“Sueño de un campesino”. Así se titula la última canción inédita que escuché de la inspiración y de los labios del compositor Pedro Pablo Peña.
Me la cantó en las postrimerías de una parranda en el municipio de Turbaco, en la terraza de la vivienda de su compadre, el también compositor sanjuanero, Orlando Serrano, con quien acostumbraba a reunirse a menudo en ese mismo sitio para conversar sobre canciones o acerca de cualquiera de los temas que acostumbraban a tratar en sus abundantes coloquios.
Porque Pedro Pablo Peña era del monte. Nació el 3 de junio de 1950 en el corregimiento de San Cayetano, jurisdicción del municipio de San Juan Nepomuceno, Montes de María, centro del departamento de Bolívar; y murió en Cartagena el 13 de noviembre de 1999, después de la corta cosecha de premios y dinero que le prodigaron sus canciones. Pero nunca dejó de pertenecerle al monte. Jamás dejó de ser un campesino.
Aún más: pese a la cantidad de composiciones en diferentes ritmos y géneros musicales que salieron de su cabeza y del chasqueo de sus dedos callosos, Peña nunca dejó de ser un compositor folclórico. Sus verdaderas raíces musicales estaban hundidas en aires como el chandé, la cumbia, el porro, el cumbión, el paseaito, la guaracha y en casi todas las ramificaciones de la música raizal del Caribe colombiano.
“Sueño de un campesino” es una de esas cumbias que componía con la misma rapidez y habilidad con que conquistaba mujeres y fabricaba hijos, siempre que se le presentaba la oportunidad. Me la cantó como lo había hecho siempre: vocalizando el sonido de un trombón, un saxofón o un clarinete, dependiendo del tipo de composición que quería enseñarme.
La tenía pensada para Carlos Vives, pero entre el momento en que terminó de componerla y la cantidad de diligencias que debía sortear para que el tema llegara a las manos del cantante samario, se interpuso el zarpazo de la muerte: un cáncer estomacal lo fue consumiendo poco a poco hasta reducir su figura de boxeador y apagar la voz susurrante, que fue su bastión en aquello de ingeniar historias cantadas.
Supe que uno de sus herederos prosiguió el cometido para que se cumpliera el sueño de Pedro Pablo. Es decir: Carlos Vives sabe que existe esa canción. Y aún conservo el casette en donde me la grabó con la voz un poco maltratada por los tragos:
En los Montes de María/ al pie de un palo ‘e campano/
Montes de María/ allí sueña un provinciano/
Una vez yo tuve un sueño/
Que me llenó de emoción/
Soñé que era un ricachón/
Que yo estaba echao en lo bueno/
Que era amigo del Gobierno/
Y él me prestaba atención/
Le encontré la solución/
A toditos los problemas/
Que sufre la gente buena/
Que vive aquí en mi región/
Una vez terminada su intervención, el aplauso de los presentes fue espontáneo. Y no era para menos: la letra de tres estrofas, la melodía y el sentimiento con que el autor la dio a conocer nos pusieron los vellos de punta. Desde ese momento, y hasta le fecha presente, comencé a pensar que es esa la mejor canción de Pedro Pablo Peña; o una de las mejores, por si la primera afirmación se considera exagerada.
Pero parece que aún no la conoce mucha gente.
Una vez yo tuve un sueño…
Nos conocimos a mediados de los años 80, por injerencia de un amigo común, el cantante guajiro Arnulfo Peralta Ochoa, quien para esas épocas tenía una venta de casettes piratas en los bajos del Edificio Fernando Díaz, sector La Matuna, Centro Histórico de Cartagena.
En ese sitio coincidíamos casi todas las tardes, cuando salía de mis clases de bachillerato. Y a estas alturas supongo que Peña salía de su trabajo como mesero en alguno de los restaurantes o estaderos que pululaban por la avenida San Martín, del barrio Bocagrande.
En ese punto confluíamos por razones más o menos similares: Peña iba a cantarle sus canciones a Peralta, mientras yo asistía para conversar sobre música y escuchar las novedades que venían en los casettes ilegales que allí se comercializaban.
Durante ese intercambio de canciones entre Peña y Peralta nos fuimos acercando y compartiendo inquietudes, hasta que nunca más se me hizo extraño el nombre del compositor, quien para entonces —y a pesar de su más que evidente vena folclórica— andaba empeñado en componer canciones vallenatas modernas, dada la enorme acogida que ese género musical estaba ganando en Colombia y el exterior.
Pasaron unos cuatros años en los que no supe más de la vida de Peña, pero volvimos a encontrarnos en el barrio San Fernando, al suroccidente de la ciudad, y en casa de otro compositor, amigo de ambos: Ever Sierra, quien también daba sus primeros pasos en los festivales y en las grabaciones que intérpretes no tan conocidos hacían con sus canciones.
Casi siempre, cuando Peña aparecía, estábamos en la terraza de Sierra. Él, rasgando su guitarra y tarareando sus nuevas ocurrencias; y yo, dando mis opiniones, mientras que Peña terminaba por sumarse a la tertulia interpretando sus piezas folclóricas, que hablaban de las costumbres del pueblo, del monte, de las chismosas, de los compadres, de las mujeres infieles (“cachonas”, decía él) y de todo lo que en su concepto mereciera mencionarse en una canción.
