El día que le avisaron que desmontarían el score de tablas en donde trabajó durante 42 años, Gustavo Peláez Ruiz se puso a llorar.
Sus lágrimas no rodaban porque el trabajo que vendría después sería más fácil o más difícil, sino porque al desmontar las tablas en donde pasó gran parte de su vida, también estaban desmontando una serie de recuerdos que son, al mismo tiempo, páginas valiosas del béisbol cartagenero.
La noticia llegó a sus oídos desde antes de la iniciación de los “XX Juegos Centroamericanos del Caribe”, debido a que la destrucción del score de madera hacía parte de la remodelación del Estadio de Béisbol Once de Noviembre, el que efectivamente ahora luce un nuevo tablero ultramoderno, parecido a los que las cámaras televisivas enfocan durante los partidos de las grandes ligas.
El “profesor Peláez”, como le dice la mayoría de las personas que lo conocen tanto en el ámbito deportivo como en el docente, nació hace 61 años en Cartagena, en el barrio Amberes, pero actualmente reside con una hermana en el barrio Escallón Villa.
No tiene esposa ni hijos, pero dice que su vida está completamente llena con las clases de Estadísticas que dicta en el Liceo Bolívar y con las temporadas del béisbol en el Once de Noviembre.
Y fue precisamente en el Liceo Bolívar en donde estudiaba cuando se afianzaron más sus pasiones por deporte de la pelota caliente. Todos los sábados y domingos, mientras hubiera temporada, no perdía la oportunidad de convertirse en uno más de los fanáticos que atiborraban las gradas.
Tenía 18 años cuando se acercó por primera vez al score de madera, cuya estructura se asemejaba a la de una casa angosta, pero con suficiente espacio para tres personas, que era en realidad el número que allí laboraba contabilizando las incidencias de los partidos.
Se acuerda de un señor barranquillero ya fallecido y apellidado Lorduy, quien era el encargado de manejar el tablero. A él le preguntó en cierta ocasión por los secretos para conducir las cuentas con la misma rapidez con que él lo hacía.
Las lecciones comenzaron en la siguiente semana, y duraron un mes. Más tarde, el señor Lorduy se retiró del tablero, dejando a un cuñado al frente y a Peláez como ayudante. Un año después se retiró el segundo jefe y Peláez quedó solo en el oficio, como lo ha estado hasta el momento.
“Ese tablero —recuerda— parecía como una casa de madera. Por dentro tenía tres pisos. En el tercero había seis ruedas numeradas, como las que se usan en los sorteos de la lotería: tres pequeñas y tres grandes. Las pequeñas servían para marcar las bolas, los strike y los out. Las grandes servían para los hit, los errores y las carreras. Pero, en el primer piso, se anotaba el score final, las carreras, los hit, los ponches y bases por bola. Era como la estadística de todo el juego. Al lado del score estaba el line up. Es decir, los nombres de los equipos y las posiciones de cada uno de los jugadores”.
Aunque estaba seguro de su pericia con el manejo del tablero, con el tiempo Peláez buscó tres ayudantes: dos jóvenes tan aficionados como él al béisbol y un radio transistor que colocaba en cualquiera de sus oídos y sin preferencias por ninguna emisora ni narrador, porque todas las estaciones de la banda A.M. transmitían el béisbol, que era la pasión deportiva de Cartagena.
Fue en 1970 cuando por primera vez llegó a Cartagena un equipo cubano a participar en un mundial de béisbol amateur. Los jugadores isleños preguntaban con insistencia si el tablero de palo, que se divisaba al lado derecho de las gradas de sombra, era electrónico.
Y todo por la rapidez con que Peláez cambiaba las cuentas sin cansarse ni aburrirse, como pudo haberle sucedido en 1975, cuando se enfrentaron los equipos Águila y Lesa, en un partido kilométrico que duró 22 entradas, pero debió ser suspendido a las 6 y 30 de la tarde, porque el estadio aún carecía de las torres luminosas que ahora tiene. Todas, para entonces, estaban tiradas en el suelo para una futura instalación.
El partido resultó empatado 4 carreras por 4, pero los aficionados quedaron contentos, a pesar de que desde las 12 del mediodía estaban calentando las gradas, viendo cómo los dioses de aquellos tiempos desplegaban sus genialidades en el diamante más popular del Caribe colombiano.
No obstante, Peláez dice no haber sentido admiración por ningún beisbolistas. La tarea de contabilizar los encuentros beisboleros no le permitían rendirse ante tales placeres. Su gran placer eran los números que descifraba en sus clases del Liceo Bolívar y en las cuentas del bate y las manillas.
No dice cómo andan sus estadísticas monetarias personales, pero recuerda que en los años sesenta y setenta, la Liga de Béisbol de Bolívar le pagaba 7 pesos por partido jugado. En una temporada de béisbol amateur podía contabilizar hasta 80 encuentros.
Actualmente, le pagan 25 mil pesos por juego, si se trata de un campeonato profesional; y 20 mil, si le toca un torneo amateur.
De ahora en adelante, tal como le sucedió durante los encuentros entre los países que estuvieron en los Centroamericanos, le toca seguir sorteando las inconformidades de quienes aún no aceptan la presencia del score electrónico.
Con este nuevo sistema de trabajo, Peláez no tiene que retirarse hasta el extremo final del estadio, ni encerrarse entre cuatro paredes de madera, ni bajar y subir pisos, pues ahora sólo debe ubicarse en una de las casetas construidas en lo más altos de las gradas; y desde allí observa el partido y va marcando lo correspondiente en un pequeño dispositivo que guarda en una cajita de madera.
El dispositivo tiene tres botones rojos para marcar las bolas, los strike y los out. Otros tres botones azules para marcar las carreras, los hit y los errores. Un botón blanco, que reposa sobre una base azul, le sirve para marcar el número de cada jugador, mientras que otro botón blanco con base verde es el necesario para empezar una nueva marcación y un nuevo partido.
“Aunque este score no es tan completo como el anterior —dice Peláez—, es más sencillo y trabajo menos. Es tan fácil que el día que me lo trajeron, aprendí a manejarlo en media hora. Pero la gente está inconforme, porque le falta la marcación de los ponches, las bases por bola y el line up.
Silencioso y de palabras rápidas, el profesor Peláez se siente orgulloso de que, en 42 años, nunca cometió errores en la contabilidad del tablero de madera; y una de sus estrategias para estar siempre a tono con él, era llegar y organizarlo todo una hora antes de cada partido.
Dentro de poco saldrá jubilado por sus 36 años de servicio como profesor del Liceo Bolívar, y aún no sabe qué hará para llenar el tiempo muerto, mientras llegan las temporadas del béisbol.
El otro día, en la Plaza de Toros Cartagena de Indias, vio archivadas las seis ruedas numeradas que durante cuatro décadas utilizó para contabilizar las incidencias del béisbol en el Once de Noviembre; y se acordó del señor Lorduy, quien duró 20 años y se cansó rápido. Se acordó del cuñado de aquel, que quién sabe por dónde andará.
Y ahora se acuerda de él mismo, cuando apenas tenía 18 años y soñaba con manejar esos números, tal como lo hacía en las clases de Matemáticas del Liceo Bolívar.