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“Debajo del puente,
en el río,
hay un mundo
de gente...”
(Pedro Guerra)
Casi toda la Cartagena pobre tiene más de 17 años de estar sentándose en los banquillos y las mesas que se fabrican debajo del puente de Bazurto. “La Loma”, le dicen los cartageneros.
Pocos saben que esa carretera por donde cruzan las diferentes rutas de la zona suroccidental, los camiones de carga larga y pesada, los carros colectivos, los descargadores del mercado y los taxis que se camuflan de mala manera para entrar a los moteles que circundan el lugar, se llama la 34.
Rodeada por los barrios Alcibia, El Prado y La Esperanza, la 34 es una lengüeta de pavimento que suele convertirse en plomo derretido bajo el castigo de todos los soles que aparecen en el cielo a medida que avanza el día.
Su única parte fresca es precisamente la ubicada bajo el puente. Allí, entre el agua podrida que se escapa de alguna alcantarilla desvergonzada, entre la basura, el ruido de los automotores, los amantes clandestinos que cruzan a pie o en taxi, los rateros y las prostitutas, están los constructores de mesas y banquillos.
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Mesas y banquitos comunes, rústicos, baratos que cualquiera identifica en las fondas y en las cantinas del mercado; o en las cocinas y los patios de los hogares pobres y no tan pobres, pero sin plata de todas maneras, a todo lo largo y ancho de los extramuros de Cartagena.
Son ocho —o de pronto más— los artesanos que se reúnen todos los días en el mismo costado de las entrañas del puente, desde las 6 de la mañana hasta las 6 de la tarde, provenientes de barrios como El Pozón, El Líbano, Zaragocilla y Olaya Herrera, entre otros.
Se llaman Simón Pájaro, Humberto Cuadrado, Cristóbal Julio, Jaime Martínez y otros nombres comunes que a veces vienen y a veces no, pero todos tienen las manos acostumbradas a recortar las tablas en ocho y nueve tiras de 70 u 80 centímetros de largo, por diez de ancho, para convertirlas luego en mesas rectangulares que podrían saber de antemano para qué fueron concebidas. Las de base redonda sólo necesitan dos tablas talladas en arcos que después se unen como un par de medias lunas y producen una mesa de patas largas que asemejan una cigüeña vegetal.
Tienen edades que saltan de 16 a 60 años y sus oídos son sordos ante el estrépito de los carros que cruzan de un lado a otro y una que otra vez se estrellan contra las paredes del puente. Tampoco sus ojos registran, de tanto verlos, los murales que cargan el nombre de algún político malhadado, la filosofía gnóstica, un grafitti de protesta y dos o tres frases puercas escritas con carbón. Todo es rutina, a estas alturas, para ellos.
Tienen casi veinte años de estar transformando los bosques en banquillos cantineros y conversadores, pero anteriormente trabajaban en sus respectivas casas y salían a las calles, a los diferentes barrios a vender su mercancía semi pulida, a dejarla a crédito para hacerle competencia a los cachacos cacharreros, pero se cansaron rápido.
Con el nacimiento del puente, se les ocurrió estacionarse en una sola parte, pero primero debieron espantar a los jóvenes ladrones y drogadictos de las zonas aledañas, para entonces sí, instalar su taller-almacén bajo la sombra generosa del concreto.
A pesar de estar ocupando el espacio público sin permisos de ninguna naturaleza, dice Humberto Cuadrado que “los policías no nos molestan, porque saben que quienes tienen este sitio limpio de ‘malandros’ somos nosotros. Por eso, ustedes casi no ven una radiopatrulla por aquí. Por eso, esto también está limpio, porque nosotros no dejamos que echen basuras”.
Cristóbal Julio recorta pedazos de tabla que luego pule con una lija y pega, en cuestión de segundos, sobre cuatro barras de madera, también pulidas, que de pronto se convierten en banquillos, altos o bajos, con bases redondas o cuadradas, dispuestos a recibir nalgas de todos los tamaños, colores, pesos y texturas. “Esos cuestan cinco mil pesos —dice—, pero a veces los dejamos hasta en tres mil”.
Les toca hacer rebajas. Siempre ha sido así. Pero más ahora, pues la crisis económica también los ha tocado y hay días en que no se vende nada.
Hubo momentos gloriosos en que todos los días se vendían hasta diez mesas con sus respectivos banquitos, pero la competencia surgió vestida de plástico. “Las sillas ‘Rimax’ nos están haciendo la pelea, y tiran a ganar —dice Simón, recordando una marca popular entre los artículos sintéticos—, pero todavía hay gente pobre que puede comprarnos. Los dueños de cantinas y fondas son quienes han cambiado la madera por el plástico”.
Dice Jaime Martínez que para trabajar se necesita comprar madera barata en los aserríos, clavos, lijas y herramientas. Todo eso representa una inversión que oscila entre los veinte y los treinta mil pesos diarios, para alcanzar un sueldo mensual que no pasa de los 200 mil pesos. “Pero hay que estar pilas, porque a veces nos roban las herramientas. Aquí llega mucha gente a vernos trabajar y uno no puede decirle que se vaya, simplemente porque no compre. A veces hasta nos encargan trabajos y nunca regresan por ellos. No dejan plata adelantada, porque creen que les vamos a robar”.
El más joven de todos tiene 16 años. Aún no tiene hijos y no había nacido cuando los mayores decidieron apoderarse de una de las patas del puente para ganarse la vida.
Los demás, todos engendraron un promedio de tres a cinco hijos que en esta ocasión pasaron las navidades más precarias de su vida, de por sí llena de precariedades. “Este año nadie estrenó”, dice Humberto.
Simón fabricó varias camitas de juguete, las pulió y las pintó con todo el amor de su corazón sexagenario, como si fuera a regalárselas a sus nietos o bisnietos, pero nadie se las compró; y, al final, terminó obsequiándolas entre los hijos de sus hijos.
“La cosa está maluca, porque nadie tiene plata —dice Simón, mientras le hace caso a un posible cliente que pita y pita metido en un destartalado carro Renault 4–. Yo, como ya casi no puedo trabajar, empeño cosas para comprarle mesas y banquillos a estos muchachos y las revendo, pero eso tampoco es que ayude mucho.”
De vez en cuando les asalta la idea de organizar una micro empresa, pero el tiempo, dicen ellos, no los deja embarcarse en una tarea de ese tamaño. “Aquí —dice Humberto— un día que se pierda hace falta, porque es una mesa que se deja de hacer y una plata que se deja de ganar. Eso de las micro empresas requiere tiempo, porque es un papeleo bien largo, según me han dicho”.
A bordo de los buses que pasan repletos de pasajeros, desde ambos sentidos de la 34, se ve, en las horas de la mañana, cómo los carpinteros organizan sus maderas sobre las paredes del puente; barren el piso, sacan sus herramientas, y empiezan, metidos en sus pantalones cortos y sus suéteres raídos, un movimiento de maquinarias humanas, un ruido de martillos que se pierde entre las trompetas de carros y camiones, motores roncos y mal olientes por el humo, que no perciben el nacimiento de las mesas que se van ubicando en la acera como si una manada de cuadrúpedos extraños caminara en fila india hacia ninguna parte.
En la tarde se proveen de bolsas plásticas, empacan las virutas, barren el fino aserrín, recogen las herramientas y vuelven a casa, mientras las prostitutas empiezan su recorrido entre la cama y la calle, aprovechando la ausencia del sol.
Enero de 2000