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De todas las cosas que recuerda Magdalena Cogollo Dimas, la que más se aferra a su memoria es la brisa del barrio El Cabrero.
En esa zona de Cartagena nació hace 93 años. Ahora vive en la Loma del diamante, el sector del barrio Torices de donde surgieron los mejores lanzadores que tenía el béisbol cartagenero, según los cronistas deportivos locales.
Magdalena es la madre del pintor cartagenero Heriberto Cogollo y, por boca de ella, puede uno enterarse de que el primer apellido del maestro es Cuadrado, “pero siempre utilizó el materno porque su padre nunca quiso que él fuera pintor, sino médico o abogado”, confiesa Magdalena, quien también presume que al famoso artista lo venía persiguiendo la plástica desde muy niño.
“Ese muchacho muy poco estudió por estar pendiente de la pintura —asegura—. Uno tenía que vivir encima de él para que no llenara de dibujos los cuadernos, pero hubo un momento en que se decidió a tomar la pintura en serio. Se metió a estudiar en Bellas Artes y de allí salió convertido en todo un artista. Después, ya grande, fue cuando terminó el bachillerato, vendió algunos cuadros y se marchó para Francia. Ahora vive en Montpellier”.
Magdalena conversa en voz alta, dadas las limitaciones de sus oídos. Su vista no tenía talanqueras, hasta hace quince días cuando debió someterse a una operación de cataratas. Por eso, y para evitar que la luz del sol o la artificial la molesten, se pone un par de enormes gafas negras que le transforman el rostro en el de una adolescente, a pesar de su cabello plateado.
Hace las mismas preguntas dos y tres veces. Y con ese mismo número repite las anécdotas más impactantes de su vida, sobre todo cuando quiere hablar del barrio El Cabrero, “que era el barrio más sabroso del mundo. Allí se vivía bien, porque la gente era buena. Yo nunca vi la Policía buscando a alguien por allá”, reitera.
Magdalena tal vez no sabe que Cartagena está cumpliendo 474 años de fundada; y a lo mejor no se percata de que una buena parte de esa historia está almacenada en su cabeza como una película llena de manantiales, sembrados de mangle, murallas, casas de tablas de madera, mar abierto y cielos incontaminados, como los que ella respiró desde que nació en la calle Real.
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“En ese tiempo —narra— El Cabrero tenía dos calles: la calle Real y El Malecón, porque después lo que venía era la playa. Desde antes de que yo naciera, mi papá, Ildefonso Cogollo, trabajaba en los ‘Laboratorios Román’. Ellos eran los fabricantes de la ‘Curarina Román’, que servía para los golpes y para expulsar las lombrices; y el ‘Curativo Román’, que servía para el catarro. También había una crema llamada ‘Pomada Juan Salas Nieto’, que servía para las picaduras de insectos, pero dicen que después la compraron los Román y se quedó como ‘Pomada Román’.
Cuando yo nací ya teníamos casa. Mi papá, y otro poco de cabreranos, le compraron unos lotes a la señora Soledad Román de Núñez, la esposa del presidente Rafael Núñez. Todos los días le daban cinco pesos y ella los guardaba en una cajita. Claro, todo eso fue antes de que yo naciera, porque cuando conocí a ‘Mi sía Sola’ —como le decíamos todos—, yo tendría como unos nueve o diez años y ya ella estaba bien viejecita. La barbilla le llegaba al pecho y casi no hablaba. Nosotros, los pelaos del barrio, llegábamos a la casa, y unas señoras que cuidaban a ‘Mi sía Sola’ nos decían, ‘entren, entren, para que la vean’. Y ahí estaba, sentada en una mecedora, con las manos en las piernas y la barba en el pecho. Ni se pertenecía.
Recuerdo que al lado de la casa de Rafael Núñez vivían unos gringos que tenían como criada a una chocoana que se la pasaba con la cabeza cubierta por un sombrero grande, porque no tenía cabello. Con ese sombrero hacía todos los oficios y cocinaba. Se llamaba Lola, pero los pelaos le decíamos ‘Lola no pea’; y ella se molestaba y gritaba, ‘yo sí sé pear... y bastante’. Y nosotros nos reíamos de todo eso.
Cuando Lola estaba fritando pescado, se sabía en todo el barrio, porque el olor a comida rica se regaba por todas partes. Los pescadores le llevaban sus sábalos y sus pargos a los gringos y ella los cocinaba muy sabrosos.
En El Cabrero casi todos los hombres pescaban, pero había algunos que eran como pescadores profesionales, porque se iban mar adentro y traían unos pescados bien grandotes. Después empezaron a pescar con dinamita y el barrio se llenó de hombres con los brazos mochos. Recuerdo a uno a quien primero le llamaban Francisco Vargas y después le pusieron ‘El Mocho’ Vargas. A otro que se llamaba Gerardo Sánchez, un taco de dinamita lo partió en dos.
Un poco más adelante vivía una familia inglesa de apellido Yaret: Juan y Clemencia eran los esposos; y Elena, la hija. Eran evangélicos y se dedicaron a predicar la religión en todo el barrio. La gente se volvió evangélica por las prédicas de los Yaret.
