El Socorro está cumpliendo 50 años

El Socorro, la manzana del suroccidente


El recuerdo más lejano que tengo del barrio El Socorro, mi barrio, es de 1970.

Ese año supe que existía, gracias a un domingo de paseo que se inventaron mi mamá e Isabel Flórez Moreno, su madre de crianza.

El paseo consistió en congratular a una tía, quien fue una de las primeras pobladoras de ese barrio que empezaba a levantarse en la Zona Suroccidental de Cartagena. Ese domingo, en casa de la tía Nancy, Dolores Pacheco (Lola) mi mamá, comunicó a mis hermanos, Herlinda y Marquito, que pronto nosotros también tendríamos una casa en El Socorro.

Ellos me lo contaron después, pero pensé que se trataba de una broma, aunque regresé a nuestra casa de La loma del diablo, en el barrio Torices, sector Paseo Bolívar, con un montón de sueños en la cabeza.

Aquel barrio estaba rodeado de zonas tradicionales como Blas de Lezo, Ternera y Santa Mónica, que parecían en aquel entonces atrapados por la apariencia rural que les daba la excesiva vegetación y la cercanía con el municipio de Turbaco. Yo tenía cinco años. Y lo que más evoco de aquella primera visita eran las grandes extensiones de tierra baldía, amarilla en algunos sectores, roja en otros; y la gran cantidad de monte por donde entraban los buses de la ruta Bosque-Blas de Lezo, que era la única que penetraba hasta esos confines, a través de la avenida El Bosque.

La tía Nancy Figueroa, como se llama la pariente a quien fuimos a visitar, tenía menos de un año de estar estrenando una casa de dos pisos, hecha con blockes de color ocre, que ya empezaban a ponerse de moda en la ciudad, en contraposición a los ladrillos rojos, huecos o macizos que se utilizaban en las construcciones cercanas al mar.

El creador de El Socorro fue el desaparecido “Instituto de Crédito Territorial” (ICT), que también, unos años atrás, había sido el gestor del barrio Blas de Lezo; pero, contrario a lo que hizo en El Socorro, no vendió casas sino terrenos para que los propietarios construyeran sus viviendas como mejor les pareciera.

Años después, se rumoraría que el ICT cambió de estrategia cuando supo que muchos de los futuros habitantes de Blas de Lezo no invertían los subsidios en materiales para la construcción sino que los despilfarraban en adquisiciones suntuosas, por lo cual la estrategia venidera, y la que se impondría para siempre, fue construir las casas y dejarles el espacio suficiente para que los propietarios las siguieran ampliando, según sus necesidades y gustos.

Al año siguiente, en noviembre, estábamos montando nuestras pertenencias en un antiguo camión Dodge-600 con rumbo a El Socorro. Los vecinos de La loma del diablo se asomaron a despedirnos y de paso nos felicitaban por haber sido favorecidos con la nueva vivienda. Marco Aurelio Álvarez, mi papá, la noche anterior se había presentad con un litro de aguardiente en su maletín de carpintero y lo celebró varias horas con un carnicero que era nuestro vecino más cercano en ese conjunto de accesorias.

José de Jesús Álvarez, mi abuelo, me habló con anticipación de cómo era nuestra nueva casa, y mi mente insistía en dibujarla como la de la tía Nancy: con balcón de madera, terraza con baldosas y escalera de concreto. Pero la imagen se vino al suelo cuando el camión se detuvo en la esquina de la Manzana 11, lote 19, del Plan 220.

Aunque este naciente Plan también fue construido por el ICT, las casas eran diferentes al conjunto al cual pertenecía la de la tía Nancy. Tenían figura romboidal y una escalera de madera en uno de los extremos de la sala. A las casas como la nuestra pronto las bautizaron “las cepillos raspahielo”, mientras las parecidas a las de mi tía se les conocía como “casitas de paloma”.

La encontramos con todas las acometidas para la energía eléctrica y para el agua potable, pero ninguno de esos dos servicios funcionaba aún. Tocaba cocinar en la misma estufa de gas kerosene que traíamos de La loma del diablo y aprovisionarnos del agua que la gente sacaba de los hidrantes colocados estratégicamente en diferentes esquinas de la urbanización.

