El agua pura que baja de la sierra

Hurtado, el oasis del Valledupar


El río Guatapurí corre mucho más en el cuerpo de las canciones vallenatas que en su propio lecho geográfico.

Lo mismo sucede con Hurtado, uno de los sitios más visitados por los turistas que anualmente arriban a la ciudad de Valledupar, fascinados por los anuncios de alguna cumbre de acordeonistas o por la certidumbre de que en esa tierra se esconden fragmentos del espíritu del Macondo que conocieron a través de las narraciones del escritor que ya sabemos.

Hurtado no es sólo un pequeño tramo del largo recorrido que hace el Guatapurí desde la sierra nevada de Santa Marta, sino también el lugar de reposo en donde los parranderos nocturnos acostumbran a refrescar la resaca bajo la múltiple arborización, o sumergiéndose en las ateridas corrientes de color marrón que se deslizan sobre piedras y arena, como huyendo de un espanto y buscando las vísceras de los siete mares.

Es muy probable que las primeras noticias que un forastero empiece a cosechar acerca del río Guatapurí las haya escuchado en ciertas canciones de Rafael Escalona o en el alegre lamento del desaparecido Fredy Molina, quien, tal vez, temulento por la brisa que inclina a los caracolíes en el Magdalena Grande, se atrevió a decir que “...cuando el Guatapurí se crece, al sentir mi pasión se calma. Es un río que nace en la nevada y en todo el Cesar fuerte se siente. Pero mi gran pasión iguala al ímpetu de su torrente...”

Es posible que de otro modo se haya dejado embrujar por las palabras y la guitarra de Hernando Marín cuando sentenciaba que “...!ay!, no volverá aquella campesinita a bañarse en las aguas del manantial, porque el Hurta’o le queda más cerquita desde que se fue pa’ Valledupar...”

O quién sabe si el forastero es uno de esos vallenatófilos recientes, de aquellos que un viernes por la tarde parrandean en las esquinas de las universidades y se entregan al sortilegio de paseos vallenatos que saben a pueblo y a ciudad, tal como lo contempla Rafael Manjarrez desde su nostalgia de estudiante pobre, “...pero yo vuelvo al Valle, voy a Hurtado y me encuentro con todos...”

Es así. El río Guatapurí no sólo ha mojado la tierra de su cauce sino también las hojas en donde se escriben canciones que brotan tercamente con esa prontitud de hierba gruesa entre los pretiles del sentimiento.

En Hurtado es posible encontrar, las 24 horas, no sólo la sirena gigante que monta guardia desde su pedestal del infortunio; de igual modo es factible hallar esa vegetación abundante y de prudente estatura, bajo la cual cuelgan hamacas o perviven mesas y sillas de distintos colores alrededor de puestos de comidas rápidas, kioscos de cerveza fría, cajas de whisky, una banda papayera, un conjunto vallenato reinando sobre una tarima, un sinfín de estaderos atiborrados de sillas amarillas y equipos de sonido, mujeres dorándose al sol, niños desafiando la frialdad del río, borrachos durmiendo sobre la enormidad de las piedras, novios embrujados por la música de la corriente pasando, el vendedor de butifarras y pinchos, el aire alegrando la complacencia de los cabellos...

En Hurtado es verosímil encontrar a gente como Ana Karina Torres, una negra cartagenera, membruda, alta y de sonrisa luminosa que se hace acompañar de tres mujeres parecidas a ella. Las cuatro cargan en sus manos, o en bolsos pequeños de tela, varios frascos que guardan líquidos con los que riegan los músculos de los turistas para masajearlos como si se tratara de colchones impregnados por el sudor y la urgencia de los amores clandestinos.

“Todos los años venimos a rebuscarnos siempre que se pone la cosa dura en Cartagena”, dicen cuando se les pregunta por su presencia en esa tierra que no está tan cerca del mar como se quisiera, pero sí de ciertos caudales que bajan de las montañas y vienen hiriendo la superficie del valle desde tiempos prehistóricos.

