Víctor Rivera tiene cuarenta años de vivir en Cartagena y todavía recuerda con exactitud una anécdota pública de los años sesenta, cuyo escenario fue el desaparecido Teatro Padilla, en la calle Larga, del barrio Getsemaní.
Rivera perdió la cuenta de cuántas veces oyó relatar que siendo, aproximadamente, las 7 de la noche, con las luces recién apagadas, en todo el ámbito del teatro se escuchó el sonido inconfundible de una bofetada: ¡tas! Los espectadores (después de haber exclamado al unísono, “!mierdaaaaaaaa!”) dejaron de prestarle atención a las primeras imágenes que aparecieron en la pantalla, para exigir que se encendieran nuevamente las luces, con el fin de reconocer al agredido o agredida.
Y en cuanto las lámparas comenzaron a resucitar, un hombre parado al lado de una muchacha —quien se hallaba sentada en la esquina de una de las largas bancas de madera que se usaban en esa época—, gritó a voz en cuello: “!...y en la casa te llevas otra!” Y abandonó de inmediato el recinto.
Otro coro al unísono se volvió a escuchar en todo el teatro, pero esta vez se trató de una carcajada general que estalló cuando los jóvenes mamadores de gallo que frecuentaban el Padilla identificaron en el supuesto marido agresor a un reconocido “tracuteador” (manoseador), de esos que esperaban la oscuridad de los teatros para confundirse entre el tumulto y tocar los traseros, los senos y las piernas de las muchachas desprevenidas.
Para los cineastas de esa noche fue fácil intuir que la bofetada la recibió el “tracuteador”, quien, hábilmente y en cuanto se vio enfocado por cientos de miradas, improvisó la escena del marido que sorprende a la esposa con un amante en plena función de cine y decide cachetearla.
Fueron muchos los cuentos callejeros parecidos a este (o tal vez más exagerados) los que Víctor Rivera escuchó durante sus años de niñez, adolescencia y madurez, desde que era el ayudante de la colmena de sus padres en el mercado público de Getsemaní, a donde vinieron a parar desde que abandonaron el municipio de Hatillo de Loba, su natal territorio, en el sur del departamento de Bolívar.
Desde los 7 años de edad vive en el barrio El Espinal y siempre ha hecho parte de los esquineros que todas las tardes conversan sobre lo divino y lo humano, tratando de componer el país y el mundo con interminables discusiones en las que, por supuesto, nunca faltan esos cuentos que, de un momento a otro, se ponen de moda en las ciudades sin que nadie sepa a ciencia cierta de dónde surgieron y cómo.
Cuarenta años después de estar escuchando esas historias, Víctor Rivera tuvo la fortuna de enterarse de que los sociólogos los llaman “leyendas urbanas” y que sus principales características se identifican en su repentina aparición dentro de los conglomerados sociales, nunca se conoce a cabalidad a los protagonistas, mucho menos a los testigos, el escenario y la fecha precisa en que ocurrieron. Y por supuesto, nunca se conoce su creador o creadores.
Pero los estudiosos del tema coinciden en afirmar que, sumadas a las características principales de las leyendas urbanas, están otros tópicos que pueden calificarse como sub propiedades de ellas, en cuanto a sus objetivos, en caso de que los inventores visualicen alguno antes de echar a correr el cuento. En ese sentido, parecen tener la intención de prevenir de algún peligro a los ciudadanos, producir un temor o simplemente provocar la risa y el asombro de quienes tengan la oportunidad de enterarse.
Después de una rápida explicación sobre la naturaleza de las leyendas urbanas y los signos que las hacen visibles, Víctor Rivera y sus amigos recuerdan una historia de la década del setenta que podría situarse entre los cuentos callejeros que supuestamente tienen la intención de prevenir contra de alguna amenaza.
Fueron varios los meses durante los cuales se comentó el caso de un cartagenero estudiante de Medicina de una universidad del exterior, quien estaba reunido con un grupo de amigos en un apartamento, en donde, después de una sesión de estudio, se dedicaron a ver videos pornográficos, en uno de los cuales apareció la hermana de uno de los jóvenes sosteniendo relaciones sexuales con un hombre extremadamente mayor que ella.
Era la hermana del cartagenero. El estudiante guardó el video y, en una temporada de vacaciones, lo trajo a Cartagena y se lo mostró a la pariente, quien al día siguiente entabló una demanda, por violación a la intimidad, en contra de un reconocido y lujoso motel de la cuidad, ya que aparentemente filmaron, sin autorización, sus encuentros sexuales con el novio.
Esta historia, que finalmente resultó siendo una leyenda urbana más, produjo como efecto que por mucho tiempo los amantes de todos los estratos de Cartagena se negaran a copular en moteles, por temor a ser filmados y vistos por sus conocidos y por quién sabe quién más alrededor del país y del mundo.
En las tertulias de Víctor Rivera y sus vecinos de El Espinal, como también en las que organizaba con sus compañeros de trabajo, nunca faltaron las historias tenebrosas. De manera que alguna vez, jaraneando con los conductores de taxis del Palito Caucho, escuchó la aventura de un taxista, quien, siendo las 12 de la noche, tomó como pasajera a una monja quien le solicitó una carrera al Colegio Biffi, en la urbanización La Providencia, al sur occidente de la ciudad.
