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“Al perro más flaco se le pegan las pulgas”
Sancho Panza
A las 12 del mediodía, cuando el sol atiza sus fogones con rigor, Pereira conduce lento desde el Muelle de los Pegasos, tratando de recoger el máximo número de pasajeros que no pudo desde comienzos del día. Antes de que llegue a la calle Media Luna, casi todos los cojines de la buseta estarán llenos, y el sparring seguirá recibiendo billetes y monedas de pasajeros que le ponen su paga en la mano sin ni siquiera mirarlo. Pero a veces tiene que pararse a cobrarle a aquellos que entran por la puerta trasera y se instalan en los últimos puestos con la intención de pagar menos o de no pagar. Mientras el calor acosa, y los policías del tránsito amenazan con sus libretas, dos vendedores se embarcan a ofrecer dulces y lápices de colores. No pagan, pero viajan hasta el Reloj Solar, en donde a Pereira lo espera el segundo trancón del trayecto. Los tentáculos del sol entran por todas las ventanillas. El humo del mofle también. Un pasajero acerca sus labios muy cerca de la oreja derecha de Pereira: “Mi hermanito —dice— llévame por 400 pesos, que no tengo más”. Pereira asiente con un movimiento de cabeza y el hombre camina hacia la mitad de la buseta, que ya no aguanta un pasajero más. El calor espolea con sus latigazos de candela. El semáforo cambia de color y un enjambre de mototaxistas le cierra el paso a la buseta. Pereira grita, a través de su ventanilla, unos cuantos carajazos que se pierden con el ruido de los motores. Un grupo de colegiales se embarca a zarpazos con la buseta en marcha. Algunos pagan completo. Otros no pagan. Y Pereira se acuerda del hombre de los 400 pesos. “El pasaje ha subido como cuatro veces y la gente sigue pagando lo que le da la gana”, dice. El sparring lo apoya con un grito que empuja a los pasajeros hacia el poco espacio que va quedando al fondo de la buseta. El tercer trancón aparece en el monumento a Los Leones. Una mujer harapienta, con un niño en brazos, pide permiso para hablarle a los pasajeros de su desgracia. Nadie le da limosnas, pero se queda en la buseta hasta que le dejan cerca del mercado de Bazurto. Mientras ella se baja, un pasajero reclama a voz en cuello: “!Hey!. Me diste el vuelto incompleto. ¿Por qué me vas a robar tan temprano?” Chofer y ayudante comentan en tono suave: “Cuando van a pagar incompleto hablan bajito”. La buseta se introduce en el infierno del mercado y dura veinte minutos en emerger hacia la otra orilla. Otro policía acosa con el pito. Los pasajeros exigen velocidad cuando Pereira se está secando el sudor de la cara con un trapo de colores. Al inicio del puente de Bazurto, tres tipos se suben y no pagan, pero amenazan con armas de fuego. La gente se despoja de sus pertenencias. Pereira también entrega lo que tiene; y los forajidos, en su retirada, parecen fundirse con el pavimento hirviente. Frente a la plaza de toros, el regulador perfora la cartulina de Pereira por haber llegado tarde. El chofer, lleno de una ira que no consigue descargar en otra cosa, maneja más lento que de costumbre y sin importarle las protestas de los pasajeros. Pero, cuando intenta cruzar el semáforo del parque La Virgencita de Blas de Lezo, un ruido le indica que a la buseta se le rompió una pieza. “Nos varamos”, dice Pereira estrellando la mano contra el timón. A los pocos minutos exigen la devolución de los pasajes. Los colegiales lanzan bromas hirientes. Se forma un trancón descomunal con la buseta en medio de la vía. La gente se baja. Pereira y el sparring responden a las ofensas con todos sus pulmones y sus malas palabras, mientras el sol sigue castigando al mundo desde su trono de hierro...
Al caído, cáiganle...
Eduardo Pereira Hernández acaba de cumplir 27 años de ser conductor de vehículos del servicio público en Cartagena. Y esa misma cantidad de tiempo es la que lleva escuchando los más enconados improperios en contra de los choferes.
