“Aquí no quiero más músicos”, le dijo el maestro Alfonso Álvarez Acosta a su hijo, sin sospechar que este no solo desobedecería el mandato, sino que también terminaría convertido en un mentor como el que lo estaba regañando.
Juan Álvarez Altafulla es el fundador y director de la cartagenera Barbacoa Orquesta, una de las agrupaciones de la llamada música tropical que más premios han obtenido en Colombia, además de ser otra de las herederas del cuadro tradicional protagonizado por estrellas legendarias como Lucho Bermúdez y Pacho Galán en la primera mitad del siglo XX.
De hecho, Álvarez Altafulla siempre sintió el serio compromiso de responder con música ante el mundo, ya que carga la gracia de ser sobrino de Lucho Bermúdez, lo que sugiere que viene de una familia de músicos nacida en El Carmen de Bolívar y cobradores de prestigio en esa misma subregión de los Montes de María, en el departamento y toda la Región Caribe colombiana.
Alfonso Álvarez, su padre, dominaba casi en su totalidad el área de los instrumentos de viento y siempre estuvo organizando agrupaciones musicales, cuando no enseñando música a quienes mostraran talento y ganas entre los muchachos de la subregión. El único interesado que no encontraba ayuda de los familiares era Juancho Álvarez (para nombrarlo con el apelativo que le conocen en Cartagena), cosa que no le impidió seguir insistiendo hasta conseguir que el padre se diera por vencido; y no solo eso, que se ofreciera para dirigirle las que serían sus primeras clases y sus conocimientos fundamentales a la hora de asumir otras empresas en el vasto universo de la sonoridad y las partituras.
Silencioso, de rostro amable y sonrisa franca, Juancho Álvarez es también un estudioso de las tendencias musicales del mundo, lo que, a fin de cuentas, ha explotado para tejer el sonido de las agrupaciones que han pasado por sus manos, siendo el más reconocido el que logró con Barbacoa Orquesta, tal vez ignorando que estaba coincidiendo con los nuevos prospectos de la música tropical del gran Caribe.
Durante el boom de los ochentas, en Cartagena hubo instantes en que todo el mundo parecía tener la certeza de que Barbacoa era la mejor orquesta de la ciudad, no solo por los éxitos que estaban sonando en las emisoras, sino también por la elegancia de sus presentaciones, la creatividad de sus coreografías y el sonido depurado que había entre pitos y teclados, cualidades que le permitían amenizar las fiestas de los más encumbrados salones de la alta sociedad y los desórdenes más afiebrados de una celebración popular.
Voces como la de Arnold Medrano, William Orozco y Martín “El Tetero” González acompañaban a Juan Álvarez desde que la orquesta comenzó llamándose Corcovado, pasando por los premios del Festival de Orquestas del Carnaval de Barranquilla y terminando en la grabación de más de media docena de discos de larga duración, que ocuparon los primeros puestos de sintonía en las emisoras del país.
La sala de la casa de Juan Álvarez, en el barrio Crespo, era el espacio de los ensayos de la orquesta. Ahora, el consagrado director vive en uno de esos caserones inmensos y elegantes del barrio Chipre, en donde tiene reservado un cuarto para exhibir las carátulas de los discos que logró compactar con su orquesta, a la vez que los trofeos, menciones honoríficas y placas que ha seguido recibiendo por su labor musical y sus aportes a la cultura costeña.
El garaje de la residencia también está habilitado como zona de ensayos de la orquesta, aunque gran parte de su tiempo, Juancho Álvarez lo dedica a la dirección de la Kalamary Big Band, proyecto cultural perteneciente a una fundación que recibe el mismo nombre y de la que él es el fundador y director ejecutivo.
Las canciones que hizo famosas con Barbacoa Orquesta siguen ocupando lugares de importancia entre los clásicos de la música tropical colombiana, sobre todo porque sus músicos, bajo la orientación de Álvarez Altafulla, se atrevieron a echar mano de los fraseos del jazz y de las tendencias europeas, para no solo hacer mover los pies sino también estremecer el alma de los oyentes.