Mi papá me ha contado muchas veces que el día del sorteo de las viviendas, en las oficinas del Instituto de Crédito Territorial, cada favorecido debió sacar una balota de un cubo de cartón. Le tocó el lote 19. Una esquina. Los demás vecinos lo aplaudieron, menos uno que se le acercó y le propuso que cambiaran, porque él necesitaba ese sitio para instalar una tienda. Mi papá, con el mismo desparpajo que hace reír a sus amigos y familiares, le dijo: “Nooooo, mi hermano, si yo estaba deseando ganarme una esquina para no tener vecinos enfrente”.

Cuando se enteraron del favorecimiento, mis padres empezaron a buscar las maneras de cubrir la cuota inicial de $2.500, de los cuales sólo tenían mil. Resultó una tremenda odisea reunir los otros $1.500. El costo total de la casa fue de 45 mil pesos, pagaderos a 20 años.

A mi hermano y a mí nos dieron ganas de regresarnos a La loma del diablo, a San Diego o a Getsemaní, los tres barrios en donde habíamos vivido antes. Y la causa no era otra que las nubes de mosquitos, el violento frío que llegaba de las lomas de Turbaco y la oscuridad espesa en las primeras horas de la noche, momentos en los que había que encender fogatas con ramas de matarratón, planta medicinal, que para la época abundaba en esos territorios.

La diversión de los niños era sentarnos en nuestras terrazas a ver pasar el ganado de las fincas cercanas, que bajaba en la mañana a tomar agua en los jagüeyes que aún dejaba la lluvia; y, por la tarde, regresaba a sus corrales.

Según Maximiliano Pacheco Palacios, mi abuelo materno, los terrenos en donde el ICT construyó el barrio hacían parte de las propiedades de una familia de cartageneros apellidados Vélez, quienes tenían una finca llamada “El Socorro”, cuya entrada era una puerta inmensa, hecha en concreto, que todavía existe en una de las entradas del barrio San Fernando, a las orillas de la carretera Troncal de Occidente. Estos eran tan extensos que en ellos surgieron urbanizaciones como Santa Mónica, Alameda La Victoria, San Fernando, el cementerio Jardines de Cartagena y Villas de la Victoria, entre otros.

El ganado que pasaba casi frente a las puertas de las casas hacía que los orificios de las paredes sin repellar se llenaran de garrapatas que nosotros reventábamos con palitos de escobilla o de matarratón. Nunca olvido esos lotes de ganado, puesto que una de esas vacas mató de una sola cornada a Zulema, la primera perrita que tuvimos en nuestra casa, que pronto se caracterizó por ser una de las que más acogía animales domésticos para criar.

Por boca de mi mamá supe otras cosas: sus compañeros de trabajo la embromaban cuando se enteraban de que estaba viviendo en El Socorro. “Carajo —le decían—, ¿te fuiste a vivir al monte? ¿Por qué no aprovechas y te compras un burro?”. Y ella para defenderse contestaba: “lo único que les digo es que toda Cartagena terminará yéndose para esos lados”. Y no se equivocó.

 

HÁGASE LA LUZ

 

La tarde en que instalaron la luz eléctrica y el agua potable fue un acontecimiento.

Rosa Orellano Moreno, mi abuela materna, quien era nuestra niñera, estaba enferma, pero desde la cama nos gritaba con su voz de cumbiambera, “quítense de por ahí, cuidado con un corrientazo”.

Pero nuestra curiosidad era más fuerte que los temores de la abuela, quien aún estaba traumatizada por los pormenores de un incendio que presenciamos en La loma del diablo y en donde murió uno de nuestros vecinos más estimados. Al poco rato, todas las terrazas del Plan 220 estaban iluminadas por esa luz nueva que los trabajadores de la Electrificadora de Bolívar nos habían llevado.

Para entonces, ya teníamos amigos que vivían en las manzanas 8, 10, 12 y 13. Todos jugábamos entre el monte que nos hacía frente y en una loma de tierra negra que los albañiles que construyeron el barrio dejaron en la zona verde de la Manzana 12.

