Los jóvenes quieren ser Juanes

Medellín: colinas donde reinan canciones


Aunque en sus intervenciones en busetas y buses urbanos Óscar Luis casi nunca canta más de dos canciones, la verdad es que tiene un repertorio extenso de temas aprendidos en tres años de rebusque y fanatismo.

Fanatismo por la música, que le ha servido como impulso para entrar todos los días en el inmenso mundo del rebusque que se agita sobre el concreto que cubre la imponencia de una ciudad como Medellín.

Vive en el barrio Belén Rincón, al sur de la urbe, y sobre el Morro de las tres cruces, una de las tantas colinas que la rodean. A las 5 de la mañana, cuando el frío ataca como ráfaga de alfileres, Óscar Luis está despierto y listo para tomar el bus o la buseta que lo llevará al barrio Belén las Playas, en donde queda el Liceo departamental Octavio Harris. Allí cursa el grado 11 de bachillerato. A la 1 de la tarde, después de haber consumido el pequeño almuerzo que preparó su madre, desde avanzada la mañana, sale hacia el colegio Inem, que funciona en la avenida El Poblado, en donde está casi culminando un curso de Electrónica.

A las 5 de la tarde, todavía le quedan energías para subir de nuevo a Belén Rincón en busca de su guitarra, un poco vieja, pero firme, con la que lleva tres años cantando en los buses, para embolsillarse las monedas que lo ayudan a sobrellevar las urgencias cotidianas. También obtiene estipendios trabajando a domicilio como técnico electrónico, o en cualquier cosa que se presente, pero insiste en que su principio y su meta es la música.

Pero no porque con ella gane mucho o poco, sino porque el hecho de tocar y cantar en los buses resulta ser el ejercicio más cercano para irle perdiendo miedo al público, robustecer la voz y tener los dedos siempre dispuestos a sacar las melodías y los acordes que se necesiten.

Inmerso entre sus clases del bachillerato y los conocimientos de la Electrónica, Óscar Luis también tiene espacio para soñar con grandes escenarios, grabaciones compuestas y cantadas por él, premios y viajes alrededor del mundo. Pero de pronto lo despierta el pito de una buseta coloreada de carnaval, en cuyo vidrio panorámico se ve, plasmada en letras grandes, la palabra Belén, como también dos o tres tablillas verticales que llevan consignado el itinerario de la ruta.

Se embarca pensando en Juanes y en todos los aficionados que en Medellín pelean duro con la guitarra y la voz para abrirse un campo en donde demostrar que son tan buenos como los que salen en la televisión, en los periódicos, en las revistas, en internet y en las caratulas de los discos.

“Aquí todos los muchachos quieren ser Juanes”, susurra un pasajero semi calvo desde uno de los últimos puestos. La buseta trae poca gente de pie, lo que le facilita un poco la labor a Óscar Luis, quien, aunque, ya pagó el valor del pasaje, agradece la colaboración del conductor y la amabilidad de los presentes.

Cuando el vehículo llega al sitio conocido como La Alpujarra, el guitarrista ya ha cantado un bolero y una fusión latina que la gente agradece con aplausos mesurados, pero no menos calurosos, pues la interpretación ha sido magnifica y melancólica, sobre todo cuando pronuncia aquello de que “... y no hago más que rebuscar/ paisajes conocidos/ en lugares tan extraños/ y no puedo dar contigo...” Lo mismo sucedió cuando entonó las primeras frases de “El cielo está cubierto de botellas/ de ilusiones que rodaron con la noche.../

Otra respuesta de aplausos y una buena recolección de monedas marcan la llegada de la buseta a la Avenida Oriental, en el Centro de la ciudad. Desde allí tiene que caminar unas cinco cuadras para dirigirse hacia el Parque Botero o al Parque Berrío, en donde espera permanecer una hora, cantando una canción tras otra; o tal vez, declamando un poema con el sonido de las cuerdas al fondo.

Por el camino se va encontrando con escenas de jóvenes raperos o reggaetoneros, quienes, como él, intentan provocar con su arte no sólo lluvias de monedas sino también oportunidades que les permitan abandonar la calle y los escenarios rodantes de las busetas. Algunos, como Óscar Luis, ya han participado en grabaciones discográficas de otros artistas; o grabado, con su voz, una que otra canción, aún a sabiendas de que la industria fonográfica se ha puesto tan dura como el pavimento que les toca sortear todos los días desde que bajan de las colinas.

