La música folclórica de Cartagena anda en crisis.

Cuando noviembre era todo el año


“El artista --en este caso el músico-- debe procurar que su obra no tenga fecha de vencimiento”.

Esta frase del cantante panameño Rubén Blades me sirve para conceder un modesto elogio a maestros de nuestra música folclórica como Clímaco Sarmiento, Pedro Laza, Los gaiteros de San Jacinto, Rufo Garrido, Tony Zúñiga, Joe Arroyo, Antonio María Peñalosa Cervantes, Los corraleros de Majagual y otros no menos importantes que alargarían esta lista, pero que sin duda alguna cumplen con la premisa que abre este escrito: hicieron su música con tanto corazón y mística que ella trasciende el tiempo y las modas. Es decir, se le puede escuchar a cualquier hora de cualquier día del año, con la absoluta seguridad de que seguirá transmitiendo la misma alegría y sentimiento del mismo momento en que fue hecha.

Por eso esta lectura, más que una conferencia, es un lamento que pregunta por las causas de la subvaloración de esa música. Y no me refiero tanto a los intérpretes y autores que acabo de mencionar. No me quejo solamente contra las emisoras que los desterraron. Mis querellas quisieran tocar por igual, y a manera de defensa, a los músicos y compositores que siguen haciendo y ejecutando la música raizal del Caribe colombiano sin que los medios masivos de comunicación les abran el espacio justiciero que antes tenían.

Mis preguntas quieren tocar también al ciudadano raso que dejó de programar, cualquier día del año, esa música en la intimidad de su vivienda o en las reuniones familiares o comunitarias. Tal parece que tanto las emisoras como los moradores de nuestra Región Caribe se dejaron convencer por los difusores de la música, quienes decretaron que nuestras melodías folclóricas sólo deben producirse, programarse y escucharse durante las fiestas novembrinas de Cartagena o en los carnavales de Barranquilla. “Esa es música de noviembre” o “esa es música de carnavales”, dicen los programadores de las emisoras cuando algún desprevenido músico folclórico les lleva su nueva producción discográfica. “Oye, ¿estás jalando a noviembre?”, preguntan mis vecinos cuando, cualquier día del año, se me antoja poner en mi equipo de sonido un disco de Pedro Laza, de Los gaiteros de San Jacinto, de Petrona Martínez o de Los soneros de Gamero.

Como puede verse, entonces, todos (de una u otra forma) hemos terminado siendo víctimas de quienes decidieron, sin consultar con nadie, que nuestros fandangos, bullerengues, porros, chandés, cumbias y berroches debían quedar relegados a una fecha carnavalera, en lugar de seguir compitiendo con cualesquiera de las propuestas musicales que se apoderaron de los hit parades de las estaciones radiales.

Pero entre esas víctimas sobrevivimos algunos inconformes, a quienes aún no nos convence el argumento arbitrario de la música por épocas. Nos negamos a creer que para escuchar a Pablito Flórez o a Etelvina Maldonado haya que esperar a que transcurran diez u once meses, para de ese modo evitar las burlas y los cuestionamientos de quienes terminaron enmarañados por este sofisma: “una mentira mil veces repetida termina convirtiéndose en verdad”.

La única verdad que viene saliendo a flote desde hace años es que los grandes perjudicados con la política de la programación musical por épocas son los productores, los intérpretes y los compositores de música folclórica, pues si antes se les veía en todos los eventos, reclamados por el público que escuchaba sus producciones en las emisoras, ahora les toca esperar hasta noviembre y carnavales para que los contraten, si acaso tuvieron la suerte de que un programador radial les hiciera la caridad de difundirles alguna nueva producción.

Porque es ese el otro perjuicio: las emisoras esperan el mes de noviembre para programar canciones de cuarenta o cincuenta años atrás, como si no hubiese músicos y compositores nuevos esperando una buena oportunidad para exponer sus talentos en beneficio de la misma tradición folclórica de nuestro espectro caribe. Yo estoy entre esos inconformes que no aceptan las políticas sin fundamento lógico de las emisoras. Por eso me lancé a preguntar por el origen y los efectos que ha producido el arrinconamiento de la música raizal hacia los últimos días del año.

