Desalojos: la tarea de Mendivil


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En sus más de diez años como agente de la Policía Nacional, Everardo Mendivil Acosta, ha participado en un sinnúmero de desalojos de terrenos invadidos en diferentes partes de Cartagena.
El más reciente fue en cercanías del barrio La Sierrita, unos terrenos que hace seis años el Gobierno Distrital ordenó desocupar, debido a la contaminación amenazante de unos recipientes de fungicidas, que una empresa algodonera había sepultado en dicho territorio.
Mendivil no sabe a ciencia cierta la razón por la cual lo enviaron, en varias ocasiones, y desde las 4:00 de la madrugada, a desalojar a más de 700 personas; sólo sabe que desde esa hora debía colocarse su uniforme antimotines, a fin de cumplir la diligencia lo más rápido posible.
Mendivil Acosta Everardo del Cristo, tal como lo llaman en la Estación Cien del barrio Manga, y como él mismo acostumbra a presentarse, no tiene inconvenientes en internarse en cualquier terreno invadido por personas que identifica como “avivatas”, “porque no necesitan de esas tierras”; ni se conduele, a estas alturas, de los cuadros de miseria que muestran esos invasores, ni le tiembla el pulso para dar empujones o repartir bolillazos cuando le toca, porque para eso le ordenan colaborar en los desalojos.
Sin embargo, eso no le impide acordarse de las veces en que sus padres (la madre fallecida) y sus hermanos trataron de apropiarse, junto a otros grupos de familias, de varios terrenos baldíos de esta ciudad, hasta que al fin se asentaron en lo que ahora son los barrios San Fernando y San José de los Campanos.
“Esos eran otros tiempos: —dice él— la gente era menos deshonesta. Y, en verdad, se necesitaba de la vivienda. Por eso el Gobierno terminaba colaborando con uno y legalizaba, sin ningún problema, los predios que se tomaran. La casa donde yo crecí, la conseguimos de esa forma. Pero después, mi mamá tuvo que irse para Venezuela a conseguir plata para terminar de levantarla”.
La primera vez que participó en un desalojo fue más allá del barrio Albornoz, exactamente en unos sectores que ahora llaman Puerta de Hierro y Membrillal. No solamente le tembló el pulso, también el corazón, cuando identificó en los niños, sucios y barrigones, las épocas en que él y sus hermanos se asustaban con los camiones llenos de uniformados en la oscuridad de la madrugada.
“A mí me daba vaina ver a las mujeres corriendo y llorando, pero también insultándonos; y los hombres guapeando, pero nada podíamos hacer porque las órdenes eran sacarlos de allí. Me acuerdo que una vez conversé con una muchacha que tenía cuatro pelaos maluquitos, y me contó que había venido de los lados de Zambrano (centro de Bolívar) creyendo que la familia la recibiría, y no fue así. Por eso, les hizo caso a unos vecinos y se metió a invadir terrenos. Yo me hice el loco y ni siquiera la toqué. Pero después vi cómo una catapila tumbaba la choza que la muchacha había hecho para demarcar 'su predio'. No me tocó ir más, pero supe que después el Gobierno los dejó quedarse ahí. Un tiempo después me mandaron a otro desalojo, en lo que ahora es Pablo Sexto Segundo, y ahí la encontré con otros tipos que había visto en Puerta de Hierro. A esos les dicen invasores profesionales. La vieja, cuando me vio, se echó a reír.”
Con el tiempo, y de tanto identificar a las mismas personas en diferentes terrenos de invasión, Mendivil aprendió a desconfiar de ellos y a cerrar sus oídos cuando trataban de meterle discursos sobre la injusticia social o sobre el derecho a la vivienda. Todavía más, cuando recuerda que, en el sector El Papayal, una turba robusta por poco mata a varios de sus compañeros, cuando intentaron desalojar los terrenos.