En las bancas de los callejones del Centro también hay ancianos que rasgan guitarras y venden canciones viejas, desesperanzadas y tristes.

Cuando Óscar Luis llega al Parque Berrío, un hervidero de gente camina, gesticula y habla vertiginosamente, como si la vida se estuviera acabando en ese instante. Antes de interpretar alguna pieza musical, hace sonar las cuerdas de la guitarra como ambientando lo que será su actuación. Ya puso frente a él —pero cuidándose de no estorbar el paso de los transeúntes—, una caja de color marrón con una ranura en la parte superior. De acuerdo con las monedas que caigan en el interior, se sabrá el efecto que produjeron las canciones.

Unos minutos después arroja la primera canción, luego la segunda, la tercera y la cuarta, que es interrumpida por una de esas lluvias repentinas que no avisan y mojan Medellín de un solo tajo. El hervidero de gente que instantes atrás conversaba, o caminaba de un lado a otro, se desordena en una carrera que no parece tener dirección fija. En otros ámbitos, el espacio se corona con la comparecencia de cientos de paraguas de colores, mientras que los músicos callejeros también buscan refugio en contra del chaparrón impredecible.

No es esta la primera vez que le sucede, pero Óscar Luis, quien desde los 15 años se combate con estos menesteres, no deja de sentirse contrariado cuando sus intervenciones se le interrumpen de ese modo.

Él hace parte de esa multitud de jóvenes antioqueños que en los últimos años han aprendido a sentirse seguros y motivados frente a sus inclinaciones artísticas, sólo por estar percibiendo la manera decidida y concreta como la Administración Municipal viene manejando los asuntos de la cultura.

El hecho de que muchos artistas hayan emprendido un vuelo significativo, el que el Gobierno esté abriendo formidables bibliotecas y centros culturales en las que años atrás eran las zonas más paupérrimas de Medellín, tiene esperanzados a esos jóvenes que en otras épocas barajaban pocos proyectos de una vida constructiva, y sí muchas posibilidades de aprender a manejar una pistola y una motocicleta para resolver las eventualidades de la existencia.

Los fines de semana, cuando no tiene que asistir al bachillerato, ni a las clases de Electrónica, Óscar Luis se traslada hasta la Comuna 13, más exactamente a barrios como 20 de Julio, El Saladito o Vallejuelos en donde residen compañeros picados, como él, por la espina de las inquietudes musicales y con quienes ha organizado uno que otro grupo para amenizar bazares escolares y universitarios; o fiestas comunitarias en los demás sectores populares.

Para llegar hasta esos sitios sólo utiliza buses o busetas, si lleva la guitarra y tiene la intención de ganarse algunas monedas, mientras llega a su destino. En otras oportunidades, cuando termina una presentación en el Parque Berrío, se embarca en el metro, que, si no está tan apretujado de usuarios, permite cierto espacio para una que otra canción, sobre todo si el recorrido es más o menos largo, como cuando tiene que bajarse en la estación San Javier y montarse en una de las cabinas del metrocable.

Mientras va subiendo hacia las colinas, en donde se localiza la otrora tristemente célebre Comuna 13, el guitarrista entona otra canción para los cuatro pasajeros que lo acompañan, pero se despide en la estación cercana al barrio 20 de Julio, en donde residen los amigos con los que viene conformando una banda de rock, que intenta mostrar sus propias canciones, pero sobre el estilo de Juanes, el paradigma que siguen casi todos los jóvenes músicos callejeros de Medellín.

Por boca de esos compañeros del arte, Óscar Luis ha escuchado un sinnúmero de historias, la mayoría acaecidas en los años del terror propiciado por el abatido narcotraficante Pablo Escobar Gaviria, quien —según la historia oficial— alcanzó a conformar, entre las décadas 80 y 90, una banda de sicarios de más de 200 miembros, la mayoría jóvenes de la Comuna 13.