Las visitas de familiares y amigos aún eran muy pocas, porque El Socorro era un barrio sumamente complicado para localizar direcciones. La gente duró mucho tiempo en acostumbrarse a la nueva nomenclatura de manzanas y lotes y a ese sistema de casas idénticas, cosa que no se veía en barrios tradicionales como Daniel Lemaitre, Torices o Martínez Martelo, en donde todas las viviendas tenían sus diferencias, aunque ostentaran el mismo estilo.

En ocasiones, los borrachos de El Socorro amanecían dormidos en las puertas de las viviendas de sus vecinos, porque en la madrugada creyeron haber encontrado su casa. Sin embargo, esas dificultades se fueron superando con el tiempo, sobre todo cuando empezaron a surgir puntos de referencia importantes como la bomba El Amparo, que ahora han convertido en “sector”; la tienda Don Julio, que quedaba al lado de mi casa y pertenecía a los esposos Julio Barcasnegras y Otilia Hernández; la tienda La Amiga, que funcionaba unos metros más abajo de mi casa; la Escuela Mixta El Socorro, que posteriormente fue renombrada como Escuela Mixta Emiliano Alcalá Romero, pero que todos conocen aún como “El techo rojo”; y las oficinas del Instituto de Crédito Territorial (ICT), que es el dispensario de la Base Naval de Cartagena.

Para 1971, cuando mi familia se mudó para El Socorro, el barrio Blas de Lezo llevaba varios años respirando en la zona suroccidental. Tanto, que ya sus calles tenían el pavimento roto y los desagües en mal estado, lo que permitía que en tiempos de invierno el agua lluvia corriera por todas partes y amenazara con meterse a las casas.

En cambio, El Socorro asombraba a los visitantes por sus calles y avenidas magníficamente pavimentadas, sus zonas verdes y un cinturón de canales pluviales y de aguas servidas que le daban la vuelta al barrio, el cual, en tiempos de lluvia, no permitía que las calles ni las terrazas se inundaran, como sucede actualmente.

Para nosotros los niños la gran diversión de los fines de semana era corretear por el monte, cazar pajaritos, ir a las parcelas (que años después se convirtieron en el barrio La Consolata) a alcanzar ciruelas, jugar béisbol en las zonas verdes o buscar bronca con los muchachos de los otros planes. Pero la televisión también copaba gran parte de nuestro tiempo, y las películas que proyectaban las congregaciones evangélicas en cualquier pared blanca que se encontraran, sobre todo porque no eran muchos los televisores en más de diez manzanas.

El televisor más cercano era el de nuestro célebre vecino Alcides Hardi Batista, un árbitro de sóftbol a quien apodaban “Tabaco”, porque no fumaba cigarrillos sino habanos que su misma esposa, Cristobalina Mendoza, le preparaba con hojas que, supongo, conseguía en el antiguo mercado del barrio Getsemaní.

A las 4 de la tarde la casa de los Hardi Mendoza se llenaba de espectadores de “Plaza Sésamo”, “Los tres chiflados” y la telenovela venezolana “Esmeralda”. En la noche, volvía a atiborrarse de público con programas como “Caso juzgado”, “El show de las estrellas”, “El noticiero suramericana” y la telenovela colombiana “Vendaval”.

Los fines de semana la convocatoria era provocada por emisiones como “Bonanza”, “Manix”, “Los invencibles de Némesis”, “Operación ja ja”, “Walt Disney” o “Yo y tú”. Pero no hubo otro programa televisivo que reuniera más gente que los encuentros boxísticos de Antonio Cervantes “Kid Pambelé”, quien en 1972 se convirtió en nuestro nuevo héroe, por encima de todos los pistoleros, actores y cantantes que diariamente nos regalaba la televisión.

Con la sola imposición de sus puños y su inteligencia boxeril, “El viejo Pambe” —como le decíamos— hacía que Tabaco sacara el televisor para la terraza; y la calle se convertía en el teatro más fraterno y entusiasta que alguien pudiera imaginarse. Botellas de ron y platos de sancocho volaban de mano en mano y a veces hasta caían en el pavimento cuando nuestro héroe dejaba tendido en la lona a algún japonés, o a cualquier caribeño, hambriento por arrebatarle el título mundial welter ligero.

