Casa taller Óscar Hurtado

En Trece de Mayo hay una ventana que sana heridas


Las riñas entre pandillas que suelen presentarse en los barrios marginales de Cartagena casi siempre tienen dos resultados: un homicidio y el consecuente ataque contra la casa de los victimarios.

Erick José, de 14 años, habitante del barrio Palestina, recuerda que siendo niño presenció la venganza de una familia a la cual tres pandilleros le asesinaron a uno de sus miembros.

A las pocas horas de acaecido el hecho, los ofendidos canalizaron su venganza lanzando piedras contra la casa de los agresores. Y no pasaron muchos minutos cuando apareció la primera de varias bolas de fuego que redujeron el aposento a cenizas.

Hasta el momento, Belinda Jiménez, una ama de casa de Pablo VI Segundo, ha cumplido la promesa de no volver a asistir al sepelio de alguna víctima de las peleas entre pandillas. En el último al que acudió, los autores del crimen no se conformaron con haber matado a sangre fría y por la espalda a un joven bachiller, sino que completaron su obra invadiendo el cementerio, destruyendo el féretro y destrozando a machetazos el cadáver.

Arnaldo Aguirre, el vigilante de un edificio del barrio Bocagrande, lleva casi diez años con el corazón envenenado por los deseos de venganza en contra de los pandilleros que asesinaron a su padre en circunstancias aún confusas.

Aguirre, residente en el sector Rafael Núñez del barrio Olaya Herrera, hace parte de la gran cantidad de cartageneros que ignora que en el barrio Trece de Mayo, en las faldas de La Popa, existe la “Casa-taller Oscar Hurtado”, una especie de clínica del alma, en donde sus funcionarios se encargan de aliviar el duelo y los deseos de represalias que los dolientes de un difunto violentado suelen anidar.

Óscar Hurtado Morelos fue, hasta el 21 de septiembre de 1997, uno de los trabajadores cívicos y culturales más emprendedores de Trece de Mayo. Era integrantes de los grupos “Calendas”, y “Estampas” de la Fundación Santa Rita para la Educación y la Promoción (Funsarep), en cuyo grupo folclórico ejecutaba la percusión, y en ocasiones hacía parte del conjunto de danzas.

Al mismo tiempo realizaba trabajos cívicos con sus hermanos y su madre, Josefa Morelos Díaz, dirigente comunal de la zona, quien, apoyada por Funsarep, fundó la “Asociación Trece de Mayo”, una reunión de vecinos que proveyó de lotes y viviendas a los actuales habitantes del sector.

La mayoría de los moradores de Trece de Mayo proviene de las zonas del caño Juan Angola, de donde debieron ser reubicados hacia el sector El Paraíso. Josefa, como dirigente comunal y habitante afectada, emprendió las gestiones para que una de las estribaciones de La Popa, que descansa en cercanías del barrio Daniel Lemaitre, fuera desmontada y sirviera como espacio definitivo para reasentar a los damnificados.

Los jóvenes participaron activamente en las labores de reubicación, no sólo en la asignación de los lotes y levantamiento de viviendas, sino también en labores cívicas y culturales que, según ellos, los mantuvieron alejados de las actividades insanas que empezaban a practicar niños y adolescentes de zonas vecinas como Palestina, República del Caribe, Santa Rita y Pablo Sexto Segundo.

Sin que los vecinos de Trece de Mayo lo supieran, el trabajo de sus hijos empezó a levantar resentimientos entre los pandilleros y vagos de los otros barrios, lo cual se manifestó primero en una ocasión en que cuatro jóvenes fueron atracados, pero los elementos de los que fueron despojados se recuperaron unos días después.

Óscar Hurtado se enteró y, en una de sus incursiones culturales a través de los barrios en donde se supone residían los pandilleros comprometidos en el atraco, comentó los hechos y exhortó a niños y a jóvenes a que se dedicaran a trabajar por la comunidad, en vez de frecuentar las fiestas de picós, en donde se rumoraba que algunos adultos les suministraban estupefacientes.

La respuesta se presentó rápido. A los oídos de Josefa llegó una amenaza: “Le vamos a dar su totazo”. A este desafío siguieron varios, pero ni los familiares de Óscar Hurtado ni sus vecinos les dieron la importancia debida, ya que, según explican, estaban seguros de que nadie los agrediría, porque a nadie le habían hecho daño. Todo lo contrario: el trabajo de Josefa, Hurtado y sus vecinos estaba redundando en el beneficio de toda una comunidad por tanto tiempo marginada.

El grupo de pandilleros, cuyas edades oscilaban entre los 9 y 13 años, que se cubrían los rostros con medias veladas y que llegaron al barrio Paraíso, en donde Óscar Hurtado estaba visitando a su novia, dio muestras de no entender ni respetar la validez del trabajo comunitario. La persona que los dirigía señaló a Hurtado, quien se hallaba sentado en la terraza de la vivienda revisando unos documentos:

—Esto es un atraco—anunció el pandillero—

—Entonces, tendré que darte estos papeles, porque no tengo plata.

