Camino en el sector Playetas

Barú, en espera de la vía


Viajar por mar desde Cartagena hasta el corregimiento de Barú no es tan difícil: sólo hay que esperar la mañana para trasladarse a la parte trasera del mercado de Bazurto, cruzar hasta la ciénaga de Las Quintas, caminar por uno de los muelles de tablitas que penan en la orilla y embarcarse en una lancha motorizada, por doce mil pesos el pasaje.

Mientras el conductor y sus ayudantes esperan a que el vehículo se llene de pasajeros, van atiborrando el estrecho espacio de la proa con sacos, cajetas, latas, enormes bolsas de plástico, maletas, bolsos y hasta materiales para la construcción que los baruleros vienen a comprar a Cartagena desde tempranas horas de la mañana.

Transcurrida una hora entre el embarque y el acomodamiento de la mercancía, la lancha da varias vueltas alrededor de la ciénaga, aumenta la velocidad y navega con toda su fuerza, buscando el camino de la bahía que lo conducirá hacia la zona de los corregimientos que preceden a Barú. Con voz regañona, uno de los ayudantes recomienda la postura de los chalecos-salvavidas que el conductor de la lancha dice no necesitar.

El viaje dura, aproximadamente, una hora. Y antes de que  finalice, la lancha habrá rivalizado contra descomunales envoltorios de un agua profundamente azul; los pasajeros habrán esquivado, o recibido con resignación, la salpicadura salada del mismo mar que va cambiando de tonalidades hasta volverse de un verde cristalino, a través del cual se divisa la arena blanca que da cierto aire cinematográfico al truculento paisaje.

A medida que el sol asciende en sus caminos celestes, el mar parece agitarse a bocanadas como para que los viajeros entiendan que ni el más habilidoso nadador, ni el más seguro de los chalecos salvavidas son suficientes para burlar la eficacia de sus dictámenes.

Hay momentos en que el universo se vuelve únicamente agua salada, mientras a lo lejos —¡bien lejos!— se divisan algunos cerros trasquilados, o simplemente ese horizonte ignoto que tienen todos los mares del mundo y que parecen querer dejar en claro que, en caso de algún percance, nuestra muerte será una de las más solitarias que humano alguna pueda experimentar.

Minutos después, la vida se siente a salvo cuando el conductor disminuye la velocidad del motor y se interna por estrechos caminos rodeados de manglares, bajo los cuales reposa una cienagueta (los baruleros le dicen así a ese cuerpo de agua), cuyo punto más importante es un puerto con muelle de concreto, en donde descansan varias embarcaciones motorizadas que se llaman “Xiomara”, “Amar”, “La Paloma”, “La Nasa” y “Barú”. También algunas canoas pequeñas y uno que otro barco pesquero.

Para quien vaya por primera vez a Barú y, aparte de eso, no se encuentre bien informado, el regreso a la ciudad puede ser enormemente traumático, tanto por lo económico como por los medios de transporte.

Las lanchas motorizadas, que son una de las pocas fuentes de empleo que tiene el pueblo, parten de Barú hacia Cartagena desde las 5 de la madrugada. Regresan a las 10 de la mañana y no vuelven a salir hasta el día siguiente.

Así mismo, desde las 4 de la madrugada, una flota de cuatro camperos, cuyos conductores cobran diez mil pesos por persona, sale hacia el sector Bajaire, que hace frente con el puerto del corregimiento de Pasacaballos. Allí, el pasajero debe pagar quinientos pesos a un boga para que lo cruce en canoa.

“Aquí se necesita que arreglen esa carretera y que se construya un buen hospital —afirma Víctor Fuentes, el fiscal de la Junta de Acción Comunal—, porque cuando alguien se enferma, ya sea en la noche o en la madrugada, hay que buscar una lancha expresa, que cobra entre 100 y 300 mil pesos para ir a Cartagena o Pasacaballos. O conseguir un carro que cobra 60 mil pesos por llegar hasta Santa Ana. Si no es un enfermo, pero sí una persona que necesita viajar urgente a Cartagena, una moto lo puede llevar por la carretera. Pero le cobra 30 mil pesos”.

