Desde la noche del miércoles nueve de noviembre, un grupo de músicos cartageneros, en compañía de dos antillanos residentes en Estados Unidos, comenzó a practicar las canciones más famosas de Johnny Pacheco.
Eran las nueve de la noche de ese mismo día, y Pacheco, con su esposa “La Kuky”, acababan de bajar de un avión en el Aeropuerto Internacional Rafael Núñez de Cartagena de Indias. Unas horas antes habían llegado los veteranos cantantes Santiago Cerón, Héctor Casanova; y una nueva figura llamada Ray Vieira, joven vocalista puertorriqueño que acompañó a Pacheco en su más reciente disco compacto titulado “Entre amigos”.
El trompetista Luis Doñé, otro de los veteranos músicos latinos que llegaron a la ciudad, procedentes de los Estados Unidos, era el director del grupo de cartageneros que acompañaría a Pacheco en su concierto del jueves 10 de noviembre en la noche.
El grupo asimiló rápidamente el repertorio pro cubano de Santiago Cerón y el tumbao añejo de Johnny Pacheco, sólo que en ese momento no se encontraban esos dos grandes de la música caribeña, correspondiéndole a Luis Doñé, interpretar las partes iniciales y los soneos de las canciones, mientras los mambos eran asimilados por los muchachos, gracias a las partituras originales que los veteranos músicos antillanos acostumbran a portar en sus maletas.
Al día siguiente, desde tempranas horas de la mañana, Pacheco, Casanova, Santiago Cerón y Luis Doñé se reunieron, por fin, en la misma discoteca para reiniciar los ensayos, cuyos resultados debían ser perfectos desde que arrancara el concierto de la noche.
La figura más sobresaliente era Johnny Pacheco. No por los vertiginosos movimientos que en un tiempo le imprimió a su manera de dirigir orquestas en los grandes escenarios del mundo, sino por todo lo contrario: su estatura de torre afilada sobresalía como un resplandor entre los demás músicos, más por su lentitud, por sus lentes gruesos y sus cabellos y bigotes blancos, que por algún rasgo de las maneras explosivas que lo caracterizaron en los años 70.
Cuando entramos a la discoteca, sin invitación alguna, la orquesta estaba ensayando los temas clásicos de Pacheco, esos que fueron vocalizados por Héctor Casanova, quien se hallaba sentado en una silla alta, mientras de su grueso pantalón colgaba un zapato de caucho, que a su vez estaba pegado a la prótesis con que los médicos gringos le reemplazaron la pierna izquierda.
Casanova también parecía un monumento a la lentitud, producto del implacable paso del tiempo. Cinco años atrás, en el barrio San Fernando, los cartageneros vieron a un Casanova bailador, risueño, sonero y dicharachero, festejando su cumpleaños número 60. En ese momento no daba muestras de querer enfermarse ni mucho menos de que le amputaran ningún miembro.
“El faisán”, la adaptación cubana que Pacheco y Casanova convirtieron en un clásico de la salsa, hace más de treinta años, sonó rejuvenecida en el estilo de los músicos cartageneros, al igual que “La esencia del guaguancó”, del compositor Tite Curet, y que hiciera famosa el extinto Pete “El Conde” Rodríguez, pero esta vez interpretada con excelsas calidades por Ray Vieira.
Terminado el ensayo, nos acercamos sigilosamente, mientras Pacheco seguía haciendo algunas anotaciones a los ejecutores de los metales, quienes continuaban sentados, observando el güiro que le servía al maestro no sólo para ponerle brillo a cada pieza, sino para contar el tiempo de arranque de la orquesta.
Uno de los coristas, el cartagenero Martín “El Tetero” González, se le acercó por la espalda y le comentó la propuesta de diálogo que los periodistas tenían entre manos:
—¿Es una entrevista o una novela? — preguntó Pacheco en bajo tono y agregó:— ustedes hablan de entrevista y resultan haciendo unas preguntas que, ¡coño!, terminan en novela. Bueno, por mí no hay problema, pero hablen primero con “La Kuky”.
Al otro extremo de la tarima, “La Kuky” se encontraba sentada al lado de Santiago Cerón y de la esposa de Héctor Casanova. “La Kuky” es una rubia alta, gruesa, de rostro serio y palabras rápidas. Por algún acontecimiento no muy grato, algunos de los que trataron con ella, en cuanto Johnny Pacheco llegó a Cartagena, calificaron su carácter como el de “una señora jodona”.
