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La voz de Emiliano Ramírez se pasea como zumbido nocturno a través de las calles del Centro Histórico de Cartagena, mientras su guitarra sonríe melodías que elogian al bolero, la samba brasileña, el bossa nova o el jazz de todas partes.
Él también sonríe.
Siempre se ha valido de su sonrisa oscura, pero diáfana, para orificar el corazón de quienes terminan siendo sus amigos, solo por el gusto hacia la música y las buenas conversaciones.
No es difícil ser amigo de Emiliano, como tampoco lo es el escucharlo conversar con sus maneras de pensador acostumbrado al embriagante mundo de la noche y sus esquinas...un laberinto de esquinas talladas hace siglos por la mano del mismo colonizador que estuvo en la República Dominicana, donde Emiliano nació hace cuarenta y tantos años y de donde salió para querer morirse en otra tierra que por muchos motivos le recuerda a su querido Santo Domingo: Cartagena.
Algo hay en él que recuerda a Sofronín, el de la guitarra inapagable, el viejo siempre joven de las bohemias cartageneras, quien también fue su amigo irremplazable, “un ser de luz”, como lo describe Emiliano, “porque siempre estuvo dándole luz a la gente, música, sonrisas y vida a las personas que lo rodeaban”, explica.
Emiliano todavía maneja recuerdos, no solo en su guitarra, sino también en su memoria y en sus diálogos cargados de nostalgia por Olguita Guillot, Alfredo Sadel, Miltinho, Frank Sinatra, Jhony Albino, Ray Coniff, Diana Rose, Los Panchos y The Beattles, voces y melodías que inundaban la casa donde creció viendo a María Cristina, su madre, sentada al piano; y a Emiliano, su padre, tejiendo amores vespertinos para cada hijo.
Por ellos aprendió la poesía. Por ellos se concentró en el dibujo y la publicidad. Por ellos se volvió el trotamundos que un día saltó de Santo Domingo hacia Islas Margaritas, Bogotá, Valledupar, Barranquilla y Cartagena, por solo mencionar las ciudades que para algo le moldearon el andar y el carácter, dejando atrás las clases de solfeo y gramática musical que había iniciado en la academia Altos de la Sevillana de Santo Domingo.
Algo hay en él que no lo deja olvidarse de la figura de Nando Barrios (q.e.p.d.), uno de esos músicos completos que se pasean por las desordenadas calles de Barranquilla sin hacer mucha bulla, pero entregando lo mejor de su personalidad a gente sensible como Emiliano, quien terminó agarrando el consejo del amigo Nando y por él se vino a Cartagena: “Allá te puede ir bien”, le dijo.
Desde entonces, los días de Emiliano en Cartagena han transcurrido bajo la asimilación de la exquisita bohemia, la conquista de amigos, las lecciones de vida, las anécdotas inagotables y la creación de canciones que esperan cualquier día nutrir algún trabajo discográfico a guisa de testimonio para todas las posteridades.
Una noche de Emiliano es llegar a las salas del café El Santísimo, afinar la guitarra, verificar el sonido y organizar la lista de boleros que desfilarán hasta la media noche como zumbido de abeja, como instrumento melódico en las gigantescas catedrales del alma nocturna y acechante de quienes tienen la noche como lenguaje cristalino para decir la vida.
Una velada con Emiliano es verlo sonreír entre las piezas precolombinas que reposan en los rincones de su casa, haciendo juego con los canastos de San Jacinto, los cuadros del impresionismo y la figuración del arte contemporáneo; es verlo contar anécdotas, mientras prepara un arroz con pollo, una ensalada de hortalizas o alguna sopa que creó en el instante, inspirado por la cerveza que ha corrido a mares para disfrutar la música de Serrat, Sinatra o Juan Luis Guerra, que él esconde en su armario de libros y casettes legendarios.
“Cartagena es un huerto de sensibilidad —dice—; los seres más sensibles que he conocido son los vendedores de tinto y de cigarrillo en la calle de El Arsenal, la plaza de San Diego y la calle El Santísimo, donde trabajo ahora. Ellos siempre están silenciosos, pero también dispuestos a la conversación, a contarle a uno sus penas y no es difícil que se conviertan en tus amigos”.
De tanto leer poemas y novelas, Emiliano ha compuesto un cúmulo de boleros que, cuando los canta, hacen recordar a los juglares antillanos, pero también invitan a destapar una cerveza frente al mar mugroso del barrio Marbella, donde vive desde hace algún tiempo, en un apartamento que se parece a su alma.
“Tenías mi corazón” es el bolero que acaba de cantarnos y que hace parte de sus canciones más queridas, de las que ha escrito pensando en la gente que escucha sus conciertos diarios y que le extiende tragos, saludos, invitaciones y aplausos que él recibe o torea con la misma elegancia que maneja hasta para aplicar un regaño.
Por alguna razón, Emiliano dice que no todas las noches se parecen, aunque sea el mismo público de ayer el que le pida canciones hoy; aunque prosiga la parranda que se inició en su casa o a la orilla del mar, aunque lo que cante sea el mismo repertorio que viene configurando desde que aprendió la guitarra en sus años más tempranos.
Habla de Viviano Torres y de Conrado Marrugo como dos de sus hermanos musicales y espirituales más cercanos en esta vida de separaciones: “con ellos aprendí a crear hermandades más allá de la música y de los compromisos artísticos. Con Conrado organizamos el mejor grupo al que he pertenecido hasta el momento; y con Viviano me adentré en el alma popular de Cartagena, cuando se iniciaba el grupo Anne Zwing”.
El ancla que echó en Cartagena tiene su asidero en la “poderosa paz que aquí se respira”, según dice, una paz que también respiró en Santo Domingo, pero que en estos lares se encuentra casi silvestre. “En todo se respira tranquilidad aquí en Cartagena: la gente es de paz, el aire de paz, la calle es de paz...”, afirma con ese tono optimista y risueño que a veces parece colindar con la ingenuidad.
No habla mal de nadie, pero dispara verdades sin agresiones para los amigos que las necesitan, lo cual hace parte de la misma generosidad que lo hace recibir visitas hasta altas horas de la noche sin que la conversación se agote y con la música siempre al fondo, porque su vida siempre ha sido la música, la música en todas sus formas y sentidos.
Al parecer, poco se acuerda de la era Trujillo, pero acaba de comprar “La Fiesta del Chivo”, la novela de Vargas Llosa que ha empezado a leer a dos manos con su hermanazo Heriberto “El Chicho” Martínez. “Por donde está este papelito, voy yo; y por este otro, va El Chicho. Vamos a ver quién termina primero”.
El caso es que nada es de nadie. Todo es de todos.