Manrique es compositor y fotógrafo de San Jacinto (Bolívar).

Miguel Manrique, entre cumbias y retratos


Son pocas las veces en que se menciona el nombre de Miguel Manrique a través de los medios masivos de comunicación, al menos en esta época en que la música costeña se encuentra saturada de nuevas figuras que se alejan de lo tradicional, obedeciendo las directrices de los poderosas casas disqueras a las cuales pertenecen.

Pero también son pocas las veces en las que se ha visto a Miguel Manrique gestionando en el mundo del espectáculo, y por los grandes medios, la propagación de sus canciones o el reconocimiento de las fotografías que ha hecho de las calles y de la gente del municipio de San Jacinto.

“Él es así”, dicen los amigos que lo conocen desde lejanas infancias, cuando Luis Hernando, el padre, también cargaba una cámara al hombro con la que plasmaba imágenes sociales y una que otra estampa de la cotidianidad sanjacintera, afición esta que combinaba con las cuerdas y las parrandas folclóricas que hicieron historia en las montañas y sabanas del departamento de Bolívar.

Tal vez como ese padre que pocos recuerdan es Miguel Manrique: un hombre tranquilo, sin ambiciones, sin arribismos y fiel seguidor de los impulsos que el amor al arte le disparan desde los sufrimientos, risas e historias que han sido los temas de canciones como “La mochila terciá”, “Amor sincero”, “Triste plenilunio”, “Otra serenata”, “El calvario”, “Mis canas” y “Mis deudas”, entre otras, que le han grabado amigos cantantes de San Jacinto y de otras partes de la costa Caribe colombiana, aunque su fuerte han sido los festivales.

En los festivales de música vallenata y de otras vertientes folclóricas, Miguel Manrique ha cosechado tantos éxitos como trofeos tiene en su casa: 50. Pero sólo muestra, en un rincón de la sala, los que se han alzado con los primeros puestos en poblaciones como El Difícil (Magdalena), Arjona, San Juan, El Carmen de Bolívar y Sincelejo (Sucre), por mencionar unos pocos, donde Miguel es conocido como un buen ejecutante de guitarra, cantante y compositor con enormes bríos para esas parrandas fuertes y amenas, que eran como vitrinas para los noveles artistas.

“Soy el único músico sanjacintero —dice Miguel sin sonrojo— que se ha ganado seis festivales aquí en la Costa. Muchos amigos me han grabado y he tenido uno que otro éxito, pero ya no me preocupo tanto porque me graben los grupos de ahora. Es que estoy decepcionado de las regalías. Pertenezco a Sayco, y lo que recibo son migajas por mis canciones. La semana pasada terminé de grabar un CD con Rodrigo Rodríguez y no sé cómo iremos a hacer para sacarlo al mercado, porque las cosas están duras y nadie ayuda. Además, tengo la composición por hobbie. Lo mío es la fotografía”.

Lo anterior parece una excusa. Una excusa que quiere salvarlo de varios años perdidos en el sortilegio de las parrandas y en las complacencias para los amigos, pero la verdad es que si “Manro” o “El Maligno” (como le dicen sus conocidos, y se hace llamar en los festivales que exigen seudónimos) entrara en la onda del compositor-empresario que ha surgido en estos inicios de siglo, Colombia estaría disfrutando de las más bellas cumbias que pueden brotar de la memoria y de las manos de un guitarrista como él.

Sólo basta verlo cantar como si se abriera el pecho y una bandada de turpiales se le escapara hacia las infinidades del sentimiento cuando vocaliza letras como “Se oye un profundo lamento/heridos suenan los cueros/y las gaitas sollozando/porque agoniza un gaitero/.

Las espermas van llorando/sus lágrimas derretidas/y en la rueda del fandango/dejan un pedazo de su vida”.

Esas dos estrofas, y las que le siguen, se precipitaron desde su espíritu como un aguacero solo para cantarle al gran maestro Toño Fernández cuando sus antepasados farotos lo estaban llamando a rendir cuentas en el infinito, pero cuentas cómo las que tienen las gaitas en forma de orificios para que el aire de los pulmones salga convertido en música.

“Quiero que escribas ahí —dice Miguel estirando el dedo índice— que mis amigos políticos me llaman siempre para que les amenice cosas, pero nunca me dan un puesto en sus administraciones. Cuando necesitan labores de imagen, buscan a otro fotógrafo. Pero... no le paro bolas a eso”.

Bleyden, su actual compañera, le recuerda otro episodio en el que sale a relucir el reconocimiento que quienes pueden no han querido darle:

“Ah, ya me acuerdo —dice—. El otro día vino por aquí el periodista ese de la televisión... Ernesto McCausland. Me dijo que estaba haciendo una revista en la que se publicaría un homenaje a Toño Fernández. Y me pareció bien. Por eso le presté 50 negativos de fotografías que le hice, años atrás, al maestro Toño. Se los llevó diciendo que me los regresaría. Pero salió la revista, no me dio el crédito y ni me ha devuelto mis fotos”.

En el barrio La Gloria, donde vive Miguel Manrique, las casas permanecen silenciosas, como si en ellas no hubiera vida. Y ese silencio se agiganta cuando “El Maligno” abraza la guitarra y suelta otra parrafada de versos enmarcados en cumbias y paseos sabaneros. Es como si el zinc de los techos y el ladrillado de las paredes también se sintiera herido con pronunciaciones como:

“No me enamoro hace rato/ de tu piel pálida y bella/ de tus cabellos de cera/y de tus ojos que no ven/ chupando tu boca de miel/mi gaita sanjacintera/

Oye, Juan Lara, te canto a ti/mi cumbia sanjacintera”.

En armarios de madera que se acomodan en un rincón de la pequeña casa donde viven Miguel y Bleyden, reposan miles de empaques de papel portando negativos y positivos en los que han quedado plasmadas imágenes de primeras comuniones, bautizos, matrimonios y otros asuntos del triste mundo, que “El Manro” ha sabido laborar para ganarse la vida, mientras le saca algunas letras a la esquiva musa.

Pero son un verdadero documento cultural las imágenes que captó de monstruos desaparecidos como Andrés Landero, Toño Fernández, los hermanos Lara y Lucho Bermúdez, entre otros, los cuales guarda celosamente como para que no se repita el episodio de la revista de Mc Causland.

“Tengo un hijo que también se llama Miguel —dice, mientras acomoda las fotos en sus puestos—. Ese toca gaita y percusión, pero le ha gustado más el fútbol. También estudia en la universidad. Ojalá que siga así.... Y que no se quede en la música...”

Agosto de 2001


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