Puerto Boyacá es la primera población que la chalupa encuentra en su camino hacia “Barranca”

El río Magdalena: Viaje sobre una arteria sangrante (I)


Para empezar, los habitantes de Puerto Triunfo no esperan la madrugada del ocho de diciembre para rendir homenaje a la santísima Virgen de la Inmaculada.

Desde las 7:00 de la noche se les ve adornando los pretiles de sus terrazas con bolsas de papel llenas de arena hasta la mitad y, encima de ese cargamento, ponen a reinar una multitud de velitas que forman una línea de puntos encendidos a lado y lado de las calles; y, antes de que llegue la madrugada, los niños habrán prendido montones de velas de colores como para ganarse igual número de bendiciones cuando la Virgen María pase por las puertas de sus viviendas, según lo que cuenta la leyenda de la Roma cristiana.

En las horas de la mañana, cuando el frío de la madrugada empieza a evaporarse con los mandatos del calor ribereño, los chorros de esperma solidificada son despegados de los pisos con cuchillos y cucharas desechados de las cocinas, mientras los visitantes y los deportistas rodean los ámbitos del puerto en donde comenzará en cuestión de cuatro horas la “Maratón Internacional Yuma 2002”, que quiere rendirle homenaje a Gabriel García Márquez y al río grande de La Magdalena, tributos que parecen flores póstumas sobre playones de arena que también compiten con los agonizantes cuerpos de agua.

Ernesto Villa Solano, un conductor de lanchas en uso de buen retiro, y quien por más de 25 años estuvo al servicio de los habitantes de los diferentes pueblos que bordean el río en este lado del departamento de Antioquia, nos dice, mientras desayuna en una de las esquinas del puerto, que la competencia este año será más difícil que en épocas anteriores.

Lo que pasa es que el río está muy seco. Es la primera vez que lo veo tan seco”, afirma el anciano ex piloto. Y parece tener razón, puesto que desde los pies de la muralla, en donde se han armado tarimas y mesas de honor para los funcionarios del Gobierno Nacional, surge una alfombra de arena ondulante que casi alcanza los cien metros de espacio, un territorio que en épocas remotas perteneció al río. Y entonces empieza la orilla del agua, un barranco de arena endeble sobre el que los visitantes y periodistas pisan y se hunden, percatándose a destiempo de la falsa solidez, solo por alcanzar los bordes de las lanchas que los llevarán tras las naves competidoras que en la tarde de hoy llegarán hasta Barrancabermeja en el departamento de Santander.

Erasmo Antonio Mora, un barranquillero de 47 años de edad y residente en Puerto Triunfo, es el piloto y propietario de la chalupa El Ribereño, a bordo de la cual salimos hacia Barrancabermeja rompiendo el agua en zigzag para esquivar los bancos de arena que los conductores detectan a tiempo, gracias a la habilidad que despliegan en eso de saber leer el río.

Cuando vemos que el agua muestra pequeñas ondulaciones y un color marroncito, nos metemos con toda confianza, porque sabemos que en esa parte el río está profundo, pero cuando el agua se muestra lisa y de color blanco, hacemos un zigzag porque sabemos que el río está llanito”, explica Erasmo, mientras hace una seña a su ayudante, un joven que aparenta unos 22 años de edad y quien camina como Pedro por su casa encima de los angostos bordes externos de la chalupa en marcha.

Puerto Boyacá es la primera población que la chalupa encuentra en su camino hacia “Barranca” —como suelen apocopar los ribereños el nombre de Barrancabermeja—. La primera visión de Puerto Boyacá es la de los niños lanzándose al agua desde las ramas más altas de los árboles y nadando hacia las embarcaciones para pedir dinero a los visitantes, una costumbre que parece estar arraigada en todos los pueblos de la ribera. Sin embargo, a los periodistas interioranos parece impresionarlos muchos más el hecho de que hayan tantos niños en esas poblaciones pobres.

Aquí deberían poner un aviso que diga: 'se fabrican niños'”, ladra sin gracia uno de esos comunicadores, al tiempo que subimos unas escalas de concreto que existen en casi todos los pueblos que encontramos durante el viaje, pero las de Puerto Boyacá están pintadas con los colores de la bandera nacional y una buena cantidad de sus habitantes se encuentra en actitud festiva, consumiendo cervezas y hablando a gritos sobre la música estridente que vomitan varios equipos de sonido.