El folclorista Édgar Benítez me contó lo siguiente: “El efecto que ha producido esa política se ve en las instituciones educativas, en donde a los niños les enseñan la música folclórica como un pasatiempo y no como otra posibilidad de realización profesional. Entonces, el efecto subsiguiente consiste en que, desde pequeños, esos mismos estudiantes se dedican a dividir la producción fonográfica en música para viejos, para jóvenes, para pobres, para ricos, para negros, para blancos, para delincuentes o para gente culta, cuando en realidad la música, venga de donde venga, es todo un conocimiento cultural que debe valorarse o descalificarse, según el esfuerzo estético y literario de quien la crea”.

Más adelante, Benítez expresa: “Eso de clasificar la música por épocas ha redundado en que los músicos folclóricos no nos preocupemos por tener una continuidad a nivel de organización y de producciones discográficas, porque se piensa sólo en grabar una canción o dos cuando llega el mes de agosto, a ver si corremos con la suerte de que las emisoras las acojan durante los preludios novembrinos. De manera que el común de la gente supone que contratar a un grupo folclórico cuesta menos, porque no tiene algo pegado en las emisoras, tal como suenan los grupos de champeta, reguetón o vallenato. Ese mismo músico, por no tener trabajo continuo, nunca dispone de dinero para pagar en una emisora, como sí lo pueden hacer otros géneros. Desde enero hasta agosto le toca incursionar en otras tendencias musicales, cantarles a los turistas o marcharse a otras ciudades en donde sí lo valoren”.

Refiriéndose a la cuota de responsabilidad de los músicos en este fenómeno de exclusión, Benítez afirma: “El músico folclórico de Cartagena es raramente organizado. Eso les ha dado razones a los medios de comunicación para no tenernos en cuenta. Unos cuantos se han preocupado por viajar y participar en las ruedas de negocios de los eventos culturales que se realizan en diferentes partes del país, especialmente en Bogotá. Eso, gracias a que han diseñado sus propias páginas web y montan sus canciones y conciertos en you tube.com, lo que ha facilitado que muchos se hayan ido a vivir a la capital, en donde hacen parte de los grupos musicales de vanguardia que protagonizan actualmente las programaciones de las emisoras. Pero en términos generales, y en lo que concierne a Cartagena, el músico folclórico está en desventaja, pues, para empezar, la ciudad no dispone de estudios de grabación preparados para grabar con un grupo completo, pero sí para programar las pistas con las que graban los reguetoneros y los champeteros”.

Para el locutor y promotor disquero, Moisés De la Cruz Gómez, el origen del fenómeno que nos ocupa fue un contubernio entre compañías disqueras y músicos folclóricos, que tuvo lugar durante la década de los años 80 del siglo XX. Al respecto afirma: “Antes de los años 80, grabar una producción discográfica era sumamente difícil, sobre todo para los artistas del Caribe colombiano. Por lo menos, las compañías disqueras de más renombre eran muy rigurosas a la hora de escoger el artista y el repertorio que iban a poner a consideración del público. Pero, llegada la década de los 80, los artistas costeños alcanzaron cierta credibilidad, por lo cual las casas fonográficas decidieron incluirlos en una política comercial que yo llamo la 'sectorización de la música'. Es decir: las disqueras comenzaron a hacer producciones destinadas a públicos específicos, como la Feria de Cali, el Festival de la Leyenda Vallenata, el 20 de Enero en Sincelejo, Los carnavales de Barranquilla, La feria de las flores, en Medellín; y las Fiestas Novembrinas, de Cartagena, entre otras. Ante esa propuesta, los músicos folclóricos de Cartagena y Barranquilla, en lugar de negarse a que los regalaran a una sola temporada del año, vieron una oportunidad inigualable de darse a conocer, aunque fuera con una o dos canciones en un long play de variado repertorio. Esa costumbre quedó tan arraigada que los mismos músicos y compositores se dedicaron a componer y a organizar producciones pensando sólo en noviembre y en los carnavales barranquilleros”.