Pereira, de 52 años, asiduo lector de periódicos, radioescucha y conversador de todos los temas, desde hace tiempo tiene claro que muchas de las discusiones que se han suscitado en Cartagena, en cuanto a la problemática del transporte urbano, se han hecho desde diversos puntos de vista, menos desde el chofer.
Desde el más anónimo de los usuarios, pasando por el más modesto de los dueños de busetas, prosiguiendo con las empresas transportadoras y las cooperativas y terminando en las autoridades del tránsito, todos, en repetidos momentos, han tenido la oportunidad de exponer sus pareceres a través de los medios masivos de comunicación; y siempre coinciden en señalar al chofer como el culpable de muchos de los desmanes que ocurren a diario en las vías de Cartagena.
Según Pereira, los malos comentarios han recrudecido en los últimos meses, debido al entusiasmo de los usuarios por la proximidad del nuevo sistema de transporte masivo llamado “Transcaribe”, por el cual algunos cartageneros han empezado a soñar con un transporte sin choferes lenguaraces y atarbanes, sin buses destartalados, sin viajes de 45 minutos —y hasta de una hora—, sin trasbordos arbitrarios en medio de la vía, sin apretujamientos y sin carreras locas entre un bus y otro por ganarle a la guerra del centavo.
Aunque defiende a capa y espada la condición de víctima que, para él, envuelve a los choferes, también acepta que gran parte de las anomalías que exponen los usuarios son reales, pero advierte que muchas de ellas tienen su origen en una cadena de corrupción de la cual el único eslabón visible es el conductor.
“La cadena empieza en los alcaldes —me dice—, porque hasta el momento ninguno le ha puesto mano dura al asunto como para organizar el transporte urbano por encima de la cabeza de quien sea; después siguen los directores del tránsito, porque ninguno ha puesto en su sitio a los dueños de las empresas transportadoras; después vienen las empresas con sus normas injustas y sus reguladores, a veces, intolerantes; y el último es el chofer, que soborna policías y viola reglas para sobrevivir en este desorden. Pero él es el único que recibe todas las críticas”.
Pereira es actualmente el conductor de una de las busetas que cubren la ruta Blas de Lezo-Avenida, las cuales tienen su terminal (o turno, según la jerga de los choferes) en un solar de nadie que queda a un lado de la carretera que sube hacia el barrio El Nazareno.
Desde que hicimos el primer contacto para una entrevista, a Pereira se le ocurrió que mucho mejor que sentarse a contarme cosas, era que lo acompañara en uno de sus recorridos desde el turno hacia el centro de la ciudad y viceversa, para que viera de cerca las tripas del gran animal del transporte urbano en Cartagena.
No obstante, programamos varios encuentros en los que me contó detalles de su trabajo y el de sus compañeros, iniciando por su nivel académico, de acuerdo con el cual en el medio priman trabajadores con escasos años de educación elemental, luego sigue un número más pequeño con varios años de bachillerato o con los seis grados completos; y, por último, se encuentra una cantidad reducida —pero interesante— de profesionales en Administración de empresas, Mecánica dental, Trabajo Social, Odontología, Derecho, Enfermería, Ingeniería de alimentos y Fisioterapia, entre otros.
“Eso podría explicar un poco el comportamiento de algunos choferes cuando tienen que formalizar una discusión con policías de tránsito, con choferes de otras rutas o con los de la propia. El caso es que quien llega al gremio con algunos modales, tarde que temprano se olvida de ellos para que no lo descuarticen los compañeros a punta de insultos de alto calibre”, me explicó Pereira y remató enumerándome una lista de palabras que hacen parte de la jerga diaria que utilizan tanto choferes como reguladores, sparrings (jóvenes ayudantes del chofer), aseadores de buses y busetas y funcionarios de las empresas transportadoras.
