Aquí donde usted me ve, soy uno de los mejores jugadores de fútbol de Mina Seca, el caserío donde vivo con mi mamá, un hermano, un tío y mi abuela. Mina Seca es un pueblo pequeño, tiene como unas cien casas y está rodeado de cerros. No tiene servicio de agua, y unos pocos tenemos luz eléctrica. El agua la recogemos de una cascada, que también sirve para hacer funcionar unas turbinas que dan luz eléctrica a quienes puedan tenerla. Los que no, se alumbran con velas y lámparas a gas. La mayoría de las familias viven de la agricultura, la pesca y la madera.
Le decía que soy uno de los mejores jugadores de fútbol de Mina Seca, pero también me gusta bailar la champeta, que allá se oye bastante. Y todo eso lo hago bien, super bien, con mi pierna izquierda. Con ella es como mejor punteo el balón y consigo los goles que hacen ganar a los equipos que organizo con mis amigos de Mina Seca, para no morirnos del aburrimiento.
Con mi pierna izquierda le meto fuerza a la correndilla cuando estoy por el monte cazando pajaritos o tirándome a los pozos de agua dulce que dejan los aguaceros y siguen sirviendo a los animales en el verano. Con mi pierna izquierda iba distraído, hablando y riéndome de las cosas que me decía Reyes Manuel Legía, mi primo, cuando salimos a las 9 de la mañana de ese sábado dos de febrero, con el fin de cortar madera para vender; y leña, para las cocinas de nuestras casas. Fue mi pierna izquierda la que se posó entre las raíces de un árbol grandote, en donde habían enterrado una mina explosiva, una quiebrapatas, que tronó durísimo cuando me moví un poco, retirando el pie. Mi primo dice que caí como a diez metros del árbol y que el humo de la pólvora, el “tierrero” y los pedazos de hojas secas volando era lo único que se veía después de la explosión de ese aparato.
Ahora recuerdo que al principio se me taparon los oídos y que la pierna me dolía muchísimo, pero después se me fue durmiendo, y hasta pensé que se me había desprendido. Pero no, más bien tenía varios huecos y un poco de heridas por todo el cuerpo y la cara. Eran los pedazos de clavos, tornillos, vidrios, grapas y pólvora que, según me dicen, le meten a las minas para que se infecten las heridas de quienes las pisen, y sufran, como me está pasando ahora.
Le repito que soy el mejor de Mina Seca en eso de meterle patadas al balón para que aparezcan los goles. Y todo eso con mi pierna izquierda. Por eso quiero salvarla; necesito salvarla para seguir jugando, bailando y asistiendo a mi octavo grado de bachillerato. Me aburro bastante en esta cama de hospital, pero la verdad es que me siento mejor que cuando me recogieron del suelo caliente donde me tiró la explosión. Dicen que estaba pálido, casi desmayándome y metido en un charco de sangre. Varios de los muchachos, que también se encontraban por el cerro trabajando, oyeron el ruido de la mina y corrieron hacia nosotros. Unos se quedaron cuidándonos, otros salieron en busca de ayuda. A los pocos minutos vinieron más personas y me cargaron en una hamaca y yo sentía que el mundo se me iba, que me estaba acabando en ese poco de sangre que chorreaba de mis dos piernas; pero sobre todo de mi pierna izquierda.
Mi mamá dice que eran como las 10:30 de la mañana cuando le fueron a avisar lo de mi accidente y por un momento quedó un poco aturdida, igual que los vecinos que se juntaron para subir a los cerros y traernos de regreso. Es que allá nadie había visto una mina quiebrapatas. Habíamos oído hablar de ellas, pero nunca las habíamos visto; y mucho menos había ocurrido un accidente como el mío. Y mire que vine a ser yo quien estrenó la única mina que hemos visto en muchos años. Pero así es la vida. Quién sabe cuál de los grupos que estuvieron peleando por esos montes dejó la mina olvidada cerca del caserío para que explotara cuando yo la pisara con mi pierna izquierda.