Su conversación más recurrente, después de la música, eran las mujeres. A ellas dedicaba un considerable porcentaje de sus palabras, como también dedicó gran parte de su vida, cosa que quedó testimoniada en los 20 hijos que tuvo con siete mujeres durante sus casi 50 años de vida.
En ese momento solía encontrármelo en diferentes partes de Cartagena, y los encuentros siempre finalizaban en lo mismo: me cantaba una de sus nuevas canciones, anunciándome que la iba a grabar un artista de los grandes. Al poco rato me pedía prestada una ínfima cantidad de dinero, con la promesa de que pronto me la reembolsaría.
Y fueron muchos los encuentros: en cualquier calle del Centro Histórico, en un inquilinato del barrio Blas de Lezo, al cual iba a visitar a una de sus amantes; en un estrecho estudio de grabación de la calle de La Inquisición, al que acudió para que el artista de turno se interesara en sus canciones; en el barrio El Socorro, esperando algún bus que lo regresara a su casa; en el Mercado Santa Rita, comprando alguna cosa para los hijos que tenía cerca, en…
“Escucha esto”, decía cuando nos encontrábamos. Y empezaba a chasquear los dedos para acompañarse mientras cantaba algún chandé, un bullerengue o merengue dominicano de los que estaban de moda. Porque esa era otra de sus habilidades: se sentía capaz de componer en cualesquiera de los estilos que estuvieran promocionando las emisoras o que le solicitaran los intérpretes.
Un poco petulante, como solía comportarse ante ciertas situaciones, me comentó mirando a lo profundo de la calle: “de ahora en adelante voy a tratar de componer una canción todos los días”. Le sugerí que, en vez de hacer eso, le dedicara toda la energía a una sola, no importando si se demoraba un mes. Pero, por el semblante y la mirada por encima del hombro que me dirigió, entendí que la sugerencia no le había gustado para nada. Otras veces se mostraba humilde y esgrimía una frase que era como una muletilla cuando se despedía: “algún día, compa; algún día me paran bolas”.
Así era Peña: unas veces refinado y elegante para expresarse. Otras veces, ordinario y procaz con la palabra, pero siempre intentando sacar alguna carcajada de quienes lo escuchaban.
Esos primeros encuentros en los que me daba a conocer sus nuevas composiciones pertenecen al periodo de las vacas flacas que le tocó ver pasar hasta finales de los años 80 cuando las orquestas, cantantes y conjuntos más populares de la cuenca caribeña comenzaron a prestarle importancia.
No estuve cerca de él cuando se le presentaron las vacas gordas, pero hasta a mí llegaron las noticias y los aires de sus canciones sonando en las emisoras de Barranquilla, en donde me encontraba cursando mi carrera de Periodismo.
Hasta allá llegaron los aires de “La tumbacatre”, que le grabara Juan Piña; “Penas al viento”, Sergio Vargas; “Hola”, Los hermanos Rosario; “Una mirada”, Grupo bananas; “El pulgón”, Joseíto Martínez; “El cacharrero”, Lourdes Acosta; “Si se va pierde”, vocalizada por él mismo; y otra cantidad de éxitos que le dieron el estatus que siempre estuvo buscando.
Me tocó padecer también los embates de su arrogancia, cuando el éxito lo congestionó hasta el punto de hablarle a todo el mundo con displicencia; y de tratarme como si nunca me hubiese conocido. Hice el comentario entre las personas que nos conocían, y algunos me dieron la razón, mientras que otros lo defendían acomodándole una supuesta timidez que no le permitía relacionarse con todas las personas.
Yo estaba seguro de que no era timidez ni nada parecido. Era el comportamiento del nuevo rico, de la estrella naciente que no sabía cómo manejar la celebridad. Pero las cosas cambiaron cuando otra amiga en común, la locutora Jennys González, apaciguó el mal ambiente. Y todo volvió a ser como antes. Eso creo.
Lo cierto es que Colombia, el gran Caribe y parte de Centroamérica se enteraron de que existía un Pedro Pablo Peña dispuesto a poner al servicio de la música popular el total de su habilidad, su sensibilidad y sus raíces de hombre pueblerino, dicharachero, exagerado y enhiesto, tal como me lo describen las personas que lo tuvieron muy de cerca antes y después de que yo lo conociera.
Mi papá se pone bravo, porque yo soy mujeriego...
Me toca reconocer que entre las personas que en mi presencia se auto nombraban como allegados de Pedro Pablo Peña, nunca escuché el nombre de Heberto Ardila, pero también debo acotar que su testimonio es uno de los más valiosos, ya que nació y se crió con el compositor en San Cayetano.