Similar opinión esboza Darío Valenzuela Álvarez, quien fuera, por 26 años, el grabador estrella de la compañía disquera Codiscos: “Antes de la década de los 80 –cuenta Valenzuela-- un artista entraba a los estudios de grabación en cualquier momento del año y su producción se publicaba en cuanto estuviera lista, sin que importara la época. Pero durante los 80 se determinó que cada cantante o agrupación musical debía tener un mes específico durante el cual se publicaría su producción, política ésta que también arropó a las producciones de música folclórica costeña, a las cuales, obviamente, se les creó su mercado a finales de año, pensando en las fiestas de Cartagena; y entre febrero y marzo, pensando en los carnavales de Barranquilla. La diferencia con las demás vertientes musicales radica en que los músicos folclóricos tenían, prácticamente, una sola temporada productiva, mientras que los demás artistas gozaban de sintonía durante todo el año”.

Por su parte, el locutor cartagenero José Manuel Pinzón asegura que fue él quien logró que, en Cartagena, la música folclórica fuera desplazada hacia finales de año.

“Cuando llegué a Cartagena –relata Pinzón--, procedente de los Estados Unidos, en donde había laborado en estaciones radiales, se me ocurrió que aquí podía hacerse lo mismo que allá: imponer ritmos de vanguardia durante gran parte del año y dedicar los últimos meses a la música tradicional. Fue así como empecé aplicando esa iniciativa en Rumba Stereo, desde donde hice que la champeta criolla tomara la fuerza que tiene hoy. Esa misma fórmula la llevé a Olímpica Stereo, que estaba muy abajo en el rating, lo que trajo como resultado dos cosas: que la emisora terminara ascendiendo a los primeros puestos y que me nombraran asesor de Olímpica en Barranquilla, en donde aplicamos la misma fórmula, que terminó regándose por toda la Región Caribe. De ahí que en Montería y Sincelejo dejaran de programarse porros en cualquier época del año para tenerlos en cuenta únicamente en la Feria Ganadera y en las Fiestas del 20 de Enero”.

Y concluye Pinzón diciendo: “Reconozco que esa estrategia favoreció tendencias de vanguardia como el reguetón y la champeta, pero perjudicó enormemente a los artistas folclóricos. Ahora lo que creo es que debería salir otro programador radial con el mismo arrojo que yo tuve, para que se atreva a reubicar la música folclórica en los primeros lugares de sintonía”.

El docente investigador Ricardo Chica Gelis opina lo siguiente: “El debate se puede abordar desde muchos ángulos y es muy extenso. Yo sospecho que el problema de la desaparición del repertorio musical folclórico costeño de la programación radial durante casi todo el año es, sin duda, un problema de mercadeo. Lo anterior es consecuencia de una decisión comercial, sin olvidar que los nuevos géneros musicales (de unos 20 o 30 años para acá) son la banda sonora de las nuevas generaciones. Ahí tenemos el rap, el hip- hop y el reggaee que aparecen entre los años 60 y 70 y que han cambiado sus formas y sentidos de manera dramática. El otro sentido del debate creo que está en la política cultural y educativa del gobierno respecto a ver la música como un patrimonio y su necesaria difusión en los pensum escolares. Otro elemento del debate es pensar en una campaña de re-educación de esta materia a través de medios digitales y nuevas formas de comunicación, como son las redes sociales. Definitivamente, creo también que la investigación académica y rigurosa resulta crucial, pues es medular tratar de entender lo que significa un fenómeno musical de la tradición costeña, de una envergadura bárbara en tiempo y espacio. No obstante la envergadura, su desconocimiento generalizado amenaza con el olvido, tal y como ha ocurrido con tantos elementos patrimoniales”.  