Mientras el maestro disfruta un coctel de frutas preparado por su esposa, va contando con mesura los pormenores de su vida y sus inspiraciones con el saxofón, que le permitió idear arreglos para canciones como “Sarampión”, “La vejez no viene sola”; “Amor, amor”; “El secreto del guacabó”, “Algún día” y “El bastón”, entre otros, que representan lo más autóctono de la música costeña, pero con el ropaje de la sonoridad universal.
Cuando la decadencia de las orquestas cartageneras tuvo como punto de partida la decisión de las casas disqueras de no seguir abriéndoles sus estudios de grabación; y el rechazo de las emisoras hacia todo lo que oliera a porro, a cumbia o a chandé, lo que más recuerdan los colegas de Juan Álvarez fue una rueda de prensa en la que se invirtió este mundo y parte del otro tratando de homenajear a periodistas y locutores en un lujoso hotel de Cartagena, sin que los resultados fueran los esperados.
Pero a Juancho Álvarez parece no importarle mucho. Al menos, no lo dice. Su sonrisa, sus maneras y su voz en bajo tono siguen intactas, como si la providencia continuara generosa con su trabajo y sus ganas de seguir haciendo música hasta los últimos designios que trace la muerte.
La vejez no viene sola…
—Tengo entendido que usted nació en Bogotá, pero aún así es más cartagenero que cualquiera...
—En efecto. Eso fue en los años 40, cuando mis padres vivieron en esa ciudad hasta mediados de los años 60. Cuando llegamos a Cartagena, yo tenía unos tres años de edad. Vivimos en el barrio Olaya Herrera, en La Quinta, en el segundo callejón Vargas, del barrio Alcibia; en El Bosque, Blas de Lezo, San Diego y Crespo.
—¿En ese momento tenía inquietudes musicales?
—Creo que esas inquietudes las tuve desde que nací, porque en mi familia casi todos los miembros eran músicos. Uno de mis tíos fue el maestro Lucho Bermúdez, hermano materno de mi papá. Y éste también era músico ejecutante de un sinnúmero de instrumentos como el saxofón alto, el tenor, el clarinete, la flauta, la trompeta. En fin, poseía una versatilidad impresionante.
Recuerdo que cuando tenía unos diez años de edad, me tocó regresar a Bogotá, a vivir a la casa del tío Lucho, como por un año y pico. También viví con otro tío llamado Alex Acosta, un reconocido músico, solista de sinfónicas; y con otros familiares, que eran los hermanos Montes. También compartí con el maestro Justo Almario, que es mi primo.
La verdad es que el legado musical de mi familia viene de 1875. Esos antepasados fueron quienes enseñaron a mi papá, a mi tío Lucho y a todos los que vinieron después en El Carmen de Bolívar. Ellos empezaron a desaparecer a finales de los años noventa y fue así cuando me puse a visionar que pronto Colombia dejaría de contar con figuras como Pacho Galán y Lucho Bermúdez y que yo tenía que hacer algo por seguir esa tradición.
—Usted tuvo inquietudes musicales desde niño, pero ¿cuál fue el momento en que se dispuso a enfrentar esas inquietudes?
—Eso sucedió bastante tarde, porque al principio le hice más caso a cierta inclinación que tenía por la pintura. Pintaba las carátulas de los discos de Glen Miller, Duke Ellington, Lucho Bermúdez, Pacho Galán, etc. Cuando cumplí los 15 años fue cuando se me empezó a despertar el sentimiento por la música. Cuando niño, era apenas una curiosidad; pero, a partir de la adolescencia, se me convirtió en una cosa que de veras quería hacer. Pero resulta que en mi familia no querían más músicos.
Mi papá tenía muchos alumnos que llegaban a la casa a escuchar sus instrucciones y yo me ponía detrás de ellos y escuchaba lo que él decía respecto a cómo tocar y escribir partituras, hasta que llegó el momento en que me puse a necear los instrumentos y, cuando mi papá me sorprendió, me dijo muy molesto que no los tocara, porque eran sagrados y costaban mucho dinero. Y mi mamá, para apoyarlo, decía que aparte de eso no quería más músicos en la familia, porque a los músicos se les relacionaba con el trago, la irresponsabilidad, la prostitución, las drogas y todos los vicios.