Mientras una parte de la tripulación camina por las calles del pueblo, Erasmo aprovecha para seguir explicando que en tiempos anteriores las chalupas navegaban de día y de noche en línea recta por todo el río Magdalena, ya que no existía el obstáculo de los bancos de arena, pero en cuanto los mismos campesinos comenzaron a talar los enormes árboles de roble, bonga, campano, guarumo y ceiba que se levantaban a lo largo de la ribera, el río empezó a desmadrarse, formando canales de erosión que han ido bajando el volumen de sus aguas.

También está el problema de que las dragas que manda el Gobierno. Sacan arena de un lado para que las chalupas y los planchones puedan navegar, pero la echan en el otro en vez de botarla fuera del río. Y de todas maneras siempre tenemos ese problema”, prosigue Erasmo en el mismo instante en que, a unos cuantos metros de la lancha, dos hombres caminan dentro del agua y sobre una llanura que se hace evidente debido a que el río solo alcanza a llegarles hasta los tobillos.

Un anciano de Puerto Boyacá, quien dice llamarse Julio Mantilla Luna, nos comenta que en varias ocasiones logró viajar por el río Magdalena en barcos de vapor, pero el recuerdo más indeleble que posee fue cuando empezaron las construcciones de puentes de hierro a lo largo del río.

Con esos puentes — relata— nos dimos cuenta que los barcos a vapor iban a desaparecer para siempre, porque ellos tenían unas chimeneas largas que trabajaban con leña recortada en las riberas, pero las de ahora son más cortas y trabajan con A.C.P.M., así que los puentes hubieran sido un problema para el tráfico de barcos de leña. Eso también nos indicó cómo se estaba deteriorando el río”.

A la salida de Puerto Boyacá empiezan a verse en los bordes del río enormes barrancos que parecen bocados arrancados por los mordiscos del agua en tiempos de invierno. Pero, a pesar de la deforestación, el terreno es agradable a la vista, debido a la presencia de una grama de color verde intenso que se riega a través de un buen tramo de la ribera.

Una prolongada soledad se apodera del paisaje que aparece huérfano de aves, de animales terrestres y fluviales, pero también de pescadores. El ambiente solo es perturbado por el ruido del motor Yamaha que impulsa a la embarcación. La chalupa sigue navegando en zigzag, porque, según nos cuentan Erasmo y su ayudante, los bancos de arena son más abundantes a medida que nos acercamos a un pueblo llamado Puerto Perales, una pequeña población también perteneciente al departamento de Antioquia.

Las largas lengüetas de arena aparecen con más frecuencia a estas alturas del recorrido, y así parecen confirmarlo varias reses que caminan dentro del agua arrancando pedazos de una hierba penosamente nacida sobre los islotes levantados a mitad del río.

También lo confirma una bandada de garzas que se espanta al unísono con el ruido del motor eludiendo los obstáculos en que se han convertido las grandes cantidades de arena amontonadas por las dragas, pero también surgidas del fondo del cauce, tras el arrasamiento de los árboles que un día imperaron apostados en las orillas. Es como si la tierra, a fuerza de perder sus líquidos, fuera empujando hacia el cielo una áspera osamenta que en otros tiempos fue sólo un secreto en las entrañas del río.

Erasmo hace varias paradas cuando percibe que algunos bancos son imposibles de eludir. Acciona una palanca instalada un poco más abajo del timón de la chalupa. El motor se levanta mostrando una hélice aprisionada por arbustos fluviales. El joven ayudante, de 22 años, quien poco habla, libera la parte inferior del Yamaha y permite que la escasa corriente empuje la nave hacia una zona más libre de la arena obstaculizadora. De nuevo, el motor cae al agua y la chalupa emprende una marcha lenta, que asciende poco a poco de velocidad, para luego lograr que la brisa ingrese de nuevo a través de las ventanas y espacios escuetos de la embarcación.

Pocos escuchan cuando Erasmo cuenta que en sus 22 años conduciendo chalupas a lo largo del río Magdalena, “nunca había visto tanta sequedad. Ese dragado lo están haciendo mal, y de paso nos están perjudicando. Con el tiempo, ni las chalupas podrán pasar por aquí”.

Sembrados de plátano y de caña pasan a gran velocidad por el costado derecho de la lancha. Dos hombres conversan al fondo del navío a cerca de la miseria evidente de los pueblos que vamos dejando atrás, la emigración de los campesinos hacia las grandes ciudades y el miedo que cada pasajero de El Ribereño siente cuando recuerda que trasegamos por una zona infestada de todos los grupos subversivos, incluyendo concentraciones de tropas paramilitares.

Esta gente era feliz —dice uno de los conversadores, señalando los lúgubres caseríos de las riberas— cuando Pablo Escobar y su gente eran los dueños de casi todo. De otros pueblos de Antioquia, y del resto del país, venía gente buscando trabajo, y lo encontraba. Pero ya todo eso se acabó”.