Hablando de las canciones que, desde hace 40 o 50 años se programan durante las fiestas novembrinas, me llama la atención que la mayoría, pese a su innegable espíritu carnestoléndico, muy poco o nada hablan de Cartagena o de noviembre.

Tomemos por caso el long play Fiesta y corraleja Vol. 1, de Pedro Laza y sus pelayeros, que terminó convertido en algo así como la banda sonora de las fiestas novembrinas de Cartagena, pero no porque hubiese sido concebido pensando en ese certamen, sino porque la disquera Fuentes lo publicó en diciembre, entre 1954 y 1955; es decir, en el preámbulo de los carnavales de Barranquilla. De modo que los cartageneros que se gozaron esa producción en la capital del Atlántico, la compraron y la trajeron a Cartagena, en donde comenzó pegándose desde el mes de abril y se afianzó en las fiestas de noviembre.

El otro aspecto curioso radica en que los nombres de los cortes que integran el citado LP nada tienen que ver con fiestas novembrinas o carnavales barranquilleros: “El mochilero”, “El zorro”, “Pie pelúo”, “Mi aguinaldo”, “Sin breque”, “El guarumo”, “El guayuyo”, “El chivo mono”, “El iguano”, “El barraquete”, y “La papera”, que eran nombres de toros o de haciendas de los departamentos de Córdoba y Sucre, pues, como lo indica el título del long play, éste, desde el principio, fue direccionado al público amante de las corralejas del Caribe colombiano.

Otras canciones, más antiguas o más jóvenes que la referida producción, tampoco mencionan fiestas novembrinas ni hacen referencia a Cartagena o Barranquilla. Es decir, podrían programarse cualquier día del año sin que perjudiquen una programación radial; y por lo contrario, la enriquecerían.

Algunas son: “El lobo”, de Los soneros de Gamero; “El muerto borrachón”, de Miguel Beltrán y su cumbia soledeña; “La pelea es peleando”, de Emilia Herrera; “La maestranza”, de Los gaiteros de San Jacinto; “Papadio”, de Carlos Vives y los clásicos de la provincia; “Potpurrí de murgas”, de Toby Muñoz; “La maldita vieja”, de Las alegres ambulancias; “La estera”, de Pedro Beltrán; y todas las propuestas que presenten los grupos, cantantes y compositores de las nuevas generaciones. Pero el obstáculo siempre son (y seguirán siendo, si no se hace algo al respecto) los programadores de las emisoras, especialmente de la banda FM, quienes argumentan que tienen la plena libertad de programar lo que les venga en gana, puesto que sus estaciones radiales son empresas privadas con todo la autonomía que esa condición sugiere. Pero se les olvida que sus “empresas privadas” son posibles gracias al espectro electromagnético, que no es un bien particular sino del Estado. Por lo tanto, es público; y, por consiguiente, de todos nosotros.

Por el momento, el abogado Joaquín Torres Nieves afirma que se puede emprender una acción popular para que tanto el Distrito de Cartagena como la Gobernación de Bolívar financien, en los medios de comunicación, la promoción de la música raizal del Caribe colombiano, tal como se financian las propagandas que promocionan los diferentes programas de ambas instancias gubernamentales. Eso, sustentado en la normativa constitucional que dice: “Los organismos de radio y televisión destinarán no menos del 50% de su programación musical a la emisión de obras del repertorio nacional. El Ministerio de Comunicaciones y la Comisión Nacional de Televisión vigilarán el cumplimiento de esta disposición. El incumplimiento de estas normas será considerado como falta disciplinaria gravísima”.

Pero, escuchando la avalancha de reguetón, vallenato y champeta que las estaciones FM programan a diario, podría creerse a simple vista que sí cumplen con la norma, porque se trata de artistas colombianos. No obstante, si se escudriña con cuidado, esa no es más que otra forma de evadir la responsabilidad cultural que tienen, pues se trata de que programen todos las tendencias y vertientes de la música colombiana y no los pocos ritmos que convienen a los intereses comerciales de esas empresas radiodifusoras.


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