Pero lo que no sabían ellos es que yo seguía mis contactos con los demás músicos por la calle. Un día mi papá estaba practicando y le dije, “papi, esa lección la puedo tocar yo”. Cuando vio que se la toqué, se dio cuenta de que tenía madera. Entonces me dijo: “bueno, ya que te veo tanta insistencia con la música, vas a estudiar conmigo. Pero será con mucha seriedad, ocho horas diarias: cuatro en la mañana y cuatro en la tarde. Y como estás en el bachillerato, quiero que recibas esas clases de noche, para que le dediques el día a la música. Conmigo la cosa es seria”.
—¿Cuándo se sintió preparado para lanzarse al ruedo?
—Por allá como en 1977, cuando estaba cercano a los 18 años. Recuerdo que dos amigos míos, Rodolfo Morales y el cantante Abel García, llegaron a mi casa y le dijeron a mi papá que había una vacante en la orquesta de Pacho Galán, que me diera permiso para trabajar. Pero el viejo les dijo que yo todavía estaba crudo, que si volvían en seis meses ya me encontrarían preparado. Y fue cuando empezamos a trabajar fuertemente la orquestación, arreglos, el saxofón y cualquier cantidad de cosas que me exigieron no solo talento sino también buena voluntad. Mi papá me decía, “quiero que seas un gran músico. Por eso te estoy poniendo a estudiar de todo, para que o asimiles o te aburras de la música”. Esa escuela duró unos tres años y medio.
En 1978 se dio mi entrada a la orquesta de Pacho Galán, por lo que debía trasladarme a Barranquilla. Allí estuve laborando tres años y medio. Pero no tenía ni tres meses de estar laborando, cuando le dije al maestro Armando Galán, hijo de Pacho, que yo quería aportar unos arreglos para la orquesta. Le pusimos un arreglo mío a “La cumbia cienaguera”, y apenas el maestro Pacho escuchó eso se levantó de su silla y preguntó que de quién eran esos arreglos. Cuando Armando le informó que eran míos, dijo enseguida: “párale bolas al muchacho, que viene bien. Ayúdalo para que entre a la Universidad del Atlántico a estudiar”.
—¿Eso significa que se sentía mejor como arreglista?
—Tal vez en ese momento sí, porque aprendí primero a escribir antes que a ser buen ejecutante. Cuando entré a la Universidad del Atlántico, en donde duré tres años, tuve la oportunidad de instruirme en instrumentación, dirección orquestal y coral, técnica vocal, armonía, instrumentación, fraseología, matices y ortografía de la música. En fin, tuve una experiencia y un regalo impresionante.
—¿Cuándo organizó su primera agrupación propia?
—Cuando salí de la Universidad del Atlántico, casi enseguida me ofrecieron la inauguración del Hotel Cartagena Hilton. Asistí con un cuarteto de jazz con el que estudié mucha música internacional, sobre todo la norteamericana y la brasilera.
Trabajando fuerte con ese grupo, se me ocurrió organizar la primera big band que se conformó en Cartagena, porque para entonces ya venía visualizando la desaparición de los maestros Lucho Bermúdez y Pacho Galán y eso me hacía notar la necesidad que tenía de aportar algo a nuestra música. Pero por desgracia, ese proyecto no pasó de cinco meses. Con decirte que ni siquiera nombre llegó a tener.
En vista de ese intento fallido, empecé a trabajar con Conrado Marrugo. Formamos un sexteto que se llamó Corcovado, con el que trabajamos música tropical y jazz. Se llamaba así, porque como trabajábamos en el bar El bodegón de La Candelaria y el gerente era un brasilero, éste nos sugirió que le pusiéramos ese nombre, porque al establecimiento arribaban muchos paisanos suyos. El gerente nos explicó que Corcovado es una colina muy importante en el Brasil; y así bautizamos el grupo.
Después, a Conrado lo nombraron director artístico de la disquera Codiscos. Él me decía que yo tenía buen material humano y artístico en mi orquesta para ponerlo a grabar; y así fue como grabamos el primer L.P. en 1986. Y el grupo pasó a llamarse Barbacoa Orquesta.
—¿Cómo fue la selección de canciones?
