Me pregunto cuántos cartageneros, de esos que se gozaron el auge de la música africana en los años setenta, estaban al tanto de la vida artística y personal de la cantante sudafricana Miriam Makeba, quien murió esta semana (a los 76 años), después de haber brindado un concierto en una localidad italiana.
Lo más probable es que muy pocos. Y me incluyo entre esa gran mayoría que aprendió a amar la música del llamado continente negro, gracias a las interpretaciones y a las combinaciones rítmicas que Makeba lograba para llevarle al mundo algún mensaje referente a la vida, los pensamientos y los deseos de la gente que había nacido con ella en medio del absurdo apartheid que aprisionó por muchos años a los habitantes del sur de África.
En lo que a mí respecta, el recuerdo más lejano de esta cantante data de finales de los años sesenta; y no es otro que el mundialmente famoso “Pata pata”, que, para la época, no debía faltar en la programación de las emisoras, ni en el repertorio de las fiestas hogareñas, en donde ese disco de 45 revoluciones por minuto caía en los tornamesas de las radiolas todas las veces que los bailadores lo pidieran, que no eran pocas.
Entrados los años noventa, alguien con quien solía rememorar la afición de nosotros los cartageneros por las melodías y los ritmos del llamado continente negro, me hizo saber que el nombre original del “Pata pata” no era ese, cosa que ni el mismo transmisor de la noticia recordaba; y, desde ese momento, empecé a tratar de resolver la inquietud por sacar en claro cuál sería ese título extraviado en los parajes de la piratería discográfica, tomando en cuenta la vieja costumbre de los picoteros y los bailadores de ponerle rótulos fácilmente recordables a las canciones que más les gustan, pero que vienen en otros idiomas.
Hasta el momento no he encontrando ese supuesto nombre original del “Pata pata”, pero sí tengo claro que fue a finales de los años sesenta cuando supe que en el mundo existía una cantante negra, quien tenía la capacidad de hacer mover las rodillas y el alma de quienes se atrevieran a escuchar su música: Miriam Makeba.
Fue después, a mediados de los años setenta, cuando la música de Makeba comenzó formar parte de las colecciones de los administradores de picós en Cartagena y Barranquilla, mientras en las estaciones radiales los locutores anunciaban sus canciones y le aplicaban el remoquete de “La emperatriz de la salsa africana”, concepto que a muchos nos resultaba algo confuso, pues aún manejábamos el juicio primario del ritmo afrocubano que se cocinaba entre las orquestas de la salsa nacida en Nueva York.
No obstante, creo que desde ese momento y durante cierto tiempo, muchas canciones que sonaban en los grandes equipos de sonido, con voces africanas diferentes a la de Miriam Makeba, fueron calificadas como “salsa africana”, aunque su naturaleza estuviera muy lejos de querer parecerse a ese ritmo y a ese movimiento.
A estas alturas, ya son clásicas canciones como “Kilimanjaro”, “Pole mze”, “Oyate omaya”, “Amampondo”, “Umgokoso” y uno que llaman “Burococo” (vaya a saberse cómo se titula de verdad), rúbricas que valdría la pena averiguar si son esas en realidad; o si, por el contrario, son otro invento emergente de los picoteros, quienes creo que programaban esa música sin que les importara mucho que en el resto de Cartagena se dijera que era ese el folclor de los maleantes del barrio Olaya Herrera y de los sectores circunvecinos.
A lo mejor, tanto los picoteros como los que estigmatizaban las canciones africanas, tenían el nulo conocimiento de que en otras partes del mundo esa polifonía venía siendo estudiada seriamente al interior de universidades y de grupos culturales de investigación, no sólo por el interés ancestral que despertaban, sino también porque sus intérpretes, con escolaridad o sin ella, venían proponiendo otras melodías y golpes que actualmente son la base de más del 70% de la música que se escucha, se canta y se baila en el planeta.
