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A finales de los años 70 del siglo XX, el venezolano Oscar D’ León, uno de los cantantes más aplaudidos del ambiente salsero de la época, abandonaba La dimensión latina, orquesta con la que se abrió paso no solo en Venezuela sino en todo el orbe caribeño.
En ese momento, Harlan Venner (cantante colombiano radicado en Venezuela, pero natural de San Andrés Islas e hijo adoptivo de Cartagena de Indias) hacía parte de la orquesta Federico y su combo latino, agrupación que actuaba como contrapeso de La dimensión latina, pero solo a nivel de presentaciones, porque en cuanto a sintonía radial y a ventas discográficas los intérpretes de La comprita y Llorarás batían récords insuperables para la época.
Afirma Venner que las supuestas rivalidades entre Federico... y La dimensión... eran solo un gancho comercial, cuyo principal objetivo apuntaba a convocar público hacia los mano a manos que se organizaban en las diferentes ferias que tenían lugar por casi todo Venezuela, de tal suerte que en ese proceso se fue fraguando cierta camaradería entre los integrantes de ambos bandos.
Y fue con Harlan Venner con quien conversaron Víctor Mendoza y César Monje (la alta cúpula de La dimensión latina), cuando andaban buscando no solo a un buen cantante, sino a un excelso sonero que pudiera tapar el hueco dejado por un monstruo como el llamado León de la salsa.
—Yo conozco al cantante que ustedes necesitan— les dijo Venner a Mendoza y a Monje.
—¿Quién es?—le preguntaron.
—Es colombiano. Se llama Hugo Alandete y vive en Cartagena.
Por esos días, Venner tenía planeado regresar a Cartagena en pos de diligencias personales, por lo que se comprometió a conversar con el cantante cartagenero para darle la buena nueva; y, si era posible, regresar con él a Venezuela en donde empezaría enseguida a asumir el enorme reto de cubrir el espacio dejado por el también reconocido como Faraón de la salsa.
Aunque no eran amigos ni personas cercanas, Harlan Venner recuerda que en muchas oportunidades vio las actuaciones de Hugo Alandete como cantante líder de varias agrupaciones, con las que demostraba no solo sus dotes de sonero inagotable, sino también sus conocimientos en eso de dominar el bolero y los distintos ritmos de la música tropical colombiana. Así que en cuanto pisó tierra cartagenera preguntó por Alandete y le informaron que laboraba en el bar del Hotel Capilla del Mar, como la voz titular de la orquesta Alfonso y su octava potencia.
Cualquiera de las noches en las que Venner permaneció en Cartagena se presentó al hotel y compartió algunos tragos con Alandete y los muchachos de la orquesta, hasta que encontró el momento propicio para hablarle de la propuesta venezolana, pero la noticia no produjo el entusiasmo que el sanandresano esperaba. Hugo Alandete se desternilló de la risa y casi enseguida se negó a viajar a Venezuela.
“Es posible que lo haya tomado como cosa de tragos —supone Harlan—, pero no le insistí. Regresé a Venezuela, le conté el asunto a los muchachos de La dimensión... y ellos resolvieron el problema por otro lado”.
No es esta la única anécdota que vincula a Hugo Alandete con el desprecio de oportunidades para su propio despunte artístico-musical. Él mismo ha hablado en repetidas veces sobre el interés que el puertorriqueño Tommy Olivencia puso en su estilo de sonero y de cantante rítmico y creativo.
Pero, al igual que con La dimensión latina, su respuesta fue negativa, ya que por esos días afirmaba estar pensando en sus propios proyectos para convertirse en líder en Cartagena, en vez de conformarse como segundón en tierras lejanas. Y en este último aspecto, las opiniones suelen dividirse: para algunos, Alandete logró lo que quería con las grabaciones que dio a conocer en los años ochenta. Para otros, no pasó ni siquiera la mitad de lo extraordinario que se esperaba de él.