Los términos son: toro, parte, carro, vuelta, sandwich, charquito, esquirlado, exprimir, cultivar, túnel, paraguas, degüello, emplaque, galón, pepa, pringacara, a la lata, chúrria, árnica, sinná, intervalo, zapatear, pisar el hierro, estar golpeado, ratonear, tirar timón o cabrilla, a punta de espejo y prender a babucha.
¿Y las ganancias?
Actualmente, un conductor de busetas debe entregar, a final del día, una tarifa de 160 mil pesos al propietario del vehículo. Después de sacar esa cantidad del producido de la jornada, lo que le quede en los bolsillos será su paga por las más de ocho horas que permaneció tirando timón.
Pero antes de recoger la tarifa diaria, el conductor también debe pensar en los 36 mil pesos que tiene que pagar en la empresa transportadora para que le entreguen la cartulina con la que el regulador lo controlará en el día de labores.
Esos 36 mil pesos son el pago diario de los aportes al seguro social del conductor, prestaciones sociales, gastos parafiscales, seguro del vehículo, el fondo de reposición, gastos de operación de rutas y gastos de administración.
“A eso, agrégale 65 mil pesos para la compra del A.C.P.M., que es el más económico para nosotros; también hay que pensar en la paga del sparring, que está entre 12 y 15 mil pesos diarios; en los diez mil pesos de los desayunos y almuerzos de ambos, en los 5 mil pesos del aseo del carro, en la colaboración para los choferes que no están manejando, pero que te ayudan de una u otra forma; y lo más duro es aceptar a usuarios que no pagan el pasaje completo o simplemente no pagan; y las ‘visitas’ de los atracadores. Al final de la jornada, es posible que el chofer reúna la plata del patrón, pero la de él —que está entre 20 o 25 mil pesos— puede que quede en veremos”.
Si los 20 o 25 mil pesos que el conductor aspira a ganarse diariamente fueran fijos y libres de cualquier gasto durante el día, su sueldo estaría casi completando los dos salarios mínimos actuales. Pero el común denominador es lo incierto de la ganancia. Por eso, la leyenda negra del despilfarro, la vida licenciosa y, otros aditamentos que suelen colgarle a quien maneja un bus, han quedado en el simple mito, según me cuenta Pereira.
“Hace unos treinta años era posible que un conductor de buses se diera el ‘lujo’ de ser mujeriego y hasta de tener varios hogares, pero el chofer de estos tiempos es un poco más ‘consciente’ (las comillas son de Pereira) y maneja su vida de otra forma. Siempre vive en alquileres baratos, cuando no está arrimado en casa de familiares; y su número de hijos no pasa de dos”.
La jerga
Muy pocas veces (casi nunca) los conductores se refieren a su vehículo como “el bus” o “la buseta” sino como “el carro”.
A las 5:30 de la mañana de un jueves nos encontramos nuevamente en la avenida Kennedy del barrio Blas de Lezo, desde donde salimos caminando hacia el sector El Reposo, a unos 15 minutos (a pie) del turno de El Nazareno. Allí encontramos una reunión de busetas y choferes que estaban apostados desde las 3:00 de la madrugada, aunque no es ese el turno oficial de la ruta Blas de Lezo-Avenida.
Pereira me explica que en este sitio acostumbran a parquearse algunos conductores, quienes intentan hacer rendir sus ganancias, por lo que tratan de adelantársele a los despachos autorizados, “tirando un toro”.
“Un toro es un despacho no autorizado, que casi todos los choferes practican diariamente para hacer rendir las ganancias. Los despachos legales empiezan a las 6:00 de la mañana. Entonces, si tú quieres tirar un toro, tienes que llegar a El Reposo a las 3:00 de la madrugada, esperar tu turno (porque allí también hay turnos, aunque sea ilegal) y salir. Si te da tiempo, lo tiras; si no, te toca irte para El Nazareno —el turno legal— a esperar el despacho que te asignaron ese día. Los despachos legales empiezan a las 6:00 de la mañana. La primera buseta tiene un espacio de 15 minutos para llegar al primer reloj regulador, que está frente a la clínica Blas de Lezo. Así que si te sale el toro para las 5:00 de la mañana, tienes que pasar por el primer reloj a las 6:10, porque si pasas a las 6:15, estás violando el tiempo del primer despacho legal y te pueden sancionar con ocho días de suspensión. Muchas veces, algunos conductores tiran el toro cuando están suspendidos o de descanso. Allí también cabe la sanción, pero solo se la aplican al chofer, cuando debería ser también para el propietario de la buseta, ya que el conductor saca el vehículo con la autorización del patrón.”
