguridad. La cocaína no desaparece, porque su existencia sostiene un tablero más amplio que el de las lanchas interceptadas; esto es, el tablero energético, estratégico y diplomático del Caribe.
La pobreza también se perpetúa y pareciera llevarse con orgullo de país subdesarrollado. Desde los barrios invisibles de Cartagena hasta las comunidades olvidadas de La Guajira, entre otros pueblos, la miseria funciona como mecanismo de control social. Se administra en subsidios, se recicla en programas asistenciales, se convierte en voto cautivo. No se erradica en fin, porque conviene mantenerla como herramienta de gobernabilidad.
Y la salud, en este orden, revela la paradoja más cruel. El fantasma de la muerte ronda las EPS y hospitales en la cotidianidad de los colombianos de a pie; allí se premia la enfermedad prolongada y no la cura definitiva. Las farmacéuticas prosperan en la repetición: la pastilla diaria, el tratamiento eterno. La salud plena sería un mal negocio, un silencio incómodo en las cajas registradoras. En ese escenario se desvanece el cristianismo que pregonamos orando, encomendándonos a Dios, mientras con los hechos desmoronamos una espiritualidad interesada.
Duele decirlo, pero la lógica es incómoda y muy evidente. Aquí, un poder sin enemigo pierde sentido, una institución sin crisis pierde presupuesto, un gobierno sin amenaza pierde discurso. La estabilidad no vende. La paz no factura. La solución no genera titulares. Por eso, en Colombia, la violencia, aunque la nombremos “posconflicto”, sigue siendo el combustible de la política y de una legitimidad estatal perpetuada hasta la saciedad en la médula de nuestra nación.
No estamos condenados, pero sí atrapados en una arquitectura que necesita de problemas para sostenerse. Hay élites que viven de la herida, del sufrimiento de los otros, industrias que la administran y ciudadanos entrenados para indignarse sin desmontar nada. Esta lógica no distingue ideologías, puesto que atraviesa izquierdas y derechas, progresismos y conservadurismos. Mientras existan incentivos para que el conflicto permanezca, ningún gobierno lo extinguirá.
La pregunta, entonces, no es quién gobierna. La pregunta es: ¿a quién le sirve que las heridas sigan abiertas y supurando el pus de la indolencia y la inequidad? Porque, al final, lo que parece caos es en realidad orden. Un orden que necesita crisis para justificar su existencia.