Al lado de la Ermita vivían unos hermanos apellido Micalao. Eran dos mujeres y un varón. Las mujeres (una de ellas se llamaba Reneta. No me acuerdo el nombre de la otra) cantaban ópera con un piano de madera, grande y negro que tenían en la sala. Nosotros íbamos a verlas en las tardes; y eso era muy bonito.
En las calles de El Cabrero conocí a Víctor Nieto, el que ahora tiene el Festival de Cine. Lo conocí pelaíto. Pero él vivía en Marbella. Era sobrino de un señor llamado Pedro Malabet, que era ingeniero y lo visitaba gente muy importante. Una vez, en la terraza de su casa, filmaron una película, pero yo nunca la vi en ningún teatro.”
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“No sé cómo esté la educación ahora mismo en Cartagena, pero en esa época había muy buenos colegios. Yo estudiaba en el ‘Colegio Nuestra Señora del Carmen’, de la calle de La Artillería, dirigido primero por la señora Teresa Lemaitre de Gómez; y después, por Concepción Gastelbondo de Lecompte.
Los de ese tiempo eran colegios muy rígidos y los estudiantes salían muy disciplinados y muy instruidos. De pronto, por eso era que en Cartagena había de todo.
Aquí se fabricaban clavos, jabones, fósforos, gaseosas y ropa. Los uniformes de los soldados gringos eran fabricados aquí. En el mercado, que era muy bonito, muy limpio y lleno de gente buena, se vendía de todas las mercancías que venían de Aruba, de Jamaica y Panamá.
Las fiestas de noviembre no eran con buscapiés ni con Maizena, como ahora, sino que cada barrio organizaba sus celebraciones. Por ejemplo, en El Cabrero hacíamos carreras en saco, la subida a la cucaña, bandos con grupos musicales por las calles y competencias de natación, que arrancaban desde el puente de Torices y terminaban frente a Paz y Concordia, las puertas de la muralla que dan para el Circo Teatro. Allí estaba el jurado esperando a los nadadores para darles los premios.
En la tarde, íbamos a la Playa de la Artillería a ver las corridas de toros. Y en la noche, al Teatro Heredia o al Circo Teatro, porque en esa época venían muchos artistas a Cartagena. A Carlos Gardel lo conocí en el Teatro Variedades. A Matilde Palow y a Celia Cruz las conocí en el Circo Teatro.
Me acuerdo que cuando pasaban las fiestas de noviembre, que eran de tres o cuatro días, la señora Conchita Araújo, quien también vivía en El Cabrero, le solicitaba a la Alcaldía una prórroga, para celebrar su cumpleaños. Después, si cumplía otro vecino, volvía a pedir otra prórroga. Y en ese son, las fiestas se prolongaban por cuatro días más.
A parte de El Cabrero, los mejores barrios eran Getsemaní y San Diego. Lo demás era puro monte. En esos barrios hacían fiestas casi todos los sábados, pero no era como ahora que las muchachas van sin que las inviten. Antes, los organizadores del baile mandaban una carta a la casa con 15 días de anticipación. Pero había que estar preguntando a los papás si la muchacha iba o no iba. Y ellos decían que sí, que sí iba, que sin embargo siguieran preguntando. Pero si en esos días veían a alguno de los organizadores del baile haciendo escándalo o borracho por la calle, no mandaban a la niña al baile.
Si la niña iba, tenían que ir a buscarla a su casa y decir a qué hora la regresaban. El caso es que una muchacha nunca iba sola a un baile ni se regresaba sola. Cuando a un muchacho le gustaba una joven, le enviaba una carta. Si ella la respondía, era porque le gustaba el pretendiente. Pero después venía el consentimiento de los papás. Si el muchacho caía bien, lo dejaban entrar a la casa. Pero cuando iban a pasear, los acompañaba la mamá de la muchacha, una tía o un hermano mayor”.
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“En uno de esos bailes, en el Muelle de los Pegasos, me conocí con Heriberto Cuadrado. A los 18 años salí embarazada de Heribertico, el pintor. Pero seguía en mi casa, porque Josefa Dimas, mi mamá, me decía que no saliera hasta que él no me comprara así fuera un rancho. Entonces, consiguió un cuarto en la calle de La Moneda. Ahí vivimos como 15 años. Después compró esta casa aquí en Torices, Loma del diamante. Ya tengo más de 50 años de vivir aquí.
Ya todos mis hermanos estaban casados y con hijos cuando Heriberto puso la sastrería ‘Confecciones Heri’. Con nosotros trabajaban 15 operarias y tomamos tanto prestigio que le confeccionábamos los vestidos a Marlon Brando, cuando vino a filmar ‘Queimada’.
Heriberto murió joven. Tenía 50 años y me quedé sola en el negocio para poder atender a mis hijos. Un tiempo después, cuando Heribertico se fue para Francia y me mandó a buscar, la cerré. Duré cinco años en París y conocí un poco de ciudades bonitas y frías.
Ahora veo que ya no existe El Cabrero. Ahora lo que hay son puros edificios y gente blanca que no se parece a los pescadores que crecieron conmigo en esa época. Todos esos pelaos o están muertos o demasiado viejos, que ya ni salen. Lo mismo que yo, que ya no hago nada sino ver televisión y hablar y hablar recordando a El Cabrero”.