VOY A COGER UN CAMINO...
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No es tan fácil entrevistar a Hugo Alandete. Pero no porque se haga el difícil o porque se esconda para complicarle el trabajo a los periodistas, no. Todo lo contrario: se le propone una entrevista, y enseguida acepta sin preguntar siquiera de dónde viene el entrevistador o cuáles objetivos persigue.
El problema radica en la cortedad de sus declaraciones. De nada sirven las preguntas abiertas y la rememoración de anécdotas con el fin de que se explaye en un relato abundante sobre sus recuerdos de juventud entre Cartagena, Barranquilla y Bogotá.
De nada sirve: él siempre responderá con una de esas frases que, más que frases, parecen disparos de pistola; o machetazos sobre un tronco seco. Por ejemplo:
—¿Quién le enseñó a sonear?
—Nadie. Yo solo. Oyendo a Maelo.
En este momento en que estamos sentados en medio de la calle peatonal del barrio Los Calamares, en donde vive, la conversación con el llamado Sonero mayor de Cartagena es lenta y pesada. Algunos colegas me cuentan que no siempre fue así. Que el Hugo Alandete de los años setenta era rápido, dicharachero y relator de cosas increíbles, pero el que tengo enfrente es dramáticamente paquidérmico y semi tartamudo y con un nuevo aditamento: su mala memoria.
El no recordar con frescura muchos de los datos que se le plantean para que confirme o descarte, suele atribuírselo a una operación de corazón abierto que le practicaron ocho años atrás, por la que echó a un lado su afición a la bohemia, para optar por el recogimiento espiritual que le ofrece una iglesia cristiana a la que asiste con cierta regularidad y convicción, según dice.
El Hugo Alandete que conocí en los años ochenta todavía era veloz, bailarín, improvisador, gracioso y sustancioso en cada una sus intervenciones. Era uno de los protagonistas de las tardes pre novembrinas de la Plazoleta Telecom, fungiendo como cantante líder de Alfonso y su octava potencia, con la que interpretaba la salsa de moda y todo el repertorio de la música del Caribe colombiano.
En ese momento era común verlo en casi todos los espectáculos que se programaban en Cartagena y en el departamento de Bolívar, pero también en los carnavales de Barranquilla, en las ferias ganaderas de Montería o en las celebraciones enerinas de Sincelejo.
Para adicionarle un poco de más argumento a sus declaraciones, el periodista debe conversar con los amigos del personaje o, por lo menos, con personas cercanas que hayan tenido alguna apreciación sobre la obra musical que, dicho sea de paso, reclama algún estatus dentro del descomunal cancionero colombiano y caribeño.
Varios de esos conocidos recuerdan al Hugo Alandete adolescente, quien ya daba sus primeros pasos como compositor y cantante en el incipiente ambiente musical de Cartagena; pero otros lo recuerdan más como a uno de esos autores anónimos a quienes los intérpretes de moda les solicitaban canciones, sin premiarlos con el crédito que debía consignarse en las carátulas de los discos de larga duración.
Cuenta el compositor Alberto Morales Betancourt que, a mediados de la década de los 50, él y Hugo Alandete conformaban un dúo de muchachos tan entusiasmados por la música que una de sus principales aficiones era pasarse las tardes en el Parque del Centenario (en ese entonces, el sitio de reunión de los músicos de Cartagena) para escuchar conversaciones y exponer las inquietudes que, en forma de canciones, se les venían a la cabeza.
“En esa época —asegura Morales— era común que intérpretes famosos como Lisandro Meza, Alfredo Gutiérrez, Aníbal Velásquez o Pedro Laza, por mencionar solo esos, llegaran al Centenario a buscar compositores o músicos para que les dieran canciones o les hicieran arreglos. Hugo y yo, con nuestras ocurrencias, nos fuimos ganando un espacio, porque teníamos el don de componer en un momentico. A nosotros nos grabaron muchos temas y nunca nos dieron crédito. Pero no nos preocupaba. Lo importante era que nos grabaran y sentir que habíamos participado en la obra de un artista, y que estábamos abriendo camino para ser grandes”.
