En El Arsenal, entre cangrejos y recuerdos


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Bajo una lluvia fina y molestosa el cuidador de carros reconstruye con palabras las cosas que había en la calle mucho antes de que aparecieran los adoquines y el Centro de Convenciones, que pocas veces ha visitado.
Dice que desde los diez años se acostumbró a ver la calle congestionada por automotores grandes y pequeños; carretas de madera tiradas por hombres o bestias, mujeres palenqueras, colmenas y fondas que subsistían sobre una alfombra de fango negro y entre los eternos olores emanados del agua podrida de la bahía.
Él no sabe por qué le llaman la Calle del Arsenal, pero recuerda —no sin evadir con esfuerzos las celadas que a veces le tiende la memoria— qué cosas existían en los locales que ahora fungen como bancos, discotecas, almacenes, estancos y otros ofrecimientos en un solo lado de la calle.
Ahora tiene cincuenta años de edad y cuarenta de estar trabajando en esa calle, primero como “viajelero”, a los diez años, cuando se ofrecía para cargar las canastas de las señoras que hacían el mercado de lunes a lunes; después, como descargador de los camiones que llegaban a los grandes depósitos, supertiendas y graneros surtidores de colmenas y de vendedores callejeros.
Hablar con él y caminar a lo largo y ancho de la calle para que señale los nombres de los sitios que existían en los locales modernos de hoy, es un poco difícil, si se tiene en cuenta que casi todos los dueños de carros preguntan por Carlos Junco, el único a quien le confiarían su vehículo mientras salen a sus remotas e importantes diligencias.
Pero esta tarde, entre lluviosa y soleada, Carlos Junco aceptó prestarse para caminar la calle de punta a punta y decir, por ejemplo, que en la esquina que ahora ocupa el Banco Superior había una venta de gas kerosene; al lado, un almacén llamado El Punto Rojo; en Harvi Decoraciones quedaba el Más, el almacén que terminó purificado por las llamas a finales de los sesenta; después, venía la ferretería El Cubano, propiedad de un nativo de la isla antillana; donde hoy queda la discoteca Amnesia, estaba la ferretería El Centímetro; al lado, el almacén El Cazador, seguido por los víveres de Johnny Restrepo y un depósito de sal, cuyo nombre es uno de los varios que se le escapan.
También retiene en su memoria imágenes sólidas, como los enredijos que en el pasaje Leclerc —donde ahora funciona un sanandresito—, formaban los habitantes de las piezas feas y mal olientes que había en el primer y segundo piso, además de las ventas de animales, comidas, bebidas, consultorios de brujos, panaderías, cantinas y fondas de mala muerte; charcos de agua que hacían más incómodo el pasaje e inquilinos cachacos —y prófugos de la justicia— que vivían encerrados y se asomaban por las ventanas para que el sol les quitara la palidez del encerramiento.
Al lado del pasaje, recuerda Junco, había una pequeña cantina llamada Aurora; y, un poco más adelante, El Balcón Verde, un motel famoso por aquellos tiempos, pues las muchachas que a sus puertas permanecían, fueron las pioneras en Cartagena en eso de tomar por la mano a potenciales clientes que traficaban día y noche por el sector. “Así como en la Media Luna”, compara Carlos Junco.
Había depósitos que surtían de comida y otros artículos las grandes embarcaciones provenientes de las islas caribes, según dice Carlos, a la vez que recuerda un negocio familiar en la esquina trasera del diario El Tiempo, donde un señor cincuentón, y sus hijos, todos provenientes de las sabanas de Bolívar, organizaban montañas de naranjas que no duraban un día en venderse.
Dice que en las discotecas Plastilina y La Carbonera había almacenes especializados en pinturas; y en el pequeño callejón Bayter, que divide las esquinas donde se encuentran el Café Chef y la La Carbonera, permanecían varios peluqueros, de los cuales a quien más recuerda, con cierta burla, es a un chocoano elegante y ensombrerado, cuyos pantalones bien planchados no podían ocultar del todo una pata de palo que hacía sonar el cemento rústico del callejoncito.
