Aroldo Fuentes Pérez tenía 7 años de edad cuando su familia salió huyendo del corregimiento de San José de Hicotea, jurisdicción de Marialabaja, después que un grupo de guerrilleros les anunció que tenían 24 horas para abandonar la población.
Ese mismo día, varias familias vecinas lo abandonaron todo, menos la ropa que tenían puesta. Algunas partieron hacia otros departamentos, mientras que los padres de Fuentes Pérez se acordaron de algunos familiares que tenían en el sector El Hoyo, del barrio La Esperanza, en Cartagena.
Allí vivieron durante varios años, soportando la brusquedad de la nueva vida, la desconfianza de los vecinos y las burlas de los compañeros de escuela. El padre procuró salir adelante con la misma tenacidad que usaba en el pueblo para acumular los bienes que logró producir en más de quince años, mientras los hijos iban creciendo y tomando sus propias determinaciones.
Igual situación experimentó Manuel Zúñiga en el corregimiento de Montecristo. Sólo que, a diferencia de Fuentes Pérez, el desplazamiento forzado lo atropelló siendo un abuelo de más de sesenta años. Sus sueños de morir casi centenario y en medio de todas las cosas que había erigido con su trabajo, se truncaron la noche en que los paramilitares les ordenaron, a él y a sus paisanos, que se esfumaran, si no querían convertirse en comida para los goleros.
Ambos campesinos, Fuentes y Zúñiga, ahora son habitantes del municipio de Maríalabaja y hacen parte de los 225 miembros de la “Asociación de productores agropecuarios de Maríalabaja” (Asproagromar), en donde laboran hombres y mujeres, entre los que se encuentran, aproximadamente, 50 desplazados por el conflicto armado colombiano, quienes encontraron en la unión la forma de sanar heridas y solidificar su economía.
Muchos de los desarraigados por los grupos violentos provienen de corregimientos cercanos como Paraíso, Playón, San Cristóbal, Mampuján, San José de Hicotea y Montecristo, de donde salieron a ciegas sin saber si proseguirían sus vidas familiares y laborales, partiendo de cero, como al principio.
La vida los puso a prueba: después de ser propietarios de sus pequeños reinos, se convirtieron en arrendatarios y hasta en jornaleros de los grandes fincas de la región, pero la característica principal de todos, en cuanto a las ganancias que dejaban sus esfuerzos, era el haberse convertido en víctimas de los intermediarios que recibían sus productos en el municipio.
“El intermediario —explica Samuel Guardo Torres, presidente de Asproagromar— es la principal talanquera del desarrollo de un campesino agricultor, porque lo primero que hace es recibir el producto, sin cancelar un peso. Se lo lleva para la ciudad, lo vende y, cuando regresa, no entrega cuentas claras, sino lo que le conviene. De esa forma, el productor ve reducido sus esfuerzos a menos de la mitad”.
Las quejas contra los intermediarios, las conversaciones cotidianas, las reuniones vespertinas y espontáneas en la plaza del pueblo hicieron que se fuera gestando la posibilidad de que los campesinos productores lograran la comercialización de sus cultivos en forma directa, eliminando de un solo tajo al puente malsano que cobraba caro la ejecución de sus dudosos servicios.
“Fue así como nació la asociación —recuerda Victoria Julio Rocha, la vicepresidente—. Entre tantas conversaciones, que después se convirtieron en reuniones formales, nos dimos cuenta que la unión era el mejor camino para que nuestro trabajo se valorizara, adquiriéramos un mejor nivel de vida y unas buenas perspectivas de progreso”.
Confiando en los cálculos de Guardo Torres, son en total unas 45 mujeres las que trabajan la agricultura a la par de los hombres. El resto del grupo está compuesto por desarraigados en el conflicto, nativos de Marialabaja y campesinos provenientes de algunos corregimientos del departamento de Sucre y de los Montes de María la Alta, como El Carmen de Bolívar y San Juan Nepomuceno.