En efecto: otro de los dones que los colegas de Hugo Alandete le exaltaban era la capacidad para componer canciones al instante; y con eso, sacar del apuro a alguna orquesta que necesitara rellenar un trabajo discográfico.
Las palabras de Alberto Morales cobran asidero en las declaraciones que el pianista Víctor “El Nene” del Real dio al también músico y presentador de televisión Jimmy Salcedo cuando lo entrevistaba en 1986 respecto al éxito de la canción Patacón pisao, de Ramón Chaverra, que se había convertido en batazo nacional, gracias a la magnífica interpretación de Juan Carlos Coronel.
“Hugo Alandete —afirmó El Nene— es de esos compositores que improvisan una canción y después no se acuerdan qué fue lo que compusieron. Un día yo estaba en mi casa organizando el repertorio de canciones que acompañarían a Patacón pisao, y caí en cuenta de que todavía me faltaba una. De pronto llegó Hugo y me acordé de que por ahí me quedaba un arreglo de piano. Se lo toqué para ver qué se le ocurría. Y él, con solo escuchar los acordes, comenzó a cantar enseguida: ‘se me cae, se me cae, el pantalón se me cae’. Y así nació la canción Se me cae, que también fue éxito, después de Patacón”.
Son muchos los empresarios del espectáculo, personajes del bajo mundo y —por supuesto— los músicos, quienes todavía recuerdan al Hugo Alandete muchacho, acompañando a orquestas en la desaparecida Tesca, una zona de tolerancia que hasta mediados de los años setenta funcionó en la zona suroriental de Cartagena.
Sus escuelas del entrenamiento salsero y tropical fueron establecimientos como el Big fox, El príncipe y el Rey bar, en donde acompañó a orquestas como la de Vega y sus muchachos y la de Toño y su combo, con las que también se presentaba en el programa radial El show de Pepe Molina, en donde compartía escenarios con Iván el terrible, un cuentachistes que años después fue asesinado en confusas circunstancias.
Tiempo después, cuando se consideró que el prometedor cantante ya tenía toda la fuerza y la creatividad que le reportaron sus admirados Ismael Rivera y Rolando Laserie, fue invitado entonces a ser el vocalista principal de la orquesta del bar Las Vegas, en donde empezó a erigirse otra imagen, un poco diferente a la de bohemia y desenfreno que se respiraba en Tesca, aunque la bohemia no dejó de perseguirlo durante los años que siguieron.
A QUE NO ADIVINAS DE DÓNDE SOY...
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El Hugo Alandete del Siglo XXI todavía conserva el rostro risueño, la voz aguardientosa y una ligera torcedura en la boca, que le dan una apariencia singular: es como si uno no estuviera viendo al cantante Hugo Alandete Gómez, sino su caricatura. Aunque debo reconocer que el peinado afro que usaba en los años 70 y 80 acentuaba mucho más esas facciones que semejan trazos al carbón.
Ahora usa el caballo corto, casi rapado. Su saludo es también corto y en bajo tono: “¿qué más, mi llave?”.
La conversación empieza cuando le recuerdo escenas de la Plazoleta Telecom en donde se destacaba como improvisador de versos y bailarín; otra escena de una tómbola en el colegio Liceo de Bolívar, en donde los estudiantes, extasiados con su manera de cantar, reunieron dinero extra para que siguiera improvisando hasta tarde de la noche; otra escena en donde le dio una lección de canto, gracia e inspiración a un conjunto vallenato en la Gallera Pedro Rhenals, del barrio El Bosque; otra escena en donde compartió honores con la Orquesta Aragón, de Cuba, en medio del Parque de Bruselas; y finalizo con una anécdota de los tiempos en que lo invitaban a todas las inauguraciones de calles recién pavimentadas en las zonas populares de Cartagena. Fue entonces cuando sus colegas músicos le colgaron el remoquete de Hugo “Pavimentación” Alandete.