“Aquí estudié toda mi primaria”, dice Carlos Junco, señalando el local donde reposa el Concejo Distrital, el mismo que alojó durante muchos años la Escuela Lácides Segovia, en la que Carlos cursó elemental mientras repartía su vida entre el trabajo y el estudio.
Recuerda mucha música sonando en los cuatro puntos cardinales de la calle, los traganiqueles y la cerveza fría que se consumía a montones sin necesidad de que fuera fin de semana. “La gente parrandeaba mucho”, comenta Carlos y, al mismo tiempo, piensa “que la vida era más fácil, porque uno con cinco centavos podía comprarse un poco de comida en la fonda de Rafael Villa.”
Siempre menciona a Rafael Villa como una de sus estampas más nítidas. Se trataba del propietario de una fonda generosa que funcionaba desde las cuatro de la mañana en el lado opuesto a las edificaciones de El Arsenal, a la orilla de la bahía, más exactamente donde el progreso instaló el parqueadero del Centro de Convenciones.
De ese lado recuerda un conjunto de casuchas donde la gente podía conseguir desde una aguja, pasando por una bruja para comerciar maleficios, hasta jovencitas que se acostaban con los trabajadores de los barcos y goletas que venían a surtirse en los grandes depósitos de enfrente.
“El que no tenía plata para entrar a El balcón verde, llamaba a una muchacha de esas, la llevaba detrás de los kioskos y estaba con ella lo más rápido que pudiera, porque a veces se presentaba la policía pidiendo papeles”, dice Junco, recordando que a ese sitio le decían Las Tablitas; más adelante quedaba La Carbonera, un gigantesco depósito al aire libre, el cual se nutría con el carbón traído de los corregimientos de Barú, Ararca y Santa Ana.
De allí brotaban, en gran parte, vaharadas pestilentes compuestas de agua salada, aserrín, fango negro, orines, estiércol y excreciones humanas, incrementadas por la presencia de los cangrejos grises y azulosos que invadían el mercado en las épocas de invierno.
Desde los diez años, a Carlos Junco se le hicieron familiares escenas graciosas protagonizadas por Arturo El Loco, Isabelita Baldiris, Juan Chorizo, Pascual y El Rayo, dementes delirantes y célebres de aquellos años; pero también opina que la Calle del Arsenal era un antro donde los raponeros hacían de las suyas diariamente, robando cajas de cerveza y gaseosa, asaltando a señoras de bien y de mal, maltratando a los maricas, comprando marihuana o haciendo convenios extraños con policías de baja estofa.
“Lo que nunca vi fueron esos tratos entre sicarios y gente de plata, como hacen ahora en Bazurto”, afirma Carlos.
Junco fue uno de los supernumerarios que las difuntas Empresas Públicas Municipales contrataron para derribar todo lo que existía del mercado público, finalizando los años setenta, cuando ya venía surgiendo la idea de construir un Centro de Convenciones sobre las aguas de la bahía.
Él mismo no se explica por qué no emigró con sus compañeros de trabajo hacia la zona de Bazurto, pero en cambio trabajó como portero, celador y cuidacarros en el Teatro Padilla, hasta que decidió volver a la Calle del Arsenal, mucho después de trabajar como extra en la película El regreso de Dyango, con Franco Nero y otras estrellas del cine mundial.
“Así fue como pude conocer el Centro de Convenciones —dice—, pero tuve que comprar la boleta. A mí nadie me invitó”.
Su “oficina” es un rincón oscuro y lleno de telarañas que anteriormente hacía parte del almacén Más, y en el cual se mantienen varias sillas plásticas, un banquillo de madera, cajas de cartón, donde guarda sus casettes de salsa y otras vertientes de la música latina, las cuales nos disponemos a escuchar, mientras acaba esta lluvia soleada que quiere entristecer la tarde.
Marzo de 2002


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