—Fue rápida. Grabamos canciones de los compositores famosos del momento. Por ejemplo: Hugo Alandete me dio un tema llamado “Noche de chandé”, que nos cayó al pelo, porque teníamos la intención de trabajar fuerte con la música colombiana. Por esa línea, Lucho Vega nos dio la cumbia “El bastón”, que fue tremendo éxito. Joaquín Torres nos dio dos canciones tituladas “No critiques” y “Murieron los buenos”.
Aquí aprovecho para hacer énfasis en un formidable compositor a quien le grabamos “El disfraz”. Se llamaba Pedro Pablo Peña. Antes de que nosotros le grabáramos, estuvo dando bastantes vueltas de un grupo a otro, para ver quién le grababa. Un día le dije, “no te preocupes. Tienes un material impresionante y tus canciones van a ser famosísimas”. Y así sucedió. En ese momento los cantantes eran Arnold Medrano y William Orozco.
Allí incluí unos temas de mi autoría como “Algún día” (más conocido como “La 71 de Crespo”). Esa canción le dio la vuelta al país y se escuchó en el exterior. Esa fue una mezcla que yo, aprovechando que estaba el furor del Festival de Música del Caribe, me inventé, porque vi que los demás compositores trabajaban sobre el aire caribeño, pero en el mismo formato. Ya se estaba saturando el mercado. Entonces hice una combinación de paseo vallenato y caribeño, con un poco de fusión de jazz. Debido al éxito de ese tema, comenzaron las fusiones en Colombia.
—¿Eran esos los matices que quería usted darle a la música colombiana?
—Sí, eran unos matices que ahora los utiliza todo el mundo. En esa época, cuando yo los saqué a la palestra, pude darme cuenta de que los grupos dominicanos que pegaban en Colombia también habían coincidido conmigo en la utilización de esos matices. Ahí me dije que no estaba equivocado. Casi todos los músicos del Caribe estábamos usando la misma fraseología y ortografía que usaban los norteamericanos y europeos en sus orquestaciones. Eran arreglos de avanzada que, con tan buena suerte, gustaron en Colombia. Por eso, a nosotros, que éramos un combo de trece músicos, nos decían “La señora orquesta de Cartagena”.
—Hablemos del segundo L.P...
—Se tituló “Pa’ que bailes”, un tema del maestro Lalo Orozco. Había una canción muy especial del compositor Sergio Girado. Se llamó “Amor, amor”, que se convirtió en un batazo impresionante, porque por primera vez en la historia de las orquestas cartageneras estuvimos en el Top 40 de la emisora Caracol, pero de manera simultánea en todo el país.
Ambas producciones fueron muy bien recibidas por el público de Cartagena, al que yo considero fue el amarre para que la gente estuviera pendiente de nosotros en donde nos presentábamos. Por ejemplo: si íbamos al Huila, siempre nos encontrábamos a un grupo de personas que se identificaba como cartagenera; si íbamos a Los Llanos, lo mismo. En fin, en todos los conciertos encontrábamos gente que nos gritaba entusiasmada que eran nuestros paisanos. Era como un sentido de pertenencia lo que habíamos despertado con nuestra música.
—El Carnaval de Barranquilla, más que todo su festival de orquestas, era el termómetro de las orquestas cartageneras. ¿Cómo les fue a ustedes?
—Nos presentamos en 1987. Esa vez nuestro atuendo era un smoking, mientras las demás orquestas estaban vestidas de colores llamativos y alusivos al carnaval. Ese día estrenamos el tema “El difunto”, que hacía parte del primer L.P. en donde estaban “El bastón” y “Algún día”. Después de nuestra presentación, los locutores que estaban transmitiendo el Festival de Orquestas decían, “increíble, pero cierto: se acaba de presentar una nueva orquesta cartagenera que tiene al coliseo revolucionado”. Y era cierto. El asunto dio para tanto, que resolvieron crear el premio “Congo de oro orquesta revelación”, que años atrás no existía. Nosotros lo inauguramos. Además, Joe Arroyo y Barbacoa son los únicos en Colombia que ostentan el “Super congo de oro”, después de habernos ganado cuatro congos.
—Supe que con este L.P. sonaron en las colonias latinas de Europa y Estados Unidos...