Pero en realidad, los motes que más lo han hecho popular en el Caribe colombiano vinieron de las casas disqueras y de las emisoras: Hugo Alandete, “El sonero mayor de Cartagena”; Hugo “Sabor” Alandete y Hugo “Melao” Alandete.
Ambas denominaciones estaban fundamentadas en una verdad que se hacía visible en las presentaciones del salsero que ahora dialoga conmigo. A esa manera de improvisar y de transformar las canciones en emocionantes giros de picardía, él mismo la bautizó como “son melao”, un secreto que solo él manejaba y que pudo llevarlo más allá del tercer cielo de la fama y de la gloria.
Pero no quiso, no pudo o no supo. Sus allegados le endilgan la responsabilidad a la bohemia, y es aquí cuando le recuerdo las muchas veces que lo encontré farreando en las oscuridades del bar El Pulpo, del barrio Escallón Villa. Otros amigos creen que fue timidez y falta de decisión lo que impidió que Alandete compartiera grandezas con Joe Arroyo y con los más gigantes del universo antillano.
Él mismo tiene una razón corta y contundente para resolver las inquietudes de quienes lo conocen y admiran: “es que a mí me mata la cartagenitis. El cartagenero es duro para salir de su tierra. A uno le puede estar yendo bien en otra parte, pero siempre quiere regresar por el pescao, el arroz con coco y el trago de Tres Esquinas”.
En los terrenos de la anécdota-leyenda navegan pasajes como aquel en el que se cuenta que a Hugo Alandete lo invitaron a una presentación en Nueva York, en donde compartiría escenario con otros grandes de la salsa, por lo que su repertorio se montó con base en canciones del espectro salsero, cosa que rechazaron los latinos de la gran manzana, porque en realidad esperaban una lluvia de cumbias, porros, merecumbés y toda la gama musical del Caribe colombiano.
Otra anécdota: Hugo Alandete enfrentándose a Oscar D’ León en un escenario impreciso. Nadie sabe dónde ni cuándo. Por eso el cuento, que parece más una leyenda urbana, tiene los finales que a la gente se le ocurran: “Hugo le dio la limpia a Oscar D’ León”, “Hugo se le escondió a Oscar D’León”, “Hugo y Oscar quedaron empatados...”
La polémica podría finalizar con una sola respuesta de Alandete, pero se le plantea la inquietud y él solo dice torciendo la sonrisa: “mierda, mi hermano, yo no me acuerdo de esa vaina”.
MARTA CABARCAS ES CULPABLE...
Al instante, recuerdo otras escenas de mediados de los años ochenta: Hugo Alandete era el rey de la sintonía en las emisoras de entonces, porque su canción Llora corazón resultó tan arrolladora que ya es un clásico no solo de la música cartagenera sino del espectro costeño en toda Colombia.
En la Plaza de toros Cartagena de Indias se desarrollaba una especie de festival anual llamado El bucanero de oro, al que se presentaba casi la totalidad de agrupaciones musicales de la capital de Bolívar, y en el que pocas veces alcanzaba el tiempo para que todas actuaran.
El público estaba efervescente por obra y gracia de la cantidad de grupos de todos los géneros que habían pasado por la tarima, pero solo hubo un momento en el que los muros del recinto parecían derrumbarse ladrillo a ladrillo: el momento en el que la orquesta El Nene y sus Traviesos hizo sonar el piano en los primeros acordes de Llora corazón. Y los animadores hacían que se repitiera ese acorde una y otra vez para que la gente gritara el nombre del cantante que venía a continuación. Y apareció Hugo Alandete luciendo un vestido entero de color amarillo y disponiéndose a complacer al público con toda la energía del mambo personal que manejaba en aquellas épocas.
