Pintor cartagenero especializado en surrealismo.

Alex Ramírez: pinceles a toque de Diana


Desde que al pintor cartagenero Alexander Ramírez Torres se le ocurrió pincelar una serie de cuadros con el rostro de la desaparecida princesa Diana de Inglaterra, la sombra rubia de la difunta lo persigue hasta en lo rincones menos insospechados.

Su apartamento del barrio Manga se asemeja a un laberinto espacioso, por cuyas esquinas se asoma el rostro apesadumbrado de Lady Di, con sus ojos que se confundirían con las profundidades del mar o con alguna luz extraterrestre de esas que suelen aterrizar en los territorios insulares.

Hace nueve años tuvo la primera ocurrencia: recortar todas las fotos de la princesa. Las imágenes que renacían en las revistas saltaban desde las páginas para esconderse en los archivos del pintor, esperando la hora de ser llevadas al lienzo.

Después vinieron las pesquisas. Todas las crónicas, frívolas o profundas, eran asimiladas o también recortadas hasta que brotaron los primeros bocetos y los primeros cuadros para completar cuarenta producciones de las que sólo quedan unas cuantas regadas por los rincones del apartamento.

La imagen más reciente es Diana vestida de negro, medallas al pecho, mirada desprevenida, un enjambre de cámaras fotográficas y filmadoras persiguiéndola, un camino de alertas sobre minas antipersonal, un castillo al fondo de un valle a ratos verde y a ratos escarpado, por donde aún se notan las pisadas de la llamada “princesa de los pobres”.

Lo más cerca que estuvo Alex Ramírez del país de Diana fue cuando tenía nueve años. Vivía en España con sus padres y su hermano Lincon. Allá recibió clases de pintura con profesores privados que le ayudaron a orientar el talento que ya había empezado a mostrar en la primaria del Colegio Salesiano, en donde empezó dibujando las caricaturas de los profesores más cascarrabias.

A los catorce años regresó a Cartagena, a matricularse en la Escuela Superior de Bellas Artes, en donde se encontró con Tere Perdomo, Dalmiro Lora, Mario Zabaleta y Adalberto Jiménez. Con ellos descubrió los enigmas de la acuarela, el grabado y el acrílico sobre tela con que acometió los cientos de rostros de Lady Di.

Su primer y permanente crítico es Elías Ramírez, su padre.

—¡Tú es que pintas vainas raras!—, dijo el papá de Ramírez cuando observó los primeros cuadros surrealistas que salieron de la mano del hijo. Pero cambió de opinión cuando le reprodujo fielmente el paisaje convencional de una revista de fotografías:

—¡No joda, tú pintas bien, ah!

La figuración en todas sus formas. La captura de las imágenes que aparecen en la noche cuando la mente está soñando, conforman otro grupo de cuadros de los que Ramírez ha expuesto en diferentes escenarios de Cartagena o de otras ciudades, pero es el homenaje a la princesa Diana el que lo persigue por todas partes.

“Te estás dejando encasillar”, le gritó por la calle un antiguo compañero de Bellas Artes, pero Ramírez insiste en que tiene muchas otras ideas por mostrar y que sólo está esperando un apoyo robusto para darlas a conocer.

En los archivos de su computador aguarda una exposición en ciernes, en donde El Pibe Valderrama, Salvador Dalí, Juanes, Bob Marley y otras figuras del imaginario nacional y caribeño aparecen con gestos o vestimentas de mujeres, en medio de paisajes y espacios fantasiosos que no discriminan entre una cosa y otra.

Ahora no se dedica a la escultura, aunque en los tiempos de Bellas Artes una de sus obras en esa modalidad le dio la vuelta al país después de haber ganado un concurso organizado por la misma escuela.

Ahora su oficio más inmediato es la producción de videos y documentales para televisión, otro oficio que aprendió en Bellas Artes, en cuanto concluyó los de pintura y escultura.

Mientras la risa escandalosa de Alex Ramírez rechina sobre las calles estrechas del Centro Comercial Getsemaní —la sede en donde funcionan sus despachos de filmaciones— la sonrisa de Lady Di reaparece iluminada por los relámpagos de los inagotables paparazzis que la convirtieron en la mujer más fotografiada del mundo.

A lo mejor, si Diana hubiera visitado Cartagena, su principal paparazzi hubiese sido el pintor Ramírez. En las calles destapadas del barrio Nelson Mandela, niños de todos los colores que tiene el país hubiesen rodeado su realeza británica siempre dispuesta a posar ante las cámaras.

Los pequeños trabajadores del mercado de Bazurto también hubiesen peleado por una fotografía al lado de Diana y con los alcatraces agonizando en las orillas de la ciénaga de Las Quintas. Con seguridad, decenas de cuadros hubiesen salido de las manos de Alex Ramírez, como los que nacieron hace nueve años cuando sólo se propuso hacerle un homenaje a la recién fallecida “Princesa del pueblo”, como la bautizaron los cronistas de las afamadas revistas del chisme mundial.

Desde que empezaron las conmemoraciones por los diez años de la desaparición trágica de Diana Spencer, los mensajes al correo electrónico de Ramírez no han cesado un instante. A través de su página web se han vendido la mayoría de los cuadros creados en nueve años de pinceladas, sin la menor intención de organizar exposición alguna.

“En principio era simplemente un homenaje a la princesa Diana y una colección privada”, dice Marlene Torres de Ramírez, la madre del pintor, quien en los últimos años se ha convertido en su principal impulsora a la hora de llevar a cabo empresas pictóricas como la surrealista de figuras andróginas que está preparando para los próximos meses.

“Los mil rostros de Diana”, “La sonrisa eterna de Diana”, “Diana la omnipresente” o “Con una flor para la princesa” son algunos de los títulos que se le ocurren a Alex Ramírez cuando juega a imaginar que organiza la exposición que nunca quiso. En la intimidad de su estudio y muerto de la risa, se le ocurre otro rótulo que más bien suena como un zapatazo en pleno rostro: “Diana, para que te recuerde la maluca Camila”.

Hace algún tiempo pensó en acercarse nuevamente a la tierra de Diana, pero desde la ciudad de París, en donde deseaba (o tal vez desea) competir con los grandes prospectos del mundo de la pintura planetaria.

“Allá es en donde uno se da cuenta de que no pinta un carajo”, susurra alzando el pincel sobre el rostro de la princesa.


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