***
A las 5:45 de la mañana llegamos al turno de la subida hacia el barrio El Nazareno. Unas quince busetas y varios buses ejecutivos intermedios ocupan gran parte del espacio cubierto de una tierra amarilla y fina, sobre la cual se levantan varios kioscos en donde se venden comidas y se reúnen los reguladores con los choferes a discutir el orden del día. Con el tiempo, las mujeres que preparan la comida de los choferes se han vuelto sordas ante las palabrejas de mal gusto.
En el pretil de una de las casas que hacen frente con la terminal de las busetas, está sentado el regulador, un tipo de unos 30 años de edad, vestido con suéter amarillo y overol, que parece ser el uniforme de la empresa a la cual pertenece, a juzgar por el logo que lleva impreso en la parte superior derecha del suéter.
En ese mismo pretil se reúnen también siete conductores que integran una junta legal que vela por los derechos y las inquietudes del conductor, pero también se dedica a vigilar el trabajo de los reguladores. A Pereira parece interesarle mucho más este último aspecto.
“A los reguladores del turno los nombra la empresa. Ellos deben llegar a las 6:00 de la mañana. Pero si pertenecieran a una cooperativa, debían llegar antes de las 6:00. Por lo general, trabajan de 6:00 de la mañana a 8:00 de la noche por el sueldo mínimo establecido por el Gobierno, pero los conductores les abultan las ganancias a punta de ‘regalos’ que oscilan entre los mil y dos mil pesos”.
Antes de que comiencen los despachos, cada chofer tiene en sus manos una copia del emplaque que organiza la empresa transportadora los miércoles, a puerta cerrada y ante un supervisor, para evitar irregularidades. Se trata de una lista en donde aparecen los despachos organizados por el número de la placa de cada vehículo, pero nunca en orden numérico sino por sorteos, aunque las primeras placas de cada día se ponen al azar. Las restantes se ordenan de acuerdo con unas fichas numeradas que se van sacando de una bolsa.
Otro elemento que debe estar en las manos del chofer, desde tempranas horas del día, es la cartulina o planilla de despacho, que es el control de los viajes que hacen las busetas desde los turnos hasta el centro de la ciudad y viceversa. En la cartulina aparecen el nombre del conductor, su número de orden de emplaque, el tipo de vehículo, su número de placa, el número de la ruta, además de que están especificados los ocho viajes o vueltas que hará en el día, con sus respectivas horas de salida y de llegada a cada uno de los tres relojes que encontrará en el camino.
Al turno no sólo llegan temprano los conductores de las busetas que trabajarán en el día. También se reúnen aquellos choferes que, por una u otra razón, no están laborando y se dedican a ayudar a los compañeros.
“Cuando un chofer queda sin buseta —anota Pereira—, se dice que está golpeado. Y mientras permanezca golpeado se ocupa de ir a la empresa, recoger el emplaque, sacarle copias y repartirlas entre los conductores para que sepan cuál es el número de su turno. Por esa diligencia, y por otras que pueden presentarse en el día, los compañeros le dan al golpeado un árnica (remedio para los golpes) de 500 o mil pesos. De esa forma, el chofer sin buseta puede hacerse hasta diez mil pesos diarios.”
***
En cuanto a los despachos en el turno, debe haber un intervalo de dos minutos entre una buseta y otra. Pero es posible, según Pereira, que a algunos conductores les parezca insuficiente. Por esa razón le extienden un “regalo” al regulador para que les amplíe el tiempo en tres o más minutos, con el fin de encontrar más pasajeros reunidos en las aceras.