Ahora pone cara de no acordarse mucho. Pero balbucea otra frase corta como tratando de no quedar mal: “sí —dice— en esa época nos invitaban a todas partes”.
—¿De dónde cree que le viene la música?
—Creo que de mi papá, Juvenal Alandete. Él también cantaba. Después compró un picó. Y con eso fue como mis hermanos y yo conocimos la salsa. Uno de ellos también se llamaba Juvenal y tocaba el bongó. Ya murió.
—¿De cuál barrio era ese picó?
—De Barú. Yo nací en la isla de Barú. Mis hermanos también.
—¿Quiénes de los cantantes que escuchaba en el picó le gustaban?
—Todos. Pero oí con más atención a Ismael Rivera y a Rolando Laserie. Maelo era mi maestro.
—Aparte del picó, ¿había agrupaciones musicales en Barú?
—No recuerdo, porque cuando tenía 8 años me trajeron para Cartagena, al barrio Escallón Villa.
—¿Y a esa edad ya cantaba?
—Un poquito. Lo hice en serio como a los 13 o 15 años, pero primero estuve trabajando en una empresa gringa que se llamaba Misión Karex. Después que salí de ahí fue cuando me metí en la orquesta de Emisoras Fuentes. Tenía como 22 años.
—¿Quién lo llevó a esa orquesta?
—Lo que pasa es que esa emisora tenía un programa dominical para cantantes aficionados. Yo me presenté y le gusté a la gente de la orquesta. Por eso me quedé.
—¿Quiénes lo acompañaban en ese grupo?
—Recuerdo que el director era Remberto “El pollo” Sotomayor. El cantante oficial era Johnny Moré, el que grabó La piragua. Ah, bueno, él también era uno de mis modelos aquí en Cartagena. Pero yo seguía estudiando a Maelo y a Laserie.
—¿Cuánto duró en esa orquesta?
—Un buen rato, porque después Johnny Moré se fue de gira y yo quedé como cantante de planta.
—¿Y grabó algo?
—No, porque después llegó Toño Beltrán y me dijo que quería desarmar un trío que tenía por ahí, para convertirlo en orquesta. Se llamó Toño y su combo. Allí estuve dos años.
—¿Y tampoco grabó?
—Sí. Grabé un tema mío que se llama Isla de San Andrés. A los dos años me fui para Bogotá, porque resulta que Ramón Ropaín me mandó a buscar con un trompetista italiano que no me acuerdo como se llama. Nos fuimos juntos. Ya yo tenía como 25 años. Con Ropaín canté mucha música colombiana. Aprendí bastante.
—¿Aquí duró un poco más?
—No, como tres años. Pero antes me llevé a mi familia. Después me fui para una orquesta que se llamaba La tropibomba y duré poco, porque me entró la “cartagenitis” y me regresé para Cartagena.
—¿Y cómo encontró a Cartagena?
—Bien. Había gente inquieta en la música, como Óscar Arnedo y Víctor “El Guachi” Meléndez. Los tres formamos el grupo Los seven del zwing. Allí sí grabamos en la disquera Felito Récord, pero no me acuerdo de las canciones.
—¿Y pegaron?
—Que va. Yo después me fui para Barranquilla a grabar con la orquesta La Protesta, que tenía músicos cartageneros y barranquilleros. Grabamos un L.P., pero yo nada más participé en los coros. Por ahí grabé algo con Lisandro Meza y me devolví para Cartagena.
—¿Ya eran los años 80?
—Creo que sí, porque fue cuando comencé a trabajar con Alfonso y su octava potencia. Esa fue una época buena, porque en todas partes tocábamos. Es que era una tremenda orquesta. Tocábamos lo que estuviera de moda, pero más que todo salsa y música colombiana.
—¿Cuándo se le dio por crear el Grupo Melao?