Sin embargo, asintió sonriente y sin problema cuando escuchó la propuesta de los periodistas:
—Ok —dijo—, pero esa entrevista tendrá que ser en el hotel, porque me dijeron que estas calles las van a cerrar para darle paso a unas comparsas; y no queremos quedarnos encerrados en esta discoteca.
Quince minutos después, los periodistas fueron invitados por “La Kuky” y por Pacheco a abordar la camioneta lujosa que los llevaría al hotel en el barrio Bocagrande. Mientras el vehículo atravesaba el corredor de carga que fragmenta al Sur Occidente de Cartagena, “La Kuky” iba explicando que en Cuba, su país natal, también se celebraban fiestas en donde la gente se pintaba el cuerpo de negro o de azul. En esa época, su abuela materna dejó de llamarla María Victoria para ponerle el apodo cariñoso que ahora tiene.
Una canción vallenata que sonó en el radio de la camioneta le iluminó el rostro al maestro Pacheco, quien ocupaba el sillón delantero:
—Óiganme —gritó a contrabrisa— cuéntenme qué ha sido de la vida de Alfredo Gutiérrez.
Le respondimos que el tres veces rey vallenato sigue haciendo carrera con su acordeón y sus canciones, pero Pacheco prosiguió relatando una anécdota:
“Con ese tipo me sucedió algo simpático en Barranquilla, hace muchos años. Estábamos en una caseta carnavalera. Ya yo había tocado mi tanda y se subieron él y su conjunto. Como a la mitad de la presentación, se le dio por llamarme para que hiciéramos algún show y a mí lo primero que se me ocurrió fue quitarle el acordeón para tocar un merengue dominicano, que era lo que yo tocaba cuando niño. Pero Alfredo Gutiérrez sacó otro acordeón y comenzó a hacer exactamente lo mismo que yo hacía. Entonces, solté el acordeón y saqué una violina y empecé a tocar de todo con ella. Pero el tipo no se quedó quieto. De pronto lo veo que se tira al suelo, se quita los zapatos y empieza a tocar el acordeón con los pies. ¡Mi impresión fue grande, coño! Yo nunca había visto a nadie tocar un acordeón con los pies. Me guardé la violina en el bolsillo y lo único que dije fue: coño, me jodiste. Y me bajé de la tarima, porque la gente se quería romper las manos de tanto aplaudir a ese hombre, que es un bárbaro. Eso no se puede negar”.
El talento y la suerte
A estas alturas, Johnny Pacheco casi no necesita preguntas para hablar sobre sí mismo, acerca de su música o sobre su carrera forjada entre Santiago de los Caballeros y Nueva York. Se ve que tiene más de treinta años de estar contestando los mismos interrogantes. Tal vez por eso, las imágenes ruedan por su cabeza con la misma fidelidad de otras décadas y las palabras salen automáticamente por su boca, como si se tratara de una vieja grabación que suele renovarse con los años.
Ahora estamos en el restaurante del hotel, de frente a una ventana panorámica que deja ver el esplendor del mar Caribe y también el cielo amenazante de lluvia que en suerte nos ha tocado asumir en este día. Pacheco pidió una cerveza humeante de frío y un platico con aceitunas, las cuales saboreó con la misma lentitud con que salían sus palabras a rememorar las cosas que aún significan mucho en su existencia:
En los últimos años —anotó— he llagado a la conclusión de que en esto de la música se necesitan dos cosas: un 50% de talento y otro 50% de suerte. A veces se tienen mucho talento y muchas ganas, pero la suerte no aparece por ningún lado. He conocido músicos, cantantes y compositores muy buenos; y además de buenos, muy luchadores. Pero se han vuelto viejos y nada pasa con ellos. Les faltó suerte. Yo, gracias a Dios, he tenido de las dos cosas: la suerte y el talento. No me canso de desearles suerte a los artistas jóvenes, pero también les recomiendo que estudien mucho, que la música es cosa seria, aunque sirva para divertir a la gente.
—¿Y cuántos años lleva teniendo tanta suerte?
—En octubre del año pasado cumplí 50 años de ser músico. Digo, de ser músico en serio, porque en realidad me interesé en la música siendo apenas un chamaco de once años. Mi papá, Rafael Azarías Pacheco, era el director de la mejor orquesta de Santiago de los Caballeros, el pueblo de República Dominicana en donde nací. Se llamaba la “Orquesta Santa Cecilia”.