—Te voy a dar un cuchillazo.

—Dámelo —dijo Hurtado sin apartar la mirada—, pero yo sé quién eres tú, aunque tengas la cara cubierta.

Esta última afirmación fue suficiente para que el forajido desenfundara una navaja de acero y le propinara una herida en el pecho de la cual nunca emanó sangre. El herido duró varios minutos tendido en el suelo de la terraza, hasta que aparecieron Josefa y otros vecinos, quienes lo levantaron y lo trasladaron al puesto de salud de Daniel Lemaitre, en donde los médicos determinaron que había llegado sin vida.

Los días que siguieron fueron de trastornos mentales para Josefa y de solidaridad para sus vecinos, ya que según ellos mismos, antes de la muerte de Óscar Hurtado las discusiones por nimiedades eran la constante en el sector.

Pero, en cuanto ocurrió la desgracia, todos se sintieron en la obligación de unirse para apoyar a la dirigente comunal que les había causado tantos beneficios, aunque en las visitas de apoyo no faltaron también las manifestaciones de los amigos de Hurtado, quienes le aconsejaban que organizara una cacería para exterminar a cada uno de los que participaron en el crimen. El autor material se hallaba detenido en Asomenores, de donde fue trasladado a la cárcel de Ternera cuando cumplió la mayoría de edad.

Josefa dice que nunca cedió a los ofrecimientos y cuando se cumplieron los tres años de la muerte del hijo, el 21 de septiembre de 2000, empezó a maquinar lo que sería la “Casa-taller Oscar Hurtado”, tema del que habló por primera vez en una cena navideña a la cual invitó a todos los vecinos.

La propuesta fue recibida con entusiasmo, toda vez que se trataba de reducir en un buen porcentaje las costumbres vengativas de las familias de la faldas de La Popa, ayudar a superar el duelo por la pérdida de un ser querido e involucrar a más familias en el trabajo cultural y comunitario que ya se venía adelantando desde antes de la muerte del joven Hurtado.

Como segundo paso, Josefa se mudó para el barrio Canapote y acondicionó la residencia de Trece de Mayo como la sede de la naciente Casa-taller en la que organizaron tres frentes: uno de artesanías, el cual coordina ella; otro de belleza, dirigido por Isabel Marrugo; y un tercero de modistería, en las manos de Carlota Delgado.

En cuanto a la asesoría para la superación de los duelos, cuenta Josefa que sus palabras y sus conocimientos brotan desde las épocas de su infancia en el municipio de San Onofre (Sucre), cuando veía a sus familiares enfrentándose por confusas ideologías políticas, que terminaron haciéndola huir de la casa desde la edad temprana, viniendo a parar a Cartagena como una de las primeras —según cree— gaminas que tuvo el Caribe colombiano.

En la calle fue violada por otros jóvenes callejeros; y a las pocas semanas, debió regresarse a San Onofre a ayudar en el reconocimiento de 35 familiares que cayeron asesinados y descuartizados por los grupos paramilitares que operaban en la zona. De ahí su autoridad y fortaleza moral para asesorar en la superación del duelo.

Cuando los jóvenes y niños que colaboran en la Casa-taller se enteran de que en alguno de los barrios de las faldas de La Popa ha habido un asesinato, avisan a Josefa, o a cualquiera de sus coordinadoras, y se organiza una visita a la casa de los dolientes. Las charlas empiezan con los relatos de cada uno de los miembros del taller, respecto a las desgracias que ya superaron y hasta es posible que acompañen con lágrimas los momentos de duelo.

Luego viene una invitación al taller, otras charlas de motivación, lecturas bíblicas, convivencia ciudadana e introducción a cualquiera de las tres áreas creativas que maneja el grupo para integrar más familias al trabajo comunal. Desde que comienzan las visitas, el lenguaje que se utiliza se encamina hacia el rechazo a la venganza, pero a la búsqueda de que la justicia actúe.

En algunas ocasiones, los niños que han padecido el asesinato de algún familiar son invitados al taller para que realicen sus tareas escolares, aprovechando el computador y el servicio de Internet que tiene la Casa-taller. Se espera el momento propicio para introducir al niño en las charlas de no a la venganza y de la superación del duelo.

Con esas medidas pacifistas y el constante impulso al trabajo comunal y cultural, la “Casa-taller Oscar Hurtado” ha logrado evitar, en los últimos años, más de diez actos de barbarie en contra de las viviendas de personas que han asesinado o lesionado a otras. Estas 12 personas, entre hombres y mujeres, laboran con el apoyo financiero de Funsarep y con recursos monetarios propios, pues todos deben aportar cuotas para el sostenimiento de la sede.

El resto de la tarea es tener palabras con que sanar heridas.


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