Uno de los periodistas olvida por un rato la manipulación de su cámara digital y recuerda el breve paseo en las horas de la mañana desde la población de Doradal hasta Puerto Triunfo, en donde se inauguraría la maratón motonáutica.

Fue una buseta de turismo la encargada de transportar a todos los periodistas venidos desde los cuatro puntos cardinales de país, hacia la zona de los hoteles, que distan de Puerto Triunfo, algo así como 40 minutos.

Tal vez la visión más esperada en el recorrido de Doradal a Puerto Triunfo fue la pasada por las puertas de la hacienda Nápoles, aquel mítico aposento que el extinto narcotraficante Pablo Escobar Gaviria convirtió en uno de los sitios más exóticos y paradisíacos de que se hayan tenido noticias en toda la historia de Colombia.

Pero en esta época, y al igual que las “hazañas” de su fallecido propietario, Nápoles no es más que una página amarillenta en el sangriento libro de la existencia colombiana; un esqueleto abandonado a las orillas del asfalto antioqueño; un Titanic encayado en medio de matorrales y altas hierbas sin nombre que opacan el pasado esplendor brotado de las hojas de la coca.

Y uno de sus símbolos, el avión empotrado a las puertas de la hacienda —y en el que, según cuentan, Pablo Escobar llevó a los Estados Unidos su primer cargamento de drogas— ya no existe. Tampoco están los animales que “El Patrón” (como llamaban a Escobar) hizo traer de todas partes del mundo utilizando el mismo dinero con que compró a funcionarios públicos, políticos, militares, policías y a todo el que tuviera precio en cualquier parte de Colombia y fuera de ella.

Dicen que el gobierno —comentó un empleado estatal que viajaba en la buseta— piensa repartir esa hacienda entre los desplazados que han llegado a Medellín”.

Eso está bien”, le respondió otro que venía escuchándolo.

Con un fuerte golpe de su barriga en contra del agua profunda, la lancha nos recuerda que vamos en medio del río Magdalena, cuando el sol está en lo más alto y a lo lejos divisamos a campesinos descamisados diciendo adiós con sus machetes entre platanales y bejucos que cuelgan de corpulentos árboles desconocidos para nosotros.

Estas chalupas alcanzan hasta 80 kilómetros por hora”, dice Erasmo, gritando contra la brisa que se le cuela a través de una angosta puerta por donde se sale hacia la proa y se entra a la chalupa. “Yo no me canso. Unas veces he durado hasta doce horas manejando desde Magangué hasta Barrancabermeja. Me detengo en Puerto Wilches, almuerzo, compro algo para mi mujer y sigo mi camino. Pero más son las horas que permanezco en el agua que en la tierra. Es que este es mi oficio”.

Alguien señala las estructuras férreas de una fábrica que no sólo produce cemento sino que también contamina las aguas que bañan a una localidad antioqueña llamada Puerto Nare. Por ella pasamos de largo, todavía escuchando la disertación de Erasmo Antonio Mora, el piloto de la chalupa.

Dos periodistas asienten y anotan en diminutas libretas las cosas que escuchan, mientras otros tripulantes responden los saludos emocionados de los habitantes del siguiente puerto, en donde la gente carga banderas de Colombia, de Antioquia, de la paz y de la Policía. La lancha se desliza con suavidad entre las embarcaciones que llevan rato estacionadas a los pies de las escalinatas de concreto. Y la brisa desaparece dejándole espacio a la endiablada presencia del calor que existe en este nuevo puerto.

—Es Puerto Berrío—dice el hablapoco del ayudante de la chalupa.

Según Erasmo, una de las partes más críticas que muestra el río Magdalena es el tramo comprendido entre Puerto Triunfo y Barrancabermeja. Suele repetirlo, especialmente cuando la barriga de su lancha tropieza un banco de arena que no alcanzaron a percibir ni él ni su ayudante. Solo el silbido de la arena trasquilando la fibra de vidrio los rescata de la distracción y es cuando levantan el motor, dejan que la corriente empuje la nave y reanudan la marcha, esta vez sí con los cinco sentidos alerta.

Ojalá sea cierto lo que dice el ministro”, murmura Erasmo como pensando en voz alta, pero quienes lo escuchamos sabemos que se refiere a las declaraciones del Ministro del Transportes durante la inauguración de la maratón motonáutica en Puerto Triunfo.

Según el funcionario, se necesitan más de cien millones de dólares para que el río grande de La Magdalena vuelva a recibir embarcaciones de gran calado como en los tiempos en que los padres y paisanos de Erasmo viajaban a los pueblos de la Costa Atlántica o a las ciudades del interior del país.