Él tocaba clarinete, saxofón y violín. Mis tíos tocaban trompeta. El primer regalo musical que me hizo mi papá fue una violina. Con ella empecé a tocar los primeros merengues, mientras ayudaba a la orquesta con la repartición de las partituras en los conciertos, cosa que me hacía sentir muy importante, como un músico de verdad. Cuando tenía 13 años, salimos todos para Nueva York. Allá me metieron casi enseguida en el colegio. Y lo primero que hice fue preguntar por las clases de música, pero lo único que quedaba era un violín. La cosa es que yo andaba tan desesperado que le metí mano enseguida, aunque las clases me las dio mi padre. Me enseñó también el saxofón y el clarinete. Después me dediqué a la percusión y a la flauta.
—Usted empieza tocando merengues con la violina, ¿pero por qué no hay mucho de ese ritmo en sus producciones?
—Porque la idea que empezamos defendiendo en Nueva York fue la recuperación de muchas piezas cubanas, a las que les pusimos una nueva rítmica y un nuevo color. Pero por allá en 1953 escribí el primer merengue que grabó Wilfrido Vargas. Se llamó “Amarra el perro”. Escribí otros más, pero no recuerdo sus nombres.
—¿Cómo era el ambiente para los músicos latinos en el Nueva York de esos años?
—Era muy limitado. Las actuaciones de los músicos estaban reducidas sólo a unos pequeños clubes. Pero algunos tuvimos suerte, porque los músicos gringos poco sabían de percusión latina, una cosa que ya yo había estudiado con partituras y todo. Por eso los gringos me invitaban tanto a grabar. Hablando otra vez de los clubes, el más popular era el “Palladium”, un salón de baile al que iban personajes como Porfirio Rubirosa y Marlon Brando, a quienes les gustaba mucho la música de Tito Puente, Tito Rodríguez y Machito, artistas que se presentaban con frecuencia en ese escenario.
—¿Cómo llegó usted al Palladium?
—Tenía como 18 años y ya había grabado con Damirón y Chapuseaux. Damirón era pianista y con él grabamos un tema llamado “Anabacoa”, que gustó muchísimo; tanto, que nos invitaron al Palladium y allí botamos la pelota. Pero no duré mucho con esa gente, porque me encontré con Charlie Palmieri, que era mi vecino y gran amigo. Él tenía una orquesta llamada “La Duboney”. Trabajamos un tiempo, pero no nos entendimos, porque Charlie tenía una idea de cómo arreglar los temas; y yo, otra. Cada cual tenía su sonido, y eso terminó por separarnos. Pero antes de eso, ya habíamos enloquecido a la gente de Nueva York con la charanga. Tocábamos en todos los clubes y éramos los reyes del sabor.
—¿Cómo logró, entonces, imponer el sonido que usted quería?
—Me reuní con varios violinistas latinos que querían tocar música clásica, pero lo hacían muy mal. Yo les expliqué qué era lo que tenía en mente y me cogieron la pelota rápido. Después llamé a Rudy Calzado y a Elliot Romero, dos cantantes que se ajustaron a mi sonido; y la cosa terminó arrancando bien, como suena en “Acuyuyé” y “Suavito”, que ustedes están cansos de oír. El asunto era hacer una charanga más rítmica, más pesada y más bailable, porque las charangas cubanas, como la Orquesta Aragón (que era la que más se oía en ese momento) eran muy melódicas y mantenían el ritmo detrás de los metales. Yo puse la percusión por delante; y con eso, puse a mucha gente a bailar.
—¿Cómo pasa de la charanga al tumbao?
—Eso fue una vez que me invitaron a que abriera la “Feria Internacional 1964”, pero querían que llevara una orquesta con metales. En ese momento, ya el sonido de la charanga había saturado el mercado y estaba pasando de moda. Entonces, organicé una orquesta parecida al formato de “La Sonora Matancera”, pero con bongó, tres y los coros nasales que caracterizaron a la Sonora. Así nació “Pacheco y su tumbao”.
El primer trabajo que grabamos se llamó “Cañonazo”. Ya para entonces había fundado el sello “Fania”, un nombre que saqué del son “Fania funché”, de Reinaldo Bolaños.
—Para ese entonces, ¿ya se había asociado con Jerry Masucci?
—No. Al principio estaba yo solo y lo único que hacía era reclutar gente para que la música de los latinos tuviera respeto en Nueva York. A Masucci lo conocí después, en una fiesta del Hotel Taft, porque resulta que él era admirador de la Orquesta Aragón. Alguien le dijo que en ese hotel estaba tocando esa orquesta; y resulta que era yo. El tipo me preguntó: “Oye, ¿verdad que tu grupo suena como la Aragón?” Yo le dije: “Bueno, déjame tocar y verás”. Le toqué dos temas de la Aragón y se volvió loco. Ahí nos hicimos amigos y me lo llevé para el África como ingeniero. Mentira, no sabía ni poner una plancha. Le gustaba la música, pero tenía los pies cuadrados. Entonces le conseguí unas maracas sin pepitas para que las agitara en medio de la orquesta y la gente no se diera cuenta de que él no era músico.