Como todos los taxistas, el de la historia conversó largamente con la monja, quien, desde un principio, se sentó en el puesto trasero del vehículo, pero cuando llegó a su destino le confesó al conductor que no tenía dinero, pero que al día siguiente podía volver al colegio y preguntar por ella, para efectos de pagarle el servicio.
La voz de la pasajera era tan dulce y maternal que el taxista no tuvo alientos para enojarse. Al día siguiente, a primeras horas de la mañana, regresó al plantel educativo y, en una sala de recibo, conversó con una monja vestida en forma idéntica a la pasajera de la noche anterior.
—¿Qué se le ofrece?—le preguntaron—
—Vengo en busca de una hermana, de una monja, que me debe una carrera de anoche.
—¿Cómo se llama?
—Se me olvidó el nombre. Es raro. Es como extranjero.
En ese mismo instante el taxista alcanzó a divisar un cuadro colgado en una de las paredes del recinto en donde estaba el rostro de la mujer que había sido su pasajera.
—Es ella—dijo señalando el retrato con el dedo índice.
—¿Está seguro?—le preguntó asombrada la interlocutora.
—Claro que sí. Anoche conversamos y le vi muy bien la cara cuando me dijo que viniera hoy a cobrar.
—Esa señora murió hace muchos años. Es María Bernarda Bütler, “La madre Bernarda”.
El relato tiene varios finales: unas veces se cuenta que el taxista se desmayó en el acto. Otras, que gritó como un colérico y debieron darle calmantes y hasta dormirlo para que asimilara el episodio. Otra versión indica que salió corriendo sin despedirse y más nunca se supo de él. Otra asegura que se desternilló de la risa y nunca pudo parar. También se dijo que murió de un infarto fulminante. Y la última lo relaciona con uno de los locos sucios y desarrapados que pululaban por el Centro Histórico de Cartagena.
Por ese mismo estilo, en los años 80, se conoció la historia de un niño, quien, más allá de la medianoche y en las calles más oscuras o penumbrosas del barrio La Esperanza, se le aparecía a los transeúntes solitarios llorando y pidiendo ayuda, porque supuestamente no encontraba su casa. Cuando los incautos caminaban con él en busca de la residencia, el niño se transformaba en espectro diabólico y enseñaba un colmillo enorme que hacía correr a la víctima o le producía un desmayo del que sólo volvía con los rayos del sol.
Unos años antes, a principios de los setenta, Rivera y sus compañeros de parrandas, conocieron también el caso de una señora, quien mientras hacía sus compras en el mercado de Getsemaní, un ladrón le arrebató una cadena de oro. La mujer, en vez de amilanarse como lo esperaba el raponero, lo persiguió en veloz carrera y logró percatarse de que, al doblar una esquina, el bandido se encontró con un policía a quien le entregó la cadena para que la escondiera en el kepis.
—¡Deténgame a ese tipo—gritó la mujer, señalando al ratero. El policía lo detuvo en el acto.
—¿Qué pasó con este señor?—preguntó el agente—
—Me robó una cadena.
El uniformado procedió a requisarlo y, obviamente, no le encontró la prenda.
—¡Este señor no tiene nada!
—No lo requise más—pidió la mujer—. Lo que quiero es que lo llevemos al permanente de San Diego y allá lo requisamos.
—Está bien —aceptó el policía—, pero si no le encontramos nada, usted queda detenida por falsa denuncia.
La mujer aceptó sin problemas, pero en cuanto llegaron al permanente denunció lo que vio con sus propios ojos, provocando la destitución inmediata del policía.
Avanzando el nuevo siglo, Víctor Rivera y sus amigos suponen que ya no se conocen tantas leyendas urbanas (“cuentos”, dicen ellos) como en otras épocas de Cartagena, aunque recientemente relataron que en ciertos barrios subnormales apareció una mujer regalando dinero, pero todo el que lo recibía moría al día siguiente. La leyenda fue reforzada mediante la irresponsabilidad de un radionoticiero de la banda A.M. y por poco linchan a una funcionaria del Gobierno distrital, quien estaba en comisión en uno de esos barrios y a quien confundieron con la dadora fatal.
A lo mejor, Rivera y sus amigos no saben que las leyendas urbanas también abarcan ámbitos internacionales, como los casos del “chupacabras” en Centroamérica; o el de las mujeres que desaparecen misteriosamente y más tarde las encuentran vivas, pero sin riñones o sin útero en Estados Unidos y Europa.
La historia más lejana que recuerdan se inventó en Barranquilla y no fue otra que la de un profesor y su alumna tratando de practicar un sexo anal más placentero, para lo cual echaron mano del ungüento chino, el que supuestamente atoró la penetración hasta el punto de que debieron ser trasladados a la sala de urgencias de un hospital en donde todo mundo se enteró de la vergonzosa experiencia. Desde ese momento fueron conocidos como “Los pegaditos”.
Al fin leyenda urbana, nunca se supo el nombre de los protagonistas.