—Así fue, gracias a canciones como “El secreto del guacabó”, una cumbia del compositor Plácido Rafael Suárez, a la que le imprimimos mucho fraseo de jazz.
Lo mismo pasó con otra cumbia llamada “Sarampión”, de mi autoría y cantada por Martín “El Tetero” González. Ese tema no pasa de moda, porque siempre lo programan para las fiestas novembrinas de Cartagena, los carnavales de Barranquilla, el 20 de Enero en Sincelejo y en todos los pueblos que tienen festejos anuales en la Región Caribe.
Eso me tiene orgulloso, porque ahora se hace música que no perdura, pero nosotros, por una u otra razón, no dejamos de escucharnos, aunque no estemos siempre grabando, como pasó con los grandes maestros que ha tenido Colombia en la expresión tropical.
—En esta producción empezaron otras experimentaciones. ¿Cómo ocurrió eso?
—Porque aparecieron como vocalistas Martín González y William Orozco, además de que la salsa romántica estaba cobrando sintonía y no podíamos quedarnos rezagados. Orozco interpretó una canción de Sergio Girado titulada “Tú”, una salsa romántica que estuvo en los primeros lugares en Estados Unidos.
—¿Cuántos L.P. lograron grabar con Codiscos?
—Seis. En el cuarto L.P. nos renovaron contrato, porque las ventas fueron buenas y la orquesta se estaba proyectando a nivel internacional.
En ese cuarto trabajo volvimos a incluir temas de Pedro Pablo Peña, Plácido Rafael Suárez y de mi autoría. Pero, como estábamos experimentando con los nuevos cantantes, después de la salida de Arnold Medrano, quien estuvo con nosotros hasta el tercer L.P., considero que el cuarto fue como un L.P. de transición, no definió mucho y no nos fue bien con él.
La verdad es que lo hicimos corriendo, porque teníamos muchos compromisos con presentaciones, las mezclas no quedaron muy bien, a mí me tocaba ir a Medellín de lunes a jueves y los viernes tenía que estar viajando para cualquier presentación con la orquesta.
Para el quinto L.P. incluimos la balada “Para siempre”, del grupo mexicano Magneto, la que William Orozco propuso que hiciéramos en formato de merengue dominicano y fue un batazo impresionante, y hasta nos dieron un Congo de Oro en el carnaval de Barranquilla, que nos declaró fuera de concurso. Ahí incluimos el tema “La vejez no viene sola”, de Pedro Pablo Peña.
—Y este último tema es uno de los símbolos de la orquesta...
—Sí lo es. Por eso, en el sexto L.P. volvimos a incluir a Peña, además de canciones de Lucho Vega, algunas de mi autoría y de algunos compositores nuevos que se venían perfilando, pero nos fue regular. Entonces, los ejecutivos de Codiscos consideraron que no tenían por qué seguir invirtiéndonos más en promoción.
Salimos de esa empresa y empezamos a grabar con Sonial (Sonido Álvarez), mi propio sello disquero. Hicimos una producción con doce canciones de mi autoría.
Se oyeron canciones como “El espanta borrachos”, que sonó en las fiestas de noviembre y en los carnavales de Barranquilla. La orquesta salió al ruedo con nuevo estilo y nos fue mu y bien. Ese L.P. se llamó “16 son 16”, porque en ese entonces éramos 16 integrantes.
—Para ese momento ya se estaba dando el declive de las orquestas cartageneras. ¿Qué hizo Barbacoa al respecto?
—Antes del L.P. que grabamos con mi sello, se vio que las disqueras empezaron a eliminar los grupos cartageneros. Allí cayeron Los inéditos, Nando Pérez, Rango 5, Los soneros de Gamero, Conrado Marrugo, etc. Con todo y eso nos metimos en la aventura de nuestro sello propio en el estudio de los hermanos Ramírez en Bogotá, con buenos resultados.
—¿Por qué cree que ocurrió esa debacle?
—Para mí, la principal causa fue la desaparición del Festival de Música del Caribe, porque ese evento fue la plataforma de lanzamiento no solo de las orquestas cartageneras sino también para muchas orquestas internacionales.
Septiembre de 2008