Por este libro corre el casco de una lancha deslizándose sobre el río, pero también la intimidación que produce una boxeadora mal encarada, aunque sensible ante ciertos recuerdos que prefiere esconder tras la primicia de sus bárbaros puños. Se llama Ana Pascal.
‘El dolor de volver’ es el segundo libro de crónicas del profesor y periodista barranquillero David Lara Ramos, un maestro al que no le gusta que le digan maestro, aunque posee la agudeza y la finura para escoger y enseñar la palabra precisa, el dato específico o el calificativo deslumbrante para iluminar la escena.
Por este libro corren los desplazados por la violencia armada del centro y sur del departamento de Bolívar, de los Montes de María o de cualquier otra parte del Caribe colombiano. Fluye, además, el arte pueblerino en forma de gaitas, tambores o artesanías de esas que parecen brotar de los dedos incansables de mujeres sentadas bajo la sombra de los patios amparados por árboles más antiguos, quizás, que la primera pisada humana.
Hay voces de escritores agazapados en las sombras de su propia magnitud. Un Héctor Rojas Herazo sencillo, pero profundo y aleccionante desde la armadura de la conversación. Un Ramón Illán Bacca ensimismado por las reminiscencias. Una Ángeles Mastretta desgarrada por añejas afecciones estomacales, pero alegre cuando retoma los pasajes que son el trasfondo de sus historias ya publicadas y conocidas en el continente.
El libro, además, tiene un peso inexcusable: los relatos y pareceres de los campesinos víctimas de una violencia que poco entienden, ni se explican por qué los arropó de manera injusta e inesperada. Todos forman una familia enrojecida por masacres y persecuciones que amortajaron los sueños y expandieron los entornos miserables de las zonas urbanas.
“Los niños y los más viejos son los que no han perdido la curiosidad –reza el texto ‘Santa Rosa del Sur’--. Los primeros, porque esa es su naturaleza; los segundos saben que esconderse y huir hizo parte de su pasado. Los demás se esconden detrás de los marcos de las puertas”.
En ‘El dolor de volver’, la crónica que titula el libro, Rafael Fuentes regresó a su tierra a buscar lo que fue su casa, antes de ser expulsado por los paramilitares:
“En la noche, compañero, prendía un mechón, me iba aparte, me agachaba y comenzaba a tocar el suelo con las manos. ¿Qué hacía? Buscando los cimientos de la vieja casa, y nada que los encontraba. Así me pasé tres noches seguidas, hasta que me tropecé con una piedra del cimiento, y ahí comencé a poner unas estacas. Sobre esos cimientos que encontré construimos esta nueva casa, que es un mocho de casa, como digo, porque no tiene las mismas comodidades, ni es tan amplia como la vieja, pero aquí podemos vivir ahora que hemos retornado”.
Escenas similares hay distribuidas en las 264 páginas, como para que se entienda que el alma de cada relato no es el hecho instantáneo con el que compiten los noticieros, sino el registro de lo que sucede después, de cómo van resucitando los pueblos y su gente en medio del rastrojo y de las enredaderas salvajes que se apoderan de lo que antes fueron modestas, pero coloridas viviendas de campo.
“En estos casos –apunta Lara--, uno debería aspirar a concebir un periodismo más lento, porque resulta que los retornos de los desplazados, de los que se atreven a volver, no suceden enseguida. Pasan meses y hasta años, para que una víctima decida regresar a reconstruir lo que fueron sus propiedades y sus estampas familiares. Otros, ni siquiera piensan en esa posibilidad. Tal es el horror de las malas evocaciones”.
En esos regresos y reconstrucciones también están las formas más primigenias, pero sublimes, del arte. Violencia y cultura llaman poderosamente la atención del cronista, dado que la mayoría de las veces las ráfagas del enemigo gratuito no logran apagar del todo el apego a la música, al canto desaforado, a la policromía de los tejidos, al talle de la madera y la arcilla...
“Desde luego, es doloroso saber que una cantadora de bullerengue decidió silenciar su voz para siempre cuando supo que le habían matado a su tamborero; y sobrecoge la palabra de un gaitero al que los ‘paras’ le prohibieron tocar su instrumento, para que los enemigos no tomaran la música como guía para lograr localizarlos. Pero entusiasma observar cómo renace un festival folclórico, cuyos organizadores habían sido asesinados en una masacre. El enaltecimiento de la música es como un homenaje a ellos, una forma de protegerlos del olvido”.
No siempre son personas las que protagonizan muertes desoladoras. También los animales resquebrajan corazones cuando parten hacia el infinito, después de tantos años de custodiar las casas, las fincas o simplemente acompañar las correrías de sus amos, tal como lo cuenta José Francisco, un amigo de Jesús María Sayas Silgado, el último gaitero negro de los Montes de María.
En el velorio del maestro Sayas, José Francisco se acordó del perro de Gregorio, vecino de la localidad de Pita ‘el Medio:
“Era bueno para coger venados (...), pero su gran habilidad era para detectar el lugar donde se escondían las culebras (...) esa misma habilidad lo llevó a la muerte. Vea, una tarde, luego de regresar de cacería, ese perro comenzó a ladrar. Después supimos el porqué... pero ya era demasiado tarde. Gregorio caminaba y el perro le ladraba como para morderlo. Y Gregorio, desesperado, cogió la escopeta creyendo que tenía mal de rabia y le pegó un tiro. Cayó muerto enseguidita. Pero cuando Gregorio se fue a sentar en un taburete, se dio cuenta que en el espaldar, allí enrollada, estaba una serpiente de las más venenosas de por aquí. Gregorio, cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se maldecía. Ya para qué. Vea, lo cargó, así como estaba llenito de sangre, y él mismo lo enterró en el patio de su casa, con los lagrimones que se les salían solitos de los ojos. Todavía es la hora que cuando uno pregunta por el perro de Gregorio la gente dice: ‘a ese perro lo mató la lealtad, porque hasta el final advirtió a su amo sobre los peligros del monte’”.
De esa misma forma, corren por este libro nombres de municipios, corregimientos y veredas, algunos famosos; otros, no tanto, pero todos tienen en común que Lara Ramos los caminó, los navegó o los trotó a lomo de bestia para avistar, palpar y respirar el aroma de la taruya rompiéndose al paso de la chalupa, mientras el graznido de las aves se riega entre playones azotados por la humedad despiadada que impunemente reina.
“En la universidad nos enseñan que un periodista serio siempre debe tomar distancia de la fuente. Eso será en algunos casos. Pero cuando se trata de este tipo de historias, uno debería involucrarse de tal forma con las víctimas que termine logrando una información humanamente veraz, que conmueva al lector. No es desde lejos como pueden interiorizarse el lamento de una gaita, aspirarse el olor que el rastrojo despide cuando el desplazado regresa a rescatar su rancho aprisionado en el monte”, dice Lara, dando paso a una de tantas declaraciones esbozadas por los lugareños que fueron su material de trabajo cuando estas historias no sospechaban que serían libro.
“Uno de ellos me dijo: ‘vea, si a nosotros nos dieran mil pesos por cada foto que nos tomen, estos pueblos serían muy grandes’”.
Parece un reproche inocente. Aún así, el profesor considera que sus alumnos atesorarían mejores conocimientos si no tuvieran inconvenientes en embarcarse en un campero, una canoa, un burro, una bicicleta o sobre sus propios pies, para descubrir las hermosas realidades a las cuales la gran prensa comúnmente no tiene acceso. Cosas que no se pueden saber desde un teléfono móvil, por más alta gama que tenga.