Pocos de los que perdieron sus parcelas en el proceso del destierro paramilitar o guerrillero, lograron adquirir otras en Maríalabaja, pero convencerlos para que integraran la asociación no fue tarea fácil, dado que todavía manejaban el estigma psicológico de la pérdida de la tierra, en un abrir y cerrar de ojos.
Pero una vez matriculados en esa nueva propuesta, empezaron a animarse cuando vieron los resultados de los contratos directos que se lograban con los comerciantes del mercado de Bazurto en Cartagena, quienes les solicitaban metas determinadas en cuanto a producción de ñame, maíz, yuca, plátanos y frutas, según la temporada, de donde surgía el dinero contante y sonante y sin tener que vivir a merced de un malhadado intermediario.
“Más adelante —cuenta Samuel Guardo—, nos vimos en la necesidad de hacer que nuestra asociación existiera ante los ojos del Gobierno Nacional. Ahora estamos participando en la producción del cacao, debido a la escasez de este alimento en el mundo. El Gobierno nos hizo un aporte de 500 millones de pesos para beneficiar a cien familias, recibiendo cada una dos hectáreas de tierra para el respectivo sembrado. Y la meta es producir 1.2 toneladas hectárea año”.
Guardo aclara, además, que “la propuesta del cacao llegó en buena hora, porque varios de los productos que estábamos cultivando y que tenían contrato con los comerciantes de Cartagena, empezaron a disminuir, quedando estable únicamente el plátano, el cual todavía tiene un contrato por el que debemos producir cuatro toneladas hectárea año. Pero no cesamos en la idea de conseguir contratos para los demás productos, porque nuestras tierras son ricas en variedad de cultivos”.
Ottoniel Pacheco Fillot, ingeniero agrícola y uno de los profesionales pertenecientes a la asociación, cree que, después del cacao, el maíz sigue siendo uno de los productos que más salida tienen en cuanto a la comercialización.
“Eso —explica— nos ha permitido establecer tratos con asociaciones de bolleros del municipio de Arjona, por ejemplo, quienes, por no cultivar maíz ni tener capital, adquieren las mazorcas con ciertos productores que se las fían, pero se las cobran de manera caprichosa, a medida que van vendiendo sus bollos. Nosotros les hemos planteado propuestas más humanitarias y es posible que dentro de poco comencemos a trabajar de común acuerdo”.
Además del ingeniero agrónomo, la asociación cuenta con una trabajadora social que asesora a los desplazados y a sus familias, lo mismo que en un cuerpo de profesionales del mismo área, aportado por aliados comerciales como la “Nacional de Chocolates”, el “Fondo Rotario”, la “Gestora Acompañante” y la “Gestora Regional”. En estas últimas también depositan el dinero que obtienen de sus negociaciones y lo recuperan a manera de préstamos que cada cultivador debe ir cancelando de manera responsable y puntual.
Un grueso número de mujeres de la asociación enviudó durante las incursiones de paramilitares y guerrilleros en sus corregimientos de origen, y ahora son ellas quienes dirigen sus hogares como cabeza de familia, mientras que otras, igualmente desarraigadas, sirven de acompañantes de sus esposos en el proceso liderado por ellos.
El ejemplo de la asociación ha repercutido en otra poblaciones contiguas, como en el corregimiento de Nueva Florida en donde existe una asociación de mujeres agricultoras, quienes apuntan hacia los mismos objetivos de sus hermanos marialabajenses.
Aroldo Fuentes Pérez fue uno de los que pudieron regresar a su pueblo, gracias a la ayuda de la Fuerza Pública y de las trabajadoras sociales que los orientan en la asociación, pero encontró todo arrasado en una casa desconocida que en nada se parecía a la de su infancia. Fue poco lo que su familia pudo recuperar, pero cree que el haberse integrado a Asproagromar “ha sido como una bendición, después de tanto sufrimiento y tantas necesidades”.