Entrados los años ochenta, la fiebre por la expresión africana en Cartagena fue reemplazada por otras tendencias, lo que no impidió que un grupo selecto de fanáticos siguiera pendiente de las movimientos de músicos y cantantes de esa etnia. Unos pocos poseen en sus colecciones personales el documental “Cuando éramos reyes”, de León Gast, filmado en Zaire, para recrear los momentos previos al combate entre los boxeadores George Foreman y Mohamed Alí, en primer plano; y al fondo, Miriam Makeba joven, delgada y enérgica ejecutando uno de esos bailes felinos que la caracterizaron, mientras lanzaba ríos de voz viva con “Kilimanjaro”, uno de sus temas emblemáticos.
A mediados de los ochenta, otra Miriam Makeba más madura, casi obesa, pero aún bailadora y gritona, apareció en un tele programa farandulero colombiano, anunciando que era una de las fundadoras de una escuela de canto en Londres, cuya inauguración incluyó concierto, en medio de aplausos y gritos acompasados de ¡Makeba!, ¡Makeba!, ¡Makeba! Y su voz pitando, como siempre, en un tono más alto que el medio día de Suráfrica.
Murió en la madrugada del 10 de noviembre pasado. Y los cables noticiosos internacionales se aprestaron a recordar que fue una de las grandes voces que lucharon contra el apartheid, un compromiso que pagó con más de 30 años de exilio.
Que en 1959 las autoridades sudafricanas la desposeyeron de su nacionalidad, por participar en el documental antiapartheid “Come Back Africa”.
Que sus canciones fueron prohibidas en Sudáfrica por su denuncia del régimen racista ante la ONU en 1963.
Que su voz celebró todas las independencias del continente africano, por lo que fue conocida como “Mama Afrika”.
Que recibió un premio Grammy por su disco “An evening with Harry Belafonte and Miriam Makeba”.
Que, junto con su esposo, Stokely Carmichael, líder del movimiento del “Black Power”, fue calificada como indeseable por las autoridades norteamericanas y debió refugiarse en Guinea.
Y que en 1992, llamada por Nelson Mandela, regresó a su país definitivamente, para seguir luchando contra las injusticias y fundar un centro de rehabilitación para adolescentes.
Entre las redes virtuales el investigador sucreño Nicolás Contreras Hernández también abrió su espíritu de griot para decir que Makeba fue “una más de las primas hermanas mayores que nos ayudaron desde el ritmo a encontrar esa herencia que estaba en la piel y en lo más profundo de nuestro ser, donde alma y cuerpo se funden y confunden.
Miriam se fusiona al ki pi yam'pembe de sus ancestros celestiales, según el cuerpo de creencias zulúes, muy similar al sistema tibetano, donde la reencarnación es un axioma. Miriam, la princesa de la nación Xosa, regó su arte, su voz de infinitas posibilidades tonales y efectos, que hasta el shekere podía imitar, a través de los altares picoteros: ‘El Conde’, ‘El Perro’, ‘El Kung Fu’, ‘El Timbalero’, ‘El Coreano’ y ‘El Sibanicú’, grandes máquinas de sonido de Cartagena, Barranquilla y mi Tolú natal, sembraron la semilla urbana para el reencuentro permanente de los afrodescendientes nacidos en el Caribe, donde el ritmo ayuda a entendernos en medio de los idiomas coloniales que nos separan.
“‘Mampondo’ (el coco), ‘Las palmitas africanas’ (nombre picotero) o el famoso ‘Pata pata’, que sirviera para que Chayanne se diera cuenta que no de su ser ‘latino’ (es decir nativo del latio) le venía ese zwing, sino de esa África que en Borinquén legó el tuétano rítmico de la bomba, la plena y el summun de la salsa. Miriam, la mujer que con la música y el cine (donde aparece en alguna película en la plenitud de su juventud con su belleza de Ochúm y Erzilie) hizo causa común para denunciar ese apartheid que hacía a nuestros primos zulúes ciudadanos de segunda en los bantustan de la gran casa africana.
“Que todos los ancestros la reciban. Y si ha de reencarnar —según las creencias zulúes—, que logre dejar su impronta en los animales, las piedras, maderas y el agua que junto a ella han de renacer, hasta cumplir en el mpembe, el cilo perfecto que en el Tibet y la India llaman samsara.
Música, mbaganga y mucha rumba, a Miriam en su tumba.”