Las cosas fueron cambiando cuando cada familia adquirió su propio televisor, aunque también era frecuente asombrarse con la página de noticias judiciales del “Diario de la Costa”, el periódico más leído de Cartagena en esos momentos.

La noticia que más recuerdo ocurrió un sábado en la mañana. Un grupo de trabajadores encontró el cuerpo sin vida de una joven de 22 años a quien el marido asesinó a puñaladas, le cortó un seno, la degolló y le tasajeó las piernas con sevicia. Durante semanas no se habló de otra cosa, porque todos los días el Diario de la Costa publicaba una crónica extensa, con fotos escandalosas, hasta que capturaron al asesino. No recuerdo qué historia contó el imputado respecto a los motivos que tuvo para cometer semejante homicidio. No recuerdo tampoco si se siguieron publicando crónicas al respecto, pero lo que no se me olvida son las caras de nuestros vecinos, grandes y pequeños, después de haber visto a la muerta; y recuerdo también la rabia que experimenté cuando mi mamá nos impidió ir a ver la escena del crimen.

 

NACEN LAS FRONTERAS

 

Antes de que se cumpliera un año de nuestra mudanza, empezaron las transformaciones al nuevo barrio.

En noviembre, cuando llegamos, encontramos que las casas no tenían paredillas en los patios. Es decir, el terreno de la parte trasera de las viviendas era un solo patio que se extendía hasta los callejones que separaban a una manzana de otra. Gracias a eso, los niños podíamos corretear de un lado a otro y visitarnos mutuamente sin tener que entrar por las terrazas.

Pero un buen día (¿o mal?) los jefes de cada familia se pusieron de acuerdo y emprendieron una cruzada de albañilería para empezar a abrir las zanjas que después rellenaron del concreto que sostuvo unas paredillas que marcaron fronteras entre una casa y otra.

Luego, una cuadrilla de trabajadores del ICT se presentó con varias retroexcavadoras, máquinas mezcladoras de cemento y herramientas para arrasar el monte por donde cruzaban los lotes de ganado y levantaron otro conjunto de viviendas de un piso, con calles peatonales más angostas. Ese nuevo sector, de ahí en adelante, se llamaría Plan 554.

Aparte de las juergas de ron y de sancochos que provocaban los combates de Pambelé, la Semana Santa, las fiestas novembrinas y la Navidad, los vecinos encontraron en el deporte otra forma de integrarse. Así que organizaron el primer campeonato de sóftbol interplanes que hubo en el barrio, del cual mi papá hizo parte. Primero como center field y, posteriormente, como catcher.

Marquito y yo procurábamos no perdernos un solo partido, los sábados y domingos, pero no por ver jugar a nuestro papá sino para ganarnos unas cuantas monedas vendiendo agua de panela o limonada con hielo. En realidad era una de las estrategias que nos inventábamos los muchachos para tener siempre algo de dinero en los bolsillos, así como los sábados y domingos en la mañana —o cuando estábamos de vacaciones— nos estacionábamos en la avenida de retorno de los buses de Bosque a Blas de Lezo para prestar nuestros hombros a las señoras que venían del mercado con sus cargas.

Después construimos una carretilla de madera que terminó por facilitarnos el trabajo. Al mediodía, cuando ya todas las vecinas habían hecho sus mercados, nos íbamos para el campo de sóftbol a vender nuestros refrescos; y, posteriormente, cerrábamos el día con una visita al Teatro Don Blas, una sala de cine sin techo y sin aire acondicionado que los curas de la parroquia La Consolata, del barrio Blas de Lezo, abrieron para el esparcimiento de las familias de la zona suroccidental.

Fueron incontables las películas de espadachines y karatecas chinos que nos proyectaron los domingos, como también producciones mexicanas y norteamericanas, con Capulina, El Santo, Resorte, Antonio Aguilar, Pedro Infante, John Wayne o Clint Eastwood, quienes nos hacían sentir héroes, aunque fuera sólo por esos instantes.

En las zonas populares de Cartagena todavía suele ser una costumbre que los vecinos se reúnan alrededor de sus líderes comunales para inventar maniobras con que solventar las necesidades que los sucesivos gobiernos municipales, por inexplicables razones, nunca llegan a solucionar.