“Esa vez la gente estaba rebelde. A mí por poco me rompen la cara con una piedra. Yo, acostumbrado a estar en esos tumultos, me quité el casco protector, mientras los abogados arreglaban lo del desalojo, porque hacía tremenda calor. Cuando ordenaron sacar a todo el mundo, traté de ponerme el casco y sentí una piedra que venía con fuerza, porque me dejó doliendo el hombro. Ahí mismo me lancé contra le gente, mujeres y hombres, y no comí de cuento. Apresamos a más de veinte, porque se pusieron pesados. Tanto, que soltamos bombas de gas lacrimógeno por todas partes, y no más se veían los niñitos entre el humo, llorando, y los papás echándoles agua en la cara. Una señora le cayó por la espalda a un compañero y le daba con un listón de esos de cama de tijera, y a mí no me tocó más que empujarla con fuerza hasta que la tumbé. Creo que se golpeó la cabeza, pero hubo que montarla en el camión. Ahí volví a ver dos tipos, que no es que sean invasores profesionales, sino que les gusta estar en el desorden, les gusta agitar a la gente para que peleen con los policías. Me dio rabia cuando los vi y primero les ordené detenerse, pero salieron corriendo. Les avisé a dos compañeros y salimos detrás de ellos, pero son vivos, están entrenados para armar el polvorín y perderse”.
En cierto modo, a Mendivil no es que le guste asistir a los desalojos, pero no tiene forma de negarse. Por lo contrario, cuando sabe que en cualquier momento podría salir seleccionado para una diligencia como esa, desde las horas de la noche alista su uniforme, procura no comer más de la cuenta y se acuesta temprano.
“Lo malo de esos desalojos es que se demoran mucho. Yo no sé en qué consiste eso, pero siempre que me ha tocado asistir a esas vainas, hace un sol berraco, los abogados se demoran hablando paja y muchas veces aplazan la diligencia para otro día. Todavía no recuerdo un desalojo que se haya hecho con rapidez”.
Pero no sólo son policías, también los miembros de las Fuerzas Armadas prestan sus brazos para desalojar a invasores, aunque la tarea es la misma: controlar el paso de las personas ajenas a la diligencia y mantener a raya a los periodistas para que no hagan lo que no les toca.
“Eso a veces se vuelve como una fiesta —dice Mendivil—; cuando se demora el desalojo, empiezan a llegar el vendedor de raspao, el de agua, el de las paletas, hasta cerveza se ponen a tomar ahí, porque a la larga esa vaina es como un espectáculo: la gente peleando con los policías; y las catapilas, tumbando chozas por todas partes”.
Desde que está participando en desalojos, el agente Mendivil siente que en los últimos años esas diligencias se han incrementado con los desplazados por la violencia, personas que le inspiran un poco de lástima, pero que al mismo tiempo no deja de mirar con algo de desconfianza.
“Muchos de esos desplazados, sí es verdad que no tienen ni en dónde caerse muertos —dice—; y conozco varios, pero también es cierto que algunos ‘avivatos’ de aquí de Cartagena los aprovechan para que invadan terrenos y metan presión con el cuento de que son desplazados y que no tienen dónde vivir. Yo conozco a un vivo de esos, porque estudió conmigo en segundo de bachillerato. Se llama Esteban Contreras. En muchos desalojos lo he visto y, cuando me ve por la calle, se hace el loco. Me han dicho que ya tiene varias casas y que gana mucha plata con ese negocio. ¿Sabes qué?, eso de los desplazados también está dando mucho delincuente aquí en Cartagena, porque tú sabes que el hambre es mala consejera”.
Falta poco tiempo para que el agente Mendivil Acosta reciba el dinero que ahorró en la Policía Nacional durante sus años de servicio, cifra con la cual piensa mudarse de barrio y abrir un negocio con el que pueda pagar los estudios de sus hijos menores.
Mientras tanto, está pagando un préstamo que le otorgaron para terminar de remodelar una casa que levantó con su trabajo y el de su esposa, en el barrio El Milagro, un sector que nació como invasión, aunque los Mendivil llegaron a él cuando ya todo se había reglamentado.
Febrero de 1999


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