Sobre una atalaya de neumáticos de color negro, de los cuales fácilmente puede intuirse que fueron arrancados a las llantas de los tractomulas que atraviesan por la región de Padilla, se sienta Luis Martínez Araújo, un samario sesentón que lleva apenas un año laborando en Hurtado y ya guarda entre sus documentos más queridos el carné que lo acredita como miembro de la comunidad de comerciantes del referido balneario.

Dice que, al igual que él, “mucha gente viene a Hurtado por la creencia de que las aguas son milagrosas para curar el guayabo. Uno llega con dolor de todo, después de haberse tomado unos tragos, se sumerge un ratico en el agua y enseguida sale como nuevo y puede ponerse a trabajar sin problemas”.

Luz María Blanchart, una ejecutiva del barrio Novalito, no escuchó las palabras de Martínez Araújo, pero admite que es también su afición el sumergirse en la baja temperatura del Guatapurí “para espantar hasta las dolencias más tercas. Pero Hurtado también sirve para sentarse a descansar, dormir, tomarse una cerveza helada, un whiskycito con hielo o venir con los hijos, el novio o el esposo a comerse un almuerzo de esos bien ricos que preparan las cocineras y los vendedores de comidas rápidas. Aquí estuvo el presidente, y no se aguantó las ganas de tirarse al río. Eso sí, con los guardaespaldas nadando detrás de él”.

Por boca del escritor Carlos Quintero Romero se enteran los turistas de que en tiempos pretéritos Hurtado no era balneario sino uno de los pozos que burbujeaban a lo largo del río Guatapurí, como el de Los Caballos y La Ceiba, pero el que años después se convertiría en el balneario que es ahora recibe su nombre porque en sus terrenos vivía una familia de apellido Hurtado, donde todos iban a bañarse o a recolectar el agua de las necesidades domésticas.

Dice el escritor que el río Guatapurí tiene un recorrido que se aproxima a los setenta kilómetros de longitud, pero que hace unos cuarenta años se determinó que sólo cinco serían los escogidos para organizar el balneario, aunque fue hasta 1988 cuando la presidencia del Concejo de Valledupar, conociendo la experiencia de algunas ciudades europeas trasegadas por ríos como el Guatapurí, decidió, a instancias de la Alcaldía Municipal, convertir a Hurtado en sitio de atracción turística.

A los pocos días se arrasaron los montes que lo circundaban. Se construyó un muro direccional. Se acondicionaron las playas. Se prohibió el lavado de carros y camiones a las orillas. Se tendieron dos puentes: uno de concreto y otro colgante hecho en madera. Se construyeron parqueaderos y se organizó en el mismo sitio a los vendedores informales, que estaban esparcidos por diferentes puntos de la ciudad, para que se encargaran de las ventas de comida y estaderos que ahora circundan el lugar.

En el futuro, según piensa la Alcaldía de Valledupar, se podrían construir un parque lineal con cabañas, una ciclo ruta y una cadena de restaurantes de categoría popular. Pero mientras tanto, se ha dispuesto que el balneario funcione 24 horas, con vigilancia nocturna e iluminación suficiente para contrarrestar acciones delictivas o imprudencias de borrachos.

Hace 17 años, en 1990, el pintor y escultor valduparense Jorge Maestre construyó la sirena inverosímil que impera en la margen izquierda del río, como un homenaje a la leyenda de Rosario Arciniegas, la niña desobediente que decidió bañarse un jueves santo, a pesar de las advertencias de sus padres. Lo único que encontraron fue el pequeño recipiente en donde portaba el jabón con que pensaba aromatizar sus carnes vírgenes, pero a cambio de ello se convirtió en la única sirena fluvial de que se tenga noticias en el mundo entero.

Unos días después de hallada la jabonera, los campesinos del Guatapurí no encontraron a Rosario, pero sí se acostumbraron a escuchar, todos los viernes santos a la media noche, un canto de sirena que emanaba de las profundidades del río. A lo mejor, es por eso que a Hurtado nadie lo visita cuando llegan esa fecha y esa hora.

 

Enero de 2008


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