Fuentes recuerda que el mejoramiento de la vía “fue una de las promesas que el actual  alcalde de Cartagena, Nicolás Curi, hizo cuando estaba en campaña. Y hace como unos veinte días, en una reunión que sostuvimos con él en el Sena de la Plaza de la Aduana, volvió a tocar el tema, pero hasta el momento no hemos visto movimiento de maquinarias, ni de asfalto, ni nada parecido”.

Son 26.5 kilómetros de camino destapado, lomas y huecos que hacen exasperante y demoledor el traslado hacia cualquiera de los corregimientos cercanos a Barú, sobre todo porque en el trayecto existe un sector llamado “Las playetas”, abundante en arenas y mangle, que dificultan supremamente la movilización de los vehículos.

“En ‘Las playetas’ —continúa el fiscal— habrá que construir un puente o no sé qué otra cosa, porque de lo contrario se podría cometer un crimen ecológico con el corte de mangle y la contaminación de la arena y el mar”.

Por lo demás, el resto de la mal llamada carretera consta de sectores que nada tienen que envidiarle a un camino de herradura, como también espacios en los que se notan les hendiduras resecas que dejan las llantas de los buses, cuando las lluvias convierten la superficie en barro amarillo y resbaladizo. En estas condiciones, el viaje en carro suele demorarse hasta tres horas.

Una vez se haya pisado la tierra de Barú es imposible ignorar dos cosas: la incalculable cantidad de figuritas de piedra blanca y orificada que abunda en el suelo; y las antiguas viviendas de arquitectura británica que lucen invariablemente los colores blanco, azul, rosado, rojo o verde.

“Se llaman caracolejos”, me dice una estudiante de Hotelería y Turismo de la “Institución Educativa Técnica Luis Felipe Cabrera”, refiriéndose a las piedras de figuras extrañas que pululan sobre los calles del pueblo.

Pero nadie sabe explicarme cuál es el estilo de esas casas gigantescas y llamativas que también se repiten con sus colores en las islas del Caribe y en barrios cartageneros como Nariño, El Espinal y Santa María. Ni jóvenes ni ancianos tienen el conocimiento respectivo.

“Aquí falta una casa de la cultura que guarde documentos como la historia del pueblo y todo lo que se le pueda enseñar a propios y a visitantes”, le sugiero a Víctor Fuentes,  insinuación con la que se muestra de acuerdo, aunque parece que sus mayores preocupaciones giran en torno a la instalación de un acueducto y al arreglo de la carretera.

Hay un tercer elemento que es difícil de no ver en Barú; y es su abundante vegetación compuesta por cocoteros, bongas acromegálicas, matas de bonche y de verano cargadas de flores sangrientas que brillan bajo el sol; árboles de mamón, platanales y una planta omnipresente que los baruleros llaman “algondoncillo”, por cuanto produce una flor de color morado que, al destriparse, arroja lanas que se asemejan al algodón hospitalario.

Mientras se construye el anunciado acueducto, los baruleros siguen haciendo lo mismo que sus antepasados: en épocas de invierno recolectan el agua lluvia en grandes aljibes de cemento y bloques construidos en los patios de sus casas, a los cuales les arrojan un polvillo llamado “abate” que evita la visita de los gusarapos.

En los últimos años, y en épocas de verano, reciben el agua de bongos de 120 toneladas, provenientes de Cartagena; al igual que chalupas de 30 toneladas, que subsanan en buena parte las necesidades domésticas.

Pese al sinnúmero de promesas que los pobladores se han acostumbrado a escuchar, en ellos se nota un entusiasmo callado respecto a lo que pueda pasar con la carretera.

“Si la arreglan —dicen—, para nosotros comenzará otra historia”.


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