—¿Y cómo se asociaron?
—Porque él era abogado y tenía muchos contactos en Nueva York. Entonces, entre los dos pusimos 2.500 dólares y empezamos a contratar músicos y a grabar. Yo salía de las presentaciones y llegaba a los estudios a los 2:00 y 3:00 de la madrugada, cansado como el carajo, me quedaba grabando percusión, flauta y coros hasta el día siguiente a las 10:00 de la mañana. El primer álbum se llamó “Mi nuevo tumbao, cañonazo”. Ese día en que lo grabamos —marzo 25— yo estaba cumpliendo años. Así que el disco salió catalogado como 325. El cantante era Pete “El Conde” Rodríguez, a quien conocí en un bar de El Bronx, cantando y tocando congas. Lo hacía todo tan bien que dije: “a este negro me lo llevo yo”.
—Para muchos, “El Conde” fue su mejor cantante...
—Esas son opiniones respetables. Lo que sí les digo es que con él hice muy buena liga. Fuimos grandes amigos, compadres y compañeros de trabajo. Ese Pete era un fenómeno. Cantaba de todo y todo lo hacía bien. Era un sonero, improvisador del carajo. Figúrense que cuando íbamos a Venezuela, casi siempre nos tocaba alternar con la Billo´s Caracas Boys, que tenía un cantante para cada ritmo. Y resulta que Pete se combatía con todo, desde un bolero hasta una rumba y pare de contar.
—¿Qué otros cantantes fueron dignos de su aplauso?
—Yo creo que todos, porque cada uno tenía su movida y yo lo que hacía era desarrollarlos, indicándoles cosas de sí mismos que podían explotar para seguir adelante. Eso hice con Chivirico Dávila, Monguito, Melón, Ray Reyes, Héctor Casanova, Celia Cruz, Rubén Blades, etc.
—Con Casanova, tal vez usted trató de llenar la ausencia de “El Conde”...
—Tal vez sí. A Casanova lo conocí actuando en un bar con un grupo pequeño. Me gustó su metal de voz y su alegría en el escenario. Me le acerqué y le pregunté que si quería grabar conmigo, y el hombre no se negó. Da la casualidad de que en ese momento, “El Conde” se iba a retirar de mi orquesta y la llagada de Casanova fue muy oportuna. Pete se salió y nadie se dio cuenta. Pero cuando nos presentábamos, la gente saludaba a Casanova diciéndole “Pete”. Y el negro al principio se encendía, pero después se acostumbró. Es que las voces eran algo parecidas, aunque la de Casanova es más aguda.
—Se dice que después de La Sonora Matancera, la época más importante de Celia Cruz fue al lado suyo...
—De pronto sí. Pero digamos que musicalmente, porque ella después cobró mucha fama con otras propuestas que la hicieron vender muchos discos y videos. Yo, como buen admirador de “La Sonora Matancera”, siempre tuve el sueño de grabar con Celia. Un día, cuando ella acababa de terminar su último trabajo con Tito Puente, me dio la grata sorpresa de saber que también quería grabar conmigo. La verdad es que ella, después de haber grabado con La Sonora, grabó con Tito Puente y con otras orquestas, y no pasó nada. Pero en cuanto nos pusimos a grabar con el mismo formato de la Sonora y con más candela, empezó la negra de nuevo a caminar.
—Según usted, ¿cuál es la verdad sobre la creación del movimiento salsa?
—Eso no tiene ningún misterio. Lo que pasa es que en mi orquesta había puertorriqueños, cubanos, dominicanos, dos judíos y un inglés. Es decir, los elementos perfectos para hacer un sonido diferente. Eso era como cuando ustedes van a preparar una salsa: tienen que echarle todos los condimentos. Entonces, a ese proyecto le llamamos así, “Salsa”. Por otro lado, también fue una estrategia comercial, porque cuando íbamos a Europa, notábamos que la gente se confundía con el guaguancó, el son, la charanga, la bomba, la plena, el merengue, etc. De modo que lo mejor fue arropar todo eso bajo un solo techo: “Salsa”.
