Miguel Rodríguez, escultor.

El man del MAM


Al final del segundo piso del Museo de Arte Moderno de Cartagena habita un pedazo de la Ciénaga de la Virgen.

También podría creerse que allí se mueve algo de la bahía de Las Ánimas o algún fragmento del confuso mar de La Boquilla.

Todo eso está representado por pájaros y ramajes que integran la fauna marina, pero también la flora. Juntos —flora y fauna— se confabulan en un fragor ecológico que quiere llamar la atención sobre el deterioro del hábitat de los cartageneros.

Son las esculturas de Miguel Ángel Rodríguez, un cordobés nacido en San Antero y radicado en Cartagena desde 1978. Desde esa fecha, los pasos del escultor se han impreso por senderos como Olaya Herrera, El camino del medio, Amberes, San Fernando y San José de los Campanos.

Primero fue el mar. En San Antero también se asoman los pliegues del mar hasta los pies de los niños que corren por la playa tratando de imitar la huida de los patos buzos. En Cartagena, Rodríguez siempre sintió el mar de cerca, porque la mayoría de sus espacios laborales estuvieron, y siguen estando, en el Centro Histórico. Allí es imposible ignorar el murmullo del agua salada.

Por alguna casualidad (o causalidad) inexplicable, Rodríguez ahora es bachiller egresado del Instituto Cartagena del Mar. Lleva 14 años trabajando como portero del Museo de Arte Moderno, pero desde lejanas infancias está esculpiendo los trozos de madera que se encuentra en el camino.

“Cuando estaba pequeño —rememora— me gustaba coger troncos y pedazos de palo que encontraba por la calle o en los patios de las casas, para fabricar carros, trompos, muñecos y todo lo que se me ocurriera. Pero resulta que el que estaba mostrando dotes de artista era mi hermano Germán. Ahora es gran dibujante. Allá en San Antero lo admiran mucho”.

En alguna ocasión trabajó como ayudante de carpintería. Por eso conoce la manera de utilizar los tornos eléctricos y las herramientas que transforman los bosques en los cachivaches que se atiborran en las viviendas.

La inquietud por continuar la infancia que se quedó en San Antero, empezó a despertarse cuando artistas y visitantes del MAM le MAMamaban gallo con su nombre: “¿Te llamas Miguel Ángel?. Oye, tú eres un artista”.

Y él empezó a creerse el cuento. Y terminó de creérselo cuando nació Cielo Luz, su primera hija.

“No sé por qué, pero en ese instante pensé que tenía que hacer algo diferente a mi rutina de trabajo”.

Y ese algo fue una primera escultura llamada “A plena luz”: un águila pesquero sujetando un pez por la cola, mientras lanza un grito de victoria que penetra hasta en las fibras más secretas del museo.

Después vinieron “Corralito encantado”, “Despertad, Cartagena”, “Nuevo amanecer”, “Atardecer marino”, “Mirando el mangle seco” y “Nuevo amanecer”, que ahora conforman una exposición llamada “Aire, mar y tierra”, un enjambre de alcatraces, patos buzos, águilas pesqueras, gaviotas agonizantes y follajes contaminados como los que surcan penosamente las aguas muertas de Cartagena.

Es esta la segunda exposición. La primera fue en el Claustro de la Merced, después de que la gestora cultural Norma Uparela le hiciera caso y visitara su taller en San José de los Campanos. “Este trabajo —dijo la gestora— tiene que estar en la próxima exposición que yo organice”.

Eso fue a principios del año pasado. Con él estuvieron, entre otros, Gonzalo Zúñiga, Ruby Rumié, Alfredo Piñeres y el curador de arte, Camilo Calderón, quien le dio algunos consejos respecto al perfeccionamiento del trabajo. Pero cada visitante se asombraba no tanto con las obras, como con ver la cara del portero del MAM, haciendo poses de artista recién desempacado.

“Bueno, ¿y ese no es el man del MAM?”, decían los espectadores y luego pasaban a felicitarlo por su atrevimiento. Ahora las esculturas volaron hacia el Museo de Arte Moderno para conformar la exposición “Aire, mar y tierra”, con precios que oscilan entre los 800 mil pesos y el millón 200.

Rodríguez trabaja en la sala de su casa. Y podría decirse que hasta en la selección del material con que le da vida a la flora y la fauna marina, se encuentra inmerso un canto ecológico de protesta: la ceiba blanca es su materia prima.

“Ese árbol se está extinguiendo, porque la gente lo corta y lo desperdicia para ponerlo en los techos de las casas, hacer corrales o amarraderos de canoas. Siempre que me encuentro alguno por la calle lo pulo, lo tallo con el formón, lo embadurno de laca y de ahí sale otra vida que puede ser la de un pato o la de un alcatraz”.

Miguel Rodríguez cree que la palabra “protesta” significa “violencia”. Por eso prefiere usar el vocablo “clamor” para decir que su trabajo escultórico es un llamado en bajo tono para que la ciudad despierte y haga algo que detenga el escacharramiento del aire, de las aguas y del suelo. Pero sobre todo de las aguas, que es de donde salen sus criaturas volátiles y tristes.

No en vano una de sus obras se titula “Despertad, Cartagena”, tres alcatraces descansando sobre los pilotes podridos de un puerto abandonado en la ciénaga de las quintas. Al extremo del salón es sorprendente la imitación de un pato buzo entrando y saliendo del agua, con un pez infeccioso pendiéndole del pico.

El alma de la ciudad pobre se lamenta desde la madera.


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