Yo estaba un poco aturdido, pero recuerdo el gentío rodeándome cuando llegamos al pueblo, la gente corriendo por todas partes, buscando un transporte que nos llevara hasta Tiquisio. Y, mientras tanto, el gentío tocándome la pierna y yo muriéndome de sed sin sentir los dedos que tocaban mis heridas, porque tenía la pierna como desvanecida, dormida, como muerta, pero enseguida llegó la chalupa. Eran casi las 11 de la mañana cuando salimos para Tiquisio. A mi lado llevaban a Reyes Manuel con el brazo derecho y el cuerpo también herido por la explosión de la mina, pero de todos modos se veía mejor que yo.
Eran las 4 de la tarde cuando llegamos a Tiquisio; y, siendo las 5:30 arrancamos para Magangué los dos heridos, el chalupero, su esposa y su ayudante, mi mamá y una enfermera que encontramos en Tiquisio. El viaje dura tres horas, pero esa vez nos gastamos nueve, porque el chalupero no se sabía la ruta y varias veces nos perdimos en la ciénaga de Las Iguanas, que así es como se llama la parte por donde íbamos; varias veces nos varamos entre un poco de tarulla y barro blando que no dejaban arrancar la chalupa. Y mamá, como si fuera cualquier macho, se tiraba al agua a ayudar al conductor y, a su ayudante, a vencer el atolladero en que nos metimos, pero siempre temiendo la mordida de algún animal o que se apareciera un grupo de los hombres armados que también navegan por esas partes con todo y oscuridad. Pero, como mandado de Dios, nos tropezamos con un pescador que nos indicó el camino que era.
Así que llegamos a Magangué siendo las 2:30 de la madrugada y enseguida nos dirigimos al Hospital San Juan de Dios, donde las enfermeras nos inyectaron, nos colocaron sueros y nos limpiaron el sucio que cogimos en el viaje. Pero los médicos ordenaron que a mí, que era el más grave de los dos, me trajeran a Cartagena, al Hospital Universitario.
Cartagena. Yo había oído hablar de esta ciudad, pero jamás la había visitado. Mi mamá sí la conocía y me había comentado cosas de aquí. Pero nunca, nunca pensé venir y mucho menos enfermo, como lo estoy ahora. Y eso que un poco de veces le dije a mi mamá que saliéramos de Mina Seca, porque estaba peligrosa, porque ya no me gustaba vivir allí, pero nunca se me ocurrió que pudiéramos llegar a Cartagena.
Aquí nos han tratado bien, bastante bien, casi desde que llegamos. Hemos conseguido amigos, han hablado de nosotros en los periódicos, en la televisión y en los radios y hasta nos abrieron una cuenta de ahorros para que la gente ponga plata para mi curación, pero lo que más quiero es que se me curen mis piernas, sobre todo mi pierna izquierda. Mi mamá quiere quedarse en Cartagena y yo todavía no le contesto nada, porque lo que más me preocupa es mi curación.
A veces tengo ataques de nervios, no duermo casi; y cuando duermo, tengo pesadillas con la explosión de la mina. Al principio no me sentía la pierna. Las enfermeras me curaban, me tocaban, hacían y deshacían y no me sentía la pierna. Pero después de la operación y después que me pusieron los hierros que tengo ahora, la pierna como que ha despertado y empieza a dolerme. Siento picazones y, cuando la brisa se mete por la ventana de la pieza donde estoy, esos fierros me molestan. Me estorban. Me gustaría quitármelos y salir corriendo.
El otro día mi mamá se alegró porque me vio sonriendo y mamándole gallo a otro señor que tiene una pierna rota y que está conmigo en este mismo cuarto. Ella dice que estaba preocupada porque me veía siempre triste y sin ganas de comer. Ahora como un poco más, pero le repito que mi preocupación es mi pierna izquierda. Me preocupa porque soy buen estudiante. Y por eso, quiero dos cosas: no perder el octavo grado y seguir haciendo goles, pero en otra parte que no sea Mina Seca.
Febrero de 2002