El álbum con el que lanzamos la propuesta fue “Pacheco his flute and latin jam”. Allí participaron José “El Chombo” Silva, Bobby Rodríguez, “Pupi” Legarreta, Barry Rogers y Orestes Vilató, entre otros que no recuerdo. Claro, la propuesta no era sólo musical. También se sugería otra forma de bailar. Recuerdo que en ese momento teníamos a un muchacho llamado Vitín Rodríguez, regular cantante, pero increíble bailador. La gente dejaba de bailar, por verlo. Y eso se regó por todas partes. Todo el mundo se metió en la onda del baile individual, tirando pasos, etc.
—Habría que destacar, además, que la propuesta Salsa también acogió algo de la música norteamericana...
—Claro que sí. En ese momento estábamos atraídos por el jazz y por el rock, lo que finalmente terminó afectando positivamente nuestra manera de tocar. Aunque algunos músicos gringos asimilaron la música latina; y eso, la verdad, nos ayudo bastante.
—¿Cómo fue el nacimiento de “The Fania All Star”?
—Yo digo que empezó en el álbum “Pacheco his flute and latin jam”, porque allí se reunieron muchos músicos latinos y gringos que tenían las mismas inquietudes mías en cuanto a hacer un sonido latino más universal, más bailable y más contundente. Sólo que después agregamos más músicos y cantantes. Entre ellos, Héctor Lavoe, Cheo Feliciano, Pete “El Conde” Rodríguez, Aldalberto Santiago, Santos Colón, Ismael Miranda, Ismael Quintana, Rubén Blades, etc.
Claro, el gran debut fue en 1971, cuando a Ralph Mercado se le ocurre hacer una presentación de la Fania en un negocio de su propiedad, llamado “The Cheetah”. Cuando vimos que la cosa era en serio, porque desde temprano notamos cómo la gente se iba apoderando del lugar, buscamos a un director de cine gringo, León Gast, y lo hicimos que filmara la presentación. Después se le agregaron otras imágenes y ahí nació la película “Nuestra cosa latina”.
Yo creo que fue esto último lo que le dio más fuerza al movimiento Salsa en todo el mundo. La música latina se volvió importante para siempre. Todavía es la hora que los videos y los discos en vivo de la Fania se están vendiendo y yo no he visto un peso. Ahora que regrese a Nueva York voy a reunirme con mis abogados para ver cómo es ese asunto.
—Pero si el sello Fania era suyo con Masucci, ¿cómo así que usted no está percibiendo dinero?
—Es que ese Masucci me robó plata como el carajo. Hasta se murió debiéndome. Cuando falleció, los derechos de la Fania quedaron en manos de su familia. Ahora, dizque los tiene un tipo llamado Víctor Gallo, quien era el que manejaba la contabilidad de la empresa Fania Récords.
—Pero, ¿definitivamente la orquesta se disolvió?
—Bueno, yo estoy trabajando con un grupo que se llama “Pacheco y las estrellas de siempre”. Pero ahora vamos a utilizar el nombre de “Fania”, que sí me pertenece. Allí están cantando Cheo Feliciano, Casanova, Adalberto Santiago, Ismael Quintana y tenemos margen para invitar a alguien más. Por el momento hacemos sólo conciertos. Ahora que llegue a Nueva York me voy a sentar con Papo Lucca, a ver qué planeamos en cuanto a grabaciones.
—¿Todavía cree que tiene público como para llenar estadios, como antes?
—Sí, claro que sí. A mí me pone muy contento que los jóvenes se me acercan y me dicen, “yo me crié con tu música”. Y yo les respondo, “pero si tú lo que tienes son 20 años”. Y me dicen, “ok, pero mi viejo compraba todos tus discos”. Es decir, ahora tengo más público que antes, porque tengo a los jóvenes, a los medio tiempo y a los veteranos.
—¿Cuándo fue la última vez que vino a Cartagena?
—Eso es lo que estoy tratando de averiguar. Lo que sí sé es que vine a una fiesta privada, pero me pegué una borrachera del carajo, que no sé con quién vine ni a qué parte.
***
“Ahora sí parece que llegamos a Morón”, dice Pacheco cuando nota que se agotaron las preguntas y las aceitunas. Pero, antes de irse, aprovecha los escasos minutos de su siesta del mediodía para anotar que tiene un hijo productor, llamado Ellis Pacheco; y otro llamado Phil, bajista y compositor, que heredó algo de las inquietudes del padre.
“El zorro de plata” —como le dicen a Pacheco en todo el mundo— refiere un chiste procaz y se retira sonriente y apoyado sobre un bastón negro, cuya única función parece ser la de subrayar que los años no vienen solos.
Noviembre de 2005