El pescador de cadáveres


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El trayecto entre la morgue del Instituto de Medicina Legal y la zona del Hospital Universitario de Cartagena parece una ciénaga sobre la que cuatro personajes silenciosos y mal trajeados navegan tratando siempre de pescar algún cadáver.
Uno de ellos dice llamarse Nilson Díaz Monsalve, pero en ese sector del barrio Zaragocilla lo conocen como “El Manco”, no porque le haga falte un brazo o una mano (en cuyo caso el apodo sería el preciso), sino porque el común de la gente perteneciente al Caribe colombiano comete el equívoco de llamar de esa forma a quienes presentan defectos en alguna de sus extremidades inferiores.
Nilson —o El Manco, si se prefiere— nació en el corregimiento de Bayunca (a 20 minutos de Cartagena) con todas las partes de su cuerpo en buen estado, hasta que cumplió 17 años, aprendió a emborracharse y a buscar problemas. En uno de esos pleitos tropezó con un grupo de policías que le propinó un disparo en la pierna derecha, la cual tomó la figura de una escuadra, de esas que utilizan los estudiantes para dibujar figuras geométricas.
El Manco, al igual que los otros tres silenciosos “pescadores” de muertos que se pasean entre la morgue y las funerarias del sector, se gana la vida como “preparador de cadáveres”. Los vendedores de jugos que bordean la zona del Hospital Universitario, los farmacéuticos, los funcionarios de las salas de velación y, aun los mismos dolientes, prefieren llamarlos “goleros”.
Nilson replica que “ese apodo tampoco me cuadra, porque no es que yo ande pendiente de los muertos para comérmelos, o algo así. Lo que pasa es que los dolientes me buscan para que, además de prepararles sus difuntos, los oriente sobre las diligencias que deben hacer”.
Meses después de superada la herida que le inmovilizó la pierna para siempre, El Manco volvió a sus oficios de agricultor, pero al poco tiempo debió abandonarlos, precisamente porque la pierna doblada se le convertía en un estorbo difícil de sortear.
Desde Bayunca saltó hacia Maicao, en el departamento de la Guajira, en donde estaba radicado Carmelo, uno de sus hermanos, quien laboraba como preparador de cadáveres en la Funeraria Ripoll. Allí empezó como auxiliar del oficio, lo cual consistía en ayudar a bañar y a vestir a los muertos violentados; y en otros casos, a maquillar a las muertas y a colocarles el velo.
“En esa época —cuenta— no me le medía a preparar muertos, porque eso al principio como que daba algo de miedo. Y hasta un poquito de náuseas, pero creo que de tanto ver a mi hermano en esos trajines, todo se me hizo tan natural y tan fácil que un día simplemente me atreví... y ya.”
Pero ese día no ocurrió en Maicao. Sucedió en Cartagena. El Manco saltó nuevamente desde la Guajira a Bayunca y de Bayunca al barrio Zaragocilla, en donde aceptó administrar una venta de jugos naturales para los usuarios del Hospital Universitario y de las funerarias que le hacen frente.
“Allí empecé a ver cómo corrían de un lado a otro los preparadores de cadáveres. Y, escuchando sus conversaciones, me enteré de que podían ganarse en un día lo que yo ganaba en una semana y hasta en quince días. Entonces me dije: bueno, y yo qué hago aquí, si yo también sé preparar cadáveres y todo eso”.
Al día siguiente entregó el puesto de venta de jugos naturales y se dedicó a sacarle el jugo a los muertos que salían del Hospital Universitario o llegaban a las funerarias, procedentes de diferentes zonas de la ciudad.
Nilson Díaz Monsalve acaba de cumplir 16 años como preparador de cadáveres y 35 de estar viviendo en Cartagena. En el barrio El Pozón, al sur oriente de la ciudad, vive Adelaida, su mujer, pero él prefiere permanecer en la caseta de madera en donde funciona la Estación de Taxis del Hospital Universitario. Allí suelen localizarlo sus clientes, se emborracha casi todos los días y duerme algunas horas, siempre pendiente de lo que pueda ocurrir.
Con toda la serenidad del caso y sin mover un solo ápice de sus facciones siniestras, El Manco explica que en el proceso de preparación de un cadáver son varios los factores que deben tenerse en cuenta:
“Lo primero es aprender a localizar las arterias y las vísceras, sin necesidad de rajar el cuerpo. Un cadáver empieza a descomponerse desde los muslos, porque por ahí corre la arteria femoral. Entonces, hay que tomar una jeringa de las grandes con una aguja de 14 centímetros para llenar con formol la arteria. Después, hay que inyectar el corazón, el hígado y las demás vísceras para que el muerto se conserve.
Con los que mueren por causas naturales hay que tener un poco de más cuidado, porque uno los recibe con todas sus vísceras y la sangre dentro del cuerpo. Eso significa que se pueden descomponer mucho más rápido. Con este, el trabajo dura 30 minutos. En cambio, el que muere en forma violenta pierde bastante sangre. Además, en la necropsia le extraen las vísceras y eso permite que su descomposición sea más lenta. Aquí el trabajo puede durar unos 15 minutos. La tarea incluye vestirlos, tal como sus familiares ordenen; y, en algunos casos, ponerles el velo, aunque eso ya casi no se usa.”