—Cuando empezaron a sonar canciones como Llora corazón, que grabé yo. Y otras que me grababan otros grupos. Claro, ese Llora corazón lo grabé con la orquesta de El Nene en la disquera Codiscos, pero el único que aparecía en la carátula era yo. Ese LP se llamó Salsa y bembé. Fue mi primer LP completo, porque antes había grabado unos cuantos temas con los grupos que ya te dije.
—¿Y eso lo obligó a crear el grupo?
—Sí, porque empezaron a lloverme los contratos, pero El Nene no todas las veces podía acompañarme.
—¿Qué otras grabaciones vinieron?
—Pa’ ve’ si me acuerdo: hay unos LP que se llaman Canto al amor, Grupo Melao, Sálvese quien pueda, Invasión, que es donde está La espina. Ese tema fue un tramacazo, así como Llora corazón. Tengo otro que se llama Después de todo, pero ya ese no es con Codiscos sino con Sonolux.
—¿Por qué no siguió con Codiscos?
—Porque, para esa época, ya la música de los cartageneros estaba perdiendo interés para ellos. Entonces, me apareció la oportunidad con Sonolux y fue cuando hice Después de todo. Pero ahí faltó promoción. No se oyó mucho.
—Después, no se le oyó nada nuevo en radio ni en presentaciones...
—Presentaciones tenía, pero poco a poco me fui apartando por problemas de salud. No sé si te acuerdas que me operaron de corazón abierto.
—Sí. ¿Pero en algún momento pensó dejar el espectáculo?
—No. Al contrario: cuando me sentí con fuerzas, grabé otro disco con mi hijo Huguito en el piano. Se llama Los pollitos. Me gustó mucho lo que hicimos, pero las emisoras no se interesaron, como yo esperaba.
—Recuerdo que hasta le hicieron un homenaje cuando salió del hospital...
—Ah, sí. Eso fue en el Parque Bruselas. Lo organizó Carlos Díaz Redondo, que era alcalde de Cartagena en ese momento. Muy bacana la cosa.
—A propósito de Los pollitos, allí regrabó Llora corazón. ¿Por qué?
—Porque la gente me preguntaba que cómo hacía para conseguir la grabación original, y yo no sabía qué decirles, porque tú sabes que ese tema es de Codiscos y ellos nunca lo volvieron a sacar.
—Allí grabó el bolero clásico Inolvidable, y le quedó bueno. ¿Por qué no lo había hecho antes?
—Yo canté algunos boleros en presentaciones, pero no se me ocurría grabarlos, porque ese ritmo no tenía tanta acogida entre el público que yo tenía. A veces uno tiene que hacer lo que le guste a la gente.
—Dígame, ¿qué es la cartagenitis?
—Es una vaina así... Hombre, a ti te puede estar yendo bien en una parte, pero de pronto te empiezan a dar ganas de estar en Cartagena, parado en el Muelle de los Pegasos o en el Camellón de los Mártires, hablando con tus amigos. A veces esas ganas se juntan con ganas de comer pescado en el mercado o en La Boquilla. Y otras veces, te acuerdas del Tres Esquinas...y en un arranque de esos terminas regresándote.
—¿Y conoce a muchos músicos que hayan pasado por eso?
—Sí, uuuuufff. Pero no es nada más con músicos. Ha habido beisbolistas y profesores que han perdido buenas oportunidades en otros países por estar pensando en Cartagena.
—Y ahora, ¿qué está haciendo?
—Canto todas las noches en el Hotel Decamerón con Huguito y Edinson, mis hijos. El primero toca piano. El segundo, el trombón.
—No le preocupa su falta de memoria?
—A veces. Pero cuando estoy cantando, siempre pongo a Huguito a mi lado para que me recuerde lo que se me olvide. Otras veces trabajo con la Cartagena Caribe Big Band, cantando porros y cumbias. Y ahí voy.
Abril 2013