“Aquí lo común es que en la mayoría de estas casas haya uno o dos difuntos que no alcanzaron a cumplir los 25 años por estar trabajando en esas bandas de matones”, dicen los colegas de Óscar Luis, quienes en aquellas épocas eran niños que comprendían de manera fragmentaria las causas de las balaceras que estallaban de un momento a otro en las esquinas, produciendo hilos de sangre que todavía corren por las pendientes de sus remembranzas.

Al lado de tantas masacres corrían paralelos ríos de dinero y de francachelas que volvían la vida agradable por instantes, pero nada comparable a los momentos actuales en los que la mano del Gobierno Municipal se muestra incluyente y receptiva con las familias y los jóvenes que en lejanas páginas de la historia veían a otro enemigo en las instancias gubernamentales.

Óscar Luis comprende y celebra esta nueva actitud institucional, sobre todo cuando conversa con jóvenes de otras regiones colombianas, quienes aspiran a coronar una carrera artística en la capital antioqueña. “Lo bacano de esta ciudad —le dicen— es que si tienes talento, ganas y seriedad, te apoyan vengas de donde vengas, tengas el apellido que tengas, sin importar si eres rico o pobre, blanco, negro, indio o lo que sea”.

El sol que se sostiene sobre las colinas de la Comuna 13 simula una bombilla desvaída que a duras penas actúa contra el vidrio mojado en que se han convertido las nubes y el aire pesado de las escalinatas. La música de Óscar Luis y sus amigos se cuela por las calles pavimentadas y suele orificar la tristeza de un segmento de la colina en donde sobreviven barrios de pobreza extrema, cuyas casas construidas con tablas y sostenidas sobre pilotes de madera o de concreto, bien podrían representar un pesebre de la orfandad en las alturas.

Al finalizar el ensayo, el joven guitarrista empaca su instrumento y se despide de los amigos, al tiempo que delibera en su mente si debiese tomar un bus para seguir recolectando monedas, o utilizar el metrocable para no demorar el regreso a casa. Y esta última reflexión le trae a la memoria las bendiciones de la madre, quien todavía tiene frescas las épocas del horror en la Comuna 13. Ella no cree que la violencia ha cesado y que los jóvenes de ahora guardan más esperanzas que quienes vieron en las armas de fuego y en el dinero fácil la única salida del atolladero de la exclusión.

Por fin, para trasladarse, decide utilizar los mismos medios de transporte que lo llevaron al barrio 20 de Julio, pero al revés: toma el metrocable, mas sin dedicarles canciones a los nuevos pasajeros que encuentra. Ahora, sus tendencias estéticas se centran en la cantidad de casas de dos pisos que cubren las faldas de la colina, un promontorio de hongos avivados por el rojo de los ladrillos que tal vez nunca conocerán las bondades del repello y la consagración de la brocha gorda.

A las 7 de la noche, el metro ha dejado a Óscar Luis en la estación Industriales. Una rápida caminata le permite llegar hasta la calle 30. La brisa helada lo abofetea despótica, mientras cruza hacia la acera para tomar la buseta que lo regresará hacia Belén Rincón. Unos diez minutos después aparece el vehículo con algunos asientos vacíos. Es decir, el escenario es el propicio para entonar la última presentación del día.

Ni siquiera se desanima cuando escucha entre el tumulto la voz gatuna de una anciana que dice a sus espaldas: “¿otro?”. Ese “otro” le hace entender que antes que él en la buseta tal vez estuvieron trovadores con guitarras, acordeones, violinas o instrumentos de percusión, pero lo único que espera es que su romanza supere cualquier estridencia y las monedas caigan generosas como hasta ahora han sido.

Cuando el conductor ha girado por la Iglesia Belén Rincón, Óscar Luis viene martillando frases como “...cada vez que te busco te vas/ y cada vez que te llamo no estás/ y es por eso que debo decir que tú sólo en mis fotos estás...” Las monedas y los aplausos no han sido mezquinos. La brisa fría que lo espera al bajar de la buseta, tampoco: le incrusta sin restricciones todos los alfileres de su frigidez.

Mientras las monedas en el bolsillo suenan como instrumentos de fe, el trovero espera que igual de generoso sea el chocolate que la madre le tiene guardado. Mañana será otro día. Y Óscar Luis comenzará las vueltas que se requieren para matricularse en la facultad de música de la Universidad de Antioquia. Entonces sabrá qué significa la palabra futuro.

 

Mayo de 2009


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