Una de esas necesidades en El Socorro de los principios era el acondicionamiento de las zonas verdes, para convertirlas en parques con columpios, rodaderos y subibajas, como los que había en barrios como Manga y Bocagrande. En El Socorro, los niños y jóvenes del Plan 50, (uno de los primeros que se construyeron en el barrio), eran los únicos que se daban el lujo de tener un parque con columpios, por lo cual miraban con cierto desprecio a los muchachos que vivíamos en los otros planes, ya que consideraban que su sector era algo así como un “Bocagrande chiquito”, una especie de elite en donde vivían empleados de la zona industrial de Mamonal o funcionarios públicos con mejores ingresos que las familias de los nuevos planes.

Mientras tanto, a los del Plan 220 no nos quedó otro camino que organizar casetas bailables durante las fiestas novembrinas. Y fue así como los niños y jóvenes aprendimos a volvernos fanáticos de esos grandes equipos de sonido llamados “pick up”, que promocionaban la música africana, el folclor jíbaro de Puerto Rico y pinturas impresionantes en las telas por donde se adivinaban las circunferencias de los parlantes potentes que se hacían sentir más allá de diez manzanas.

Recuerdo los nombres de esos escaparates sonoros: “La radiola popular de El Perro”, “El químico”, “La chicharra”, “El sabor latino”, “El platino”, “El gran Tony”, “El conde”, “El ciclón”, “El guajiro” y “La clave”, entre otros, que eran algo así como el respaldo de las reinas populares durante las fiestas novembrinas. Candidata que se respetara debía tener en su “palacio real” a cualquiera de esos monstruos del sonido, mientras que los niños nos preocupábamos por aprender sus discos y hasta por grabar sus placas y sus canciones exclusivas.

Una admiración parecida nos producían los buses. Tal como lo hicimos con los pick up, niños y adolescentes nos volvimos fanáticos de los buses de Bosque-Blas de Lezo; y, unos años después, de los buses de la ruta San Pedro-Socorro que penetraba a nuestro barrio, pero por la avenida Pedro de Heredia. Antes de que estos últimos buses aparecieran, el pasaje en el transporte Bosque-Blas de Lezo era sólo de 50 centavos. En cuanto se puso en marcha el gobierno del presidente Alfonso López Michelsen, casi todos los pasajes de buses urbanos en Cartagena pasaron a costar un peso. Algunos usuarios, rebeldes con la nueva medida, insistían en esperar a los pocos buses de 50 centavos que aún circulaban, convirtiendo a las carreteras de la ciudad en exhibidores de buses vacíos, hasta que las autoridades del Tránsito recogieron las chatarras y la gente se acostumbró a las nuevas tarifas.

Entre la admiración por buses y equipos de sonido nuestra alegría se hizo más festiva cuando la candidata que representaba a El Socorro en el Reinado Popular ganó el certamen en ese año de 1974. No se me olvida su nombre: Nidia, la primera reina que tuvo nuestro barrio.

Para esa misma fecha, Lola debió marcharse para Venezuela en busca de un trabajo mejor remunerado con que cancelar las cuotas que se le debían al ICT. “Por poco nos quitan la casa”, es lo que ha dicho en todos estos cuarenta años. En ese entonces, Marquito y yo estábamos por terminar nuestros estudios primarios, a los cuales llegué un poco tarde, porque en aquellos tiempos los padres y abuelos siempre pensaban que los niños estaban muy pequeños para matricularlos en una escuela de primaria.

Así que me tocó recorrer un jardín infantil en el barrio San Diego, un colegio de banquitos (llamados así porque cada alumno debía llevar su silla) en Getsemaní y otro en El Socorro, con la señora Alicia Pomares, (“La seño Alicia”, le decíamos), quien hacía énfasis en la urbanidad y en la rectitud del carácter.

Pero, más temprano que tarde, la seño Alicia también se marchó para Venezuela con su familia; de manera que el único colegio de banquitos que quedaba en el barrio era el “Instituto La Fraternidad”, dirigido por el profesor Alfridis de la Rosa, un discapacitado autodidacta, alegre, parrandero y de una caballerosidad excepcional, quien sufría una enfermedad misteriosa que empezó por reducirle las piernas, después los brazos, la vista y, por último, la vida. Murió sin haber cumplido 50 años.