En su prolongada actividad profesional, El Manco ha preparado a más de dos mil cadáveres de todo tipo, incluyendo más de 50 cuerpos contaminados con sida y a difuntos que hubo que exhumar después de tres o diez días de sepultados en el cementerio del barrio Albornoz.
Sus únicos elementos de protección son una mascarilla, un par de guantes, una bata y una botella de ron barato, para combatir —según él— el frío de los muertos.
“Cuando la Policía recoge a un NN, casi siempre sucede que la familia aparece cinco o diez días después, queriendo exhumarlo para darle una sepultura más decente. En ese caso uno se ‘arma’ con seis botellas de cloro de 500 centímetros cúbicos, se los echa al cadáver para quitarle el olor y los gusanos, pero siempre tienes que colocarte en contra de la brisa para que no percibas el olor. Después les echas mil centímetros cúbicos de cloro, les rellenas el vientre con cal viva y los envuelves en un plástico que se asegura con esparadrapo, hasta dejarlo como una momia. Es un trabajo cruel, pero alguien tiene que hacerlo.”
Pese a la continua manipulación de cadáveres contaminados con sida, leucemia, lepra, gusanos (“gusanos como granos de arroz en una piedra”, describe Nilson agitando las manos); pese, incluso, a que considera que los huesos y la carne humana son más pestilentes que las de cualquier otro animal, El Manco no suele someterse a controles médicos, a menos que se sienta algún malestar ineludible. “Puede que soportes el olor de un perro muerto —dice—, pero el de una persona difunta no.”
Su antídoto preferido es una botella de ron sello rojo que venden en las tiendas cercanas al Hospital Universitario.
Él mismo reconoce, sin mayores preocupaciones, que el formol (sustancia fundamental para la preparación de cadáveres) hace perder peso a quienes lo utilizan, caso que sucedía con más frecuencia hace 30 años, cuando se vendía puro, al 100%. Ahora sólo llega a un 70, aproximadamente.
“Una vez me llamaron para que preparara un cadáver que estaba en el séptimo piso del hospital. El hombre había muerto a las 9 de la mañana, pero la familia me contactó a las 10 de la noche. Cuando subí a la recámara, me di cuenta de que el cuerpo había empezado a descomponerse, porque se le estaban abriendo las manos. Por eso les advertí a los familiares que iba a prepararlo para que lo llevaran directamente a su tierra, a San Andrés Islas. Y eso hice: le apliqué dos mil centímetros cúbicos de formol, porque su sangre estaba contaminada por la leucemia. Pero el vuelo no salió directo a San Andrés sino a Bogotá. Allá demoró varias horas y terminó de descomponerse. Entonces, la familia llamó a la funeraria y ésta tuvo que desembolsar un millón de pesos para que volvieran a prepararlo en Bogotá. Los de la funeraria trataron de reclamarme, pero no les presté atención, porque ya yo había advertido lo que pasaría. Ese día me gané cien mil pesos.”
Aunque en 16 años todo tipo de cadáveres han pasado por las manos de El Manco, la mayoría de sus clientes son habitantes de los sectores pobres de Cartagena. A esos les cobra 40 o 50 mil pesos, no sólo por la preparación del familiar difunto, sino por indicarles las diligencias que deben realizar para el sepelio, desde buscar el carné del Sisbén hasta trasladarse a la Alcaldía para obtener ataúd y bóveda gratis.
El Manco afirma que su trabajo se torna más serio cuando se trata de clientes de altos estratos sociales. Es posible que con ellos gane hasta 120 mil pesos, pero su labor debe ser milimétricamente cuidadosa, con el fin de garantizar la seguridad del cadáver. No obstante, es posible que un día prepare hasta cuatro muertos o que permanezca una semana sin que nadie lo contrate.
“Para mí —explica— todos los muertos son iguales. Todos merecen el mismo respeto y el mismo tratamiento.
En 1996 se me murieron mi abuela paterna, dos tíos y un papá de crianza. Pero las cosas no fueron iguales. Aunque no quieras, se te mueve el sentimiento. Una vez también mataron a un gran amigo mío en el Barrio Chino. Le dieron un tiro en la cabeza. Vinieron a buscarme para que lo bañara, lo preparara y lo vistiera. Y lo hice, pero me temblaron las piernas, porque ese man era mi llave firme.”
Con el paso del tiempo, El Manco ha aprendido a no complicarse la vida, “porque de todos modos te vas a morir”. Y en verdad, no se perturba cuando descubre la competencia desleal de los otros preparadores de cadáveres; no se inmuta ni siquiera cuando acaba de preparar a un finado en avanzado estado de putrefacción y le entran las ganas de desayunarse una empanada de huevo con gaseosa.
Su oficio de “golero” también le ha permitido conocer las zonas rurales del departamento de Bolívar y otros rincones de la Región Caribe, a donde ha viajado como ayudante de funerarias en el traslado de cadáveres. “De esa forma es como puedo visitar Bayunca. De lo contrario, no me muevo de aquí.”
El Manco no lo dice, pero se le nota a leguas que no le interesa para nada que se reabra el Hospital Universitario de Cartagena.
“Cuando esa vaina está abierta, hay menos muertos. —dice y agrega:— Ahora mismo, con tantas mototaxis y balas perdidas, esta ciudad se ha vuelto un lugar de miedo.”
Febrero de 2006

*Nota: esta crónica salió publicada en el diario El Universal cuando el Hospital Universitario de Cartagena no había cambiado de nombre y aún estaba cerrado por crisis económica.


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