La buseta salió a las 6 de la mañana. Pereira me dice que, a partir de ese momento, tiene un espacio de 15 minutos para llegar al primer reloj, pero que le dan un minuto de oportunidad, por si tiene algún inconveniente en la vía. Ese minuto de regalo se conoce como paragua.
No obstante, es posible que se presenten muchos inconvenientes que retrasen la marcha de la buseta, y es allí cuando el conductor maneja a la lata, un término generalizado en toda la ciudad como adverbio de cantidad, pero que en realidad nació de la cotidianidad de los choferes, pues cuando uno de ellos conduce a toda velocidad, está pisando el acelerador de tal forma que alcanza a hacer contacto con la lata del bus.
Cuando la buseta llega al reloj, el conductor debe entregar la cartulina al regulador, quien la sellará con la hora de llegada. Si el chofer llega atrasado, el regulador perforará la tarjeta con el lapicero para indicar a los demás reguladores (especialmente al del turno) que ese chofer está sancionado y que no debe salir en la próxima vuelta. En ese caso se dice que el regulador, sirviéndose del lapicero, hizo un degüello o dio lápiz.
“Claro —dice Pereira— el conductor, si no está demasiado atrasado, puede resolver el inconveniente enviándole un sandwich al regulador, que es un billete de dos mil o cinco mil pesos envuelto en la cartulina. El sparring se lanza de la buseta desde unas cuadras antes y entrega el ‘regalo’ para que cuando la buseta llegue al reloj no haya mayores inconvenientes”.
Después de pasar el reloj —e independientemente de que haya recibido un degüello o no— el conductor empieza a cultivar, a conducir lento para recuperar los pasajeros que no recogió cuando viajaba a la lata desde el turno hacia el primer reloj. Y es aquí en donde se da lo que los pasajeros califican rabiosamente como ratoneo.
“Pero —anota Pereira—, es posible que ese ratoneo tenga sus inconvenientes, porque nunca se sabe si el conductor que va adelante es un “malaclase” de esos que se la pasan exprimiendo (manejando lento) por toda la vía para quitarle los pasajeros a las busetas que vienen detrás. Y de paso hacen que los demás conductores se atrasen; y es cuando los atrasados se ven obligados a hacer un túnel”.
Un chofer hace un túnel cuando está caído (muy atrasado); y ese túnel no es otra cosa que tomar una vía alterna para evadir el reloj. Cuando se presenta esa evasión, al regulador no le queda otra opción que hacer un parte en las cartulinas de los demás conductores, mediante las cuales identifica al infractor para que sea sancionado y no salga del turno en la próxima vuelta.
Por miedo a las sanciones, o por no decidirse a entrar en el juego de la emisión de “regalos”, algunos conductores intentan desafiar a ese compañero “malaclase” que viaja exprimiendo para quedarse con todos los pasajeros que encuentra en la vía. Y es aquí cuando se presentan las competencias entre un bus y otro, por el tiempo y por las monedas, pero es al chofer de atrás a quien siempre le preguntan que si viene con chúrria (diarrea), a juzgar por el desespero con que maneja.
“Mientras el de atrás viene con chúrria —agrega Pereira— el chofer de adelante lo vigila por el espejo retrovisor para impedirle que recoja pasajeros. A eso le llamamos traer a punta de espejo.”
En tiempos de invierno, y por ser Cartagena una de las ciudades del Caribe colombiano con más dificultades para la evacuación de las aguas lluvias, el tránsito vehicular suele volverse lento y hasta desordenado, haciendo difícil el trabajo de los reguladores y obligando a que las busetas trabajen sinná, es decir, sin tiempo.
Flores de metal
Los conductores de buses y busetas consideran al periodo de 6:00 a 8:00 de la mañana como uno de los mejores de la jornada, por tratarse de la llamada “hora pico”, en la que muchos usuarios salen de sus respectivos barrios hacia sus lugares de trabajo o estudio.
El regreso al turno no es tan productivo, y se hace cultivando a los pocos transeúntes que se asomen a la orilla de la avenida hasta llegar al estacionamiento. A las 7: 45, Pereira estaciona nuevamente en la improvisada terminal, pero en realidad se está preparando para una nueva salida a las 7:55.