 

Y APARECIÓ LA ROAN

 

Uno de los sitios que sirvieron de punto de referencia, no sólo para El Socorro sino para toda la Zona Suroccidental de Cartagena, fue “La Roan”, un local comercial erigido en una de las esquinas de la frontera entre Blas de Lezo y nuestro barrio. Su fundador, y hasta hace poco propietario, fue Gonzalo López Calderón, un calarqueño que llegó a Cartagena en los años 60 y se desempeñó en varios oficios, hasta que instaló el asadero de pollos “Pin Pollo” en el barrio El Bosque.

A mediados de los años setenta adquirió la vivienda de un carnicero de Blas de Lezo a quien todos conocíamos como Acosta. En esa esquina nació “La Roan”, que primero fue panadería, luego supermercado, después taberna y billares, hasta que López Calderón vendió el negocio a quienes tuvieron el desacierto de rebautizarlo como “Rapitienda Unidos”. Pero nadie dejó de decirle La Roan. Y, aunque tiene otros dueños, se sigue llamando así, y continúa siendo la esquina más famosa de la Zona Suroccidental.

Con La Roan (las iniciales de los nombres de los hijos de López Calderón) nació otro tipo de diversión para jóvenes y niños de esos sectores. Si años atrás nos divertíamos con sólo ir a las parcelas del barrio La Consolata a buscar frutas; o con asistir a los campos de sóftbol y a las películas del Cine Don Blas, La Roan nos ofrecía, a bajo precio, panes calientes, recién hechos, con gaseosas frías que les ofrecíamos a nuestras amigas y novias para cerrar el día de clases con un buen broche de oro.

Barrio que se respete debe tener sus dos o tres personajes representativos. En lo que al mío concierne, destaco por el momento a dos: Cristóbal Paugan, un bailador, parrandero, peleonero, callejero y coleccionista de mujeres, a quien era imposible ignorar, porque su presencia era explosiva y veloz como un tren, como un aguacero de los mil demonios.

Le decían “El mermelada”. El día en que lo conocí fue precisamente una mañana en que se puso a molestar al otro personaje, un retardado mental llamado Ramiro, y apodado “Pichurria”, quien tenía por respuesta a la tomadura de pelo lanzar piedras hacia los techos de las casas. La mía fue víctima de sus rabietas. Ahora no sé qué ha pasado con Ramiro. No lo he vuelto a ver. Pero Cristóbal murió joven, víctima de una tos que lo torturó durante tres años hasta que se lo llevó a la tumba.

Mis vecinos suelen recordarlo, porque en todo participaba. Si en el barrio se ponían de moda las canciones románticas, él era el mejor bailador de baladas; si se organizaban campeonatos de sóftbol, él terminaba dándonos clases de pelota suave; si llegaba el primero de noviembre, él era el que más recogía víveres en el día de Ángeles Somos; si se organizaban grupos alrededor de la música norteamericana (o “solle” que llamaban) su conjunto era el más numeroso y el que mejor dominaba esos ritmos; y si el 31 de diciembre los niños nos emborrachábamos con vino Moscatel, Cristóbal prefería amanecer bebiendo cervezas rodeado de las amigas que no se cansaban de admirarlo. En fin, el tiempo terminó arrasándolo todo.

El Socorro es ahora uno de los barrios más solicitados de la llamada Nueva Cartagena. Y, tal como lo predijo Lola hace más de 40 años, está rodeado de centros comerciales, nuevas urbanizaciones y zonas rosa, que son como cuarteles generales de una lacra llamada prostitución juvenil.

La admiración por los buses y por los pick up quedó para la historia, porque ahora el servicio de transporte está a cargo de numerosas busetas, cuyos conductores parecen carecer de la imaginación que tenían los propietarios del Black Power, “El embrujo verde”, “El Al Capone”, “El lobo del aire”, “El señor de Monserrate” y “El Respetado”, los buses que admirábamos, que eran verdaderas galerías rodantes llenas de pinturas y adornos en los que también se exhibía un arte popular en peligro de extinción.


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