Te dejé de querer… ¡Sí y qué! -La innombrable-


Al mejor estilo de la canción de Rubén Blades, en la cual el borracho dobló por el callejón, el destino publicitario es como aquella prostituta que, además de estar sin pesos con qué comer, se encuentra con un verdugo que le arrebata el último rastro de dignidad y - a puñal limpio - la esencia misma de su estructura… “La felicidad”: un sentimiento que me gustaría tener en mi tipoteca de experiencias, porque desde mi oficio creativo sé cómo hacértelo sentir, pero como individuo no tengo idea siquiera de su definición.

Para el creador de la serie “Mad men”, Matthew Weiner, la felicidad es “oler un auto nuevo, es estar libre de miedos, es un enorme cartel junto a la carretera que afirma a gritos que hagas lo que hagas está bien, que estás en lo correcto”. Considero esta definición acertada como herramienta de industrialización cultural, pero su validez se diluye cuando el consumidor llega a su hogar, observa la compra y siente ese ligero viento de “La Rosa de Guadalupe” indicándole la insensatez del gasto realizado y activando el sinsabor depresivo de la felicidad efímera que queda en los pensamientos negativos del tipo “Insideout”. Es decir: la sensación biológica y química de su cuerpo será igual a la que produce la frase “solo vendemos productos Postobón”.

El verdugo de esta historia, quien lleva el tumbao de los guapos al caminar, anduvo durante 10 años utilizando su puñal ético sin ningún tipo de compasión y destruyó felicidades bajo la ilusoria necesidad del comercio y del consumo desmedido, sin tener en cuenta el impacto económico y el desequilibrio socio cultural que día a día propagaba.

Este perverso personaje presenta a la publicidad como un arma dotada de divinidad, inmortalidad y prepotencia. La publicidad es como Dios: no tiene una imagen definida (o intente a manera de ejercicio capcioso personificarla en una ilustración); como todopoderoso maneja una premisa similar a la presentada en la película Devil´s Advocate (sólo cambie la palabra “Dios” por “publicidad”): “A Dios le gusta observar, es un bromista, dota al hombre de instintos, les da esta extraordinaria virtud y ¿qué hace luego? Los utiliza para pasárselo en grande, para reírse de ellos, para ver como quebrantan las reglas. Él dispone las reglas y el tablero y es un auténtico tramposo: mira pero no toques; toca pero no pruebes; prueba pero no saborees. Y mientras nos lleva como marionetas de un lado a otro ¿qué hace Él? Se descojona ¡se parte el culo de risa!”. Éste villano se encargó de convertir a la publicidad en un titiritero que jugaba con los intereses y prioridades de la Humanidad; la presentó como una profesión manipuladora, llena de mentiras y culpable de los altos índices de frustraciones y depresiones contemporáneas.

Durante 10 años el verdadero titiritero ha contado la historia desde la versión de Caperucita pero, llegado el momento del lobo, todo tendrá un giro interesante para el lector. Con el transcurrir de esta década la publicidad dio lo mejor de sí, día a día fue la piel que cubrió todas las estrategias comerciales y consumistas del capitalismo, moldeó sus prioridades y estructuró su personalidad a tal punto que perdió su existencialismo creativo y se adentro en la lucha del centavo publicitario, la cual finalizó en mensajes efímeros sin ningún tipo de construcción o aporte alrededor de la cultura local. Como experiencia le queda la frase “da lo mejor de ti y espera siempre lo peor”.

Y ¿qué es lo peor? Lo peor es que, después de tanta fidelidad, amor y sacrificios incondicionales, su verdugo Pedro Navajas hoy le diga a la publicidad “te dejé de querer… ¡Sí y qué!” … Que su imagen sea destruida al punto de ser una palabra vetada en los congresos que antes se vanagloriaban con sus logros y que sea solo recordada, mencionada y amada con grandeza y admiración por su consorte: la Academia.


TAMBIEN TE PUEDE GUSTAR