Con esas cantidades de billetes verdes que los ribereños tal vez no calculan en cuántos pesos llegarían a traducirse, el Gobierno Nacional se ahorraría diez veces el presupuesto que se necesita para transportar cargas por cielo y tierra, debido a que la generosa vía que ofrece el río también ahorraría tiempo y permitiría el traslado de grandes cantidades de cargas.

Eso lo vengo oyendo desde hace rato, pero todavía no he visto qué es lo que piensan hacer para que el río se recupere”, dice el piloto con el mismo tono de incredulidad que percibimos en los pobladores de Puerto Triunfo cuando el ministro anunciaba la milagrosa resurrección del río.

Para ellos, y mucho más para los forasteros que por primera vez recorren el río desde el departamento de Antioquia hasta Bolívar, en estos momentos resulta difícil imaginarse un barco de gran calado atravesando las masas de agua, aunque fuera un gran armazón de madera y hierros como el que utilizaron Fermina Daza y Florentino Ariza en el siglo XIX para darle una oportunidad a sus amores otoñales antes de que los arrastrara el inexorable río de la muerte.

Aún así, el río todavía tiene alientos para permitir el tonelaje de grandes planchones cargando no solo pasajeros, sino también automotores de todos los tamaños, los cuales, en determinados momentos y, debido tal vez a la lentitud con que hieren la superficie del río, parece que fueran a terminar encallados o, en el peor de los casos, hundidos hasta el fondo por su propia pesadez.

El río también ha trasladado viajeros de todas las especies, como algunos que nadan casi siempre boca abajo y a quienes los pescadores a veces atrapan con sus redes y canaletes solo para saber de quiénes se trata. A veces son conocidos, a veces no. Pero todos llevan en alguna parte del cuerpo la marca indeleble de la violencia: un disparo en la frente, en el pecho o en la nuca.

Hace unas semanas que no los vemos”, nos dijo en voz baja una mujer cuarentona que almorzó cerca de nuestra mesa en un restaurante de Puerto Berrío.

Más adelante, una población, cuyo nombre no anotamos, porque ni Erasmo ni su ayudante lo recuerdan, llama la atención debido a que la iglesia se encuentra a las orillas de un barranco creado por los golpetazos del río en épocas de creciente.

Pero el barranco ha perdido cualquier posibilidad de que piernas humanas puedan treparlo y, a estas alturas, es una enorme pared de tierra liviana que finaliza en la misma puerta de la iglesia abandonada. Dios y su cuadrilla de santos se mudaron desde hace rato, temerosos de que en la próxima creciente el río los arrastre hasta los confines del mar Caribe.

A las 5:30 de la tarde, la chalupa se interna en los predios de la Sociedad Portuaria de Barrancabermeja. Minutos antes, el olor a agua podrida había sorprendido a los tripulantes de El Ribereño cuando venían comentando los pormenores del abrasante calor de Puerto Berrío, los platos de comida con pescados y sopas humeantes, las cantidades de cerveza en jarrones que mujeres y jóvenes se empinaban inmunes, tal vez, a la virilidad del sol.

Llegamos a Barranca”, dice Erasmo accionando el pito de su chalupa.

Una nube de murciélagos grisáceos penetra por las rendijas de las bodegas del puerto en donde un enjambre de mosquitos negros y robustos nos da la bienvenida. En las cercanías se escucha la música de una orquesta en vivo. Y a su alrededor, una cantidad de kioskos alegres despachan cervezas enlatadas y en botellas.

Mucha gente distraída con los festejos de la competencia parece no enterarse de la presencia de un ataúd a las orillas del muelle. Una mujer de escasos 25 años nos comenta que están a la espera de la próxima chalupa que viaje a hacia la localidad de Yondó (Antioquia), para efectos del correspondiente sepelio.

Dentro del féretro reposa el cadáver de un joven que manos desconocidas exterminaron a balazos la noche anterior a nuestra llegada. Una señora gorda, a lo mejor la madre del muerto, gime un llanto intermitente entre el zumbido de los mosquitos y el ruido de las chalupas que se van aposentando frente a los pilotes de madera para amarrar sus cáñamos de plástico.

Pensé que eran golondrinas”, dice un camarógrafo señalando el cielo oscuro por donde trafican, a velocidades de miedo, los mismos murciélagos, enloquecidos por la luz de las torres eléctricas, que vimos en la llegada a Barranca.

A lo lejos, el cielo se ilumina con el flameo de una torre que vomita fuego por la punta. Alguien nos dice que es la planta refinadora del petróleo.

Diciembre de 2002

 


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