Si por alguna razón Pereira hubiese sido sancionado, tendría entonces que perder esa vuelta, esperar el despacho de las 9:30 de la mañana y poner las esperanzas de recuperación en las 12:00 del mediodía y las 6:00 de la tarde, que son las siguientes “horas pico”.
Mientras que la buseta se pone en marcha, me cuenta que existen otros términos muy usados entre los conductores, como el charquito, para definir la pequeña cantidad de combustible con que se queda el carro cuando es llevado al garaje cada noche al final de la jornada. Por eso se dice que se guardó esquirlado, incompleto.
También me explica que los buses, según su condición física, están clasificados como Pepa (en alusión a la semilla del mango): el carro que está bonito por fuera y por dentro.
Galón (en alusión al galón de pintura. “Ese carro es pura pintura”, dicen los choferes): es el que está feo por fuera y por dentro.
Pepa-galón: el carro que está bonito por fuera y feo por dentro.
Y Pringacara: lo máximo de lo feo.
A propósito de la cantidad de pringacaras (carne de mala calidad) que circulan en las vías de Cartagena, Pereira me explica que existen varias razones:
“Una de ellas consiste en que a muchos conductores les importa poco cuidar el bus con que trabajan, para hacerle la maldad al patrón. Otras veces, es al patrón a quien le importa poco el estado de su propio bus y lo único que le interesa es que le paguen la tarifa diaria. Eso tampoco les interesa a las empresas, ni a las cooperativas, ni a los policías de tránsito.”
Sin embargo, los propietarios están obligados a hacerle, anualmente, una revisión técnico-mecánica a su vehículo para saber si el bus tiene las luces externas e internas en buen estado, lo mismo que los limpiabrisas, las llantas, la suspensión y la cojinería.
“Esa revisión la hacen los funcionarios del Datt en una serviteca pagada por el dueño del carro. La regla es que los propietarios de buses deben enviar sus vehículos a esa revisión, pero eso sólo lo cumplen los honestos. Los deshonestos tratan de sobornar al funcionario, que a veces se deja y a veces no. Cuando no se deja, le pone un plazo al vehículo para que lo revisen; y si eso no se cumple, viene la multa o la inmovilización.
“En la calle, se supone que los policías de tránsito deben estar pendientes de que cada carro tenga su calcomanía de revisado en el parabrisas, si es que el chofer no quiere que lo multen o lo inmovilicen, aunque eso casi nunca sucede por el asunto de los ‘regalos’”.
Pereira opina que en Cartagena existen muchas modalidades de transporte público para la cantidad de pasajeros que circulan por las calles.
“Lo que pasa es que la gente se engaña: cuando ven una buseta demasiado llena, creen que faltan buses, pero no se fijan que detrás de esa vienen otras vacías, porque las de adelante les vienen robando pasajeros. Además, están los taxis legales, los taxis colectivos, los camperos colectivos, los buses con aire acondicionado, los microbuses, las bicitaxis, los intermedios; y ahora las mototaxis, que son la tapa de la olla”.
La opinión de Pereira respecto a la operación del Transcaribe no es muy diferente de la que han esbozado en los últimos meses los miembros del gremio transportador de Cartagena.
“Ese Transcaribe traerá más perjuicios que beneficios para esta ciudad: los sparrings desaparecerán; los que se rebuscan en los turnos, también; los negocios de las avenidas se irán a la quiebra; las rutas alimentadoras serán un desorden. En fin, el Transcaribe puede que sea bueno para Cartagena, pero no en este momento, porque ahora mismo tenemos problemas más importantes que resolver. Eso es como si tú le compraras a tu mujer el equipo de sonido antes de comprarle la cama, la mesa y el escaparate”.
Marzo de 2005
*Nota: esta entrevista fue publicada en momentos en que apenas se estaba debatiendo en Cartagena la puesta en marcha del Sistema Integrado de Transporte Transcaribe.