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“Entre Pedro Pablo y yo siempre existió una cercanía que se asemejaba mucho con la familiaridad, porque resulta que mis padres eran compadres de sus abuelos; y desconozco por qué existía ese compadrazgo, pero sí me acuerdo que Pedro Pablo nació en el Barrio Abajo, un sector al que le decían ‘Palenquito’, porque casi todos su habitantes eran descendientes de los africanos que se asentaron por un tiempo en ese sitio cuando venían huyendo de Cartagena, en donde vivieron esclavizados durante la época de La Colonia. Después, continuaron su camino y fundaron lo que es ahora el palenque San Basilio.
Los Peña vivían en una calle a la que en San Cayetano le dicen ‘La Quitaorgullo’, porque finaliza en el cementerio. Los padres de Pedro Pablo se llamaban Genovés Peña y Aminta Atencio Feria. El papá, además de cultivador de la tierra, era el trompetista de la banda del pueblo, pero de sus hijos quienes más asimilaron esas habilidades musicales fueron Marco y Pedro Pablo, a quien en el pueblo todo mundo conocía por el apodo. Le decían ‘Kibdo’. Y no sé por qué. Parece que fue un seudónimo familiar.
Otra cosa que heredó Pedro Pablo de su papá fue la rapidez en el hablar y el amor por el trabajo en el monte. A él —lo mismo que a varios de sus hermanos— les costó trabajo estudiar, porque eran personas de muy escasos recursos económicos. En San Cayetano había una sola escuela de instrucción pública, pero Pedro Pablo se pasaba la vida en el monte, cultivando la tierra y correteando burras, tarea en la que se consideraba todo un experto. Y fueron esos sus inicios en la vida sexual, como sucedía en esa época con casi todos los adolescentes de las zonas rurales de nuestra Región Caribe.
Algo que nunca se me olvida era la rapidez con que Kibdo asimilaba las cosas que le interesaba aprender. Por ejemplo, a principios de año, durante los preludios del Carnaval de Barranquilla, que también se celebran en San Cayetano, se reunía con los demás muchachos a ver las prácticas de los grupos de danza de negros y se asombraba con la forma como esos bailarines improvisaban versos a medida que iban bailando.
Cuando pasaban los carnavales, nos cantaba los versos que inventaba, con base en la música que les había escuchado a los integrantes de la danza de negros. Y así eran sus cosas. Siempre se destacaba, porque quería llevar la delantera en todo.
Una de las tantas veces en que Andrés Landero estuvo en San Cayetano, con nuestro grupo de muchachos fuimos a verlo en la casa en donde estaba hospedado. Teníamos la esperanza de encontrarlo tocando y cantando, porque nos gustaba mucho su música, pero no fue así. Landero estaba en una esquina comprando un raspao (helado de hielo), pero nosotros nos acercamos sin miedo y, después de tanto contemplarlo, le pedimos que nos cantara algo; y, para nuestra sorpresa, no se negó sino que abrió el acordeón y nos cantó una canción, y después nos dedicó varios versos improvisados. Unos días después, Pedro Pablo también estaba improvisando versos al estilo de Landero.
Más o menos por allá como por 1968, Juan Manuel Atencio, un tío materno de Pedro Pablo, se fue para Cartagena y se empleó como mesero en el Restaurante Oriental y en la Heladería Arcoiris. Después de un tiempo de estarle yendo muy bien, resolvió que debía llevarse a sus sobrinos. Y uno de los primeros fue Pedro Pablo, quien primero empezó trabajando como jardinero en los barrios de los ricos de Cartagena; y después, como mesero en la zona turística.
Para ese entonces, los Peña vivieron en barrios como Chambacú y Torices, mientras Pedro Pablo empezó a trabajar de mesero en la Heladería Arcoiris, de donde salía todas las tardes para el Gimnasio Chico de Hierro, que para ese entonces quedaba en el Playón del Blanco, del barrio Torices. Allí empezó a practicar el levantamiento de pesas. Pero cuando consideró que estaba bien corpulento, decidió incursionar en el boxeo, llegando a realizar unos cinco combates de los que salió derrotado y dispuesto a no proseguir en ese deporte.
Pasado un tiempo, de la Heladería Arcoiris salió hacia el barrio Bocagrande a trabajar no solo como mesero sino también como administrador de varios negocios, hasta que tuvo la posibilidad de comprarse un carro usado, que más tarde debió vender debido a las deudas que contrajo a raíz de su desorden con las mujeres. En ese momento comenzó a hacer contacto con músicos como Ángel Vásquez y Blas ‘El Michi’ Sarmiento, entre otros artistas, que ya estaban despuntando en Cartagena.”
Abran rueda en el salón...
La leyenda cuenta que el trabajo de mesero y de administrador de restaurantes le sirvió a Pedro Pablo Peña como antesala para irse colando en el ámbito de la música popular cartagenera, ya que las inquietudes musicales que había empezado a cultivar en San Cayetano lo perseguían como una nube de mosquitos. El compositor turbaquero y delegado de la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia (Sayco), Alberto Morales Betancourt, dice haberlo conocido en esa época. Recuerda que se trataba de un joven que aparentaba unos 18 años de edad y que, sin discusión alguna, poseía muchas inquietudes musicales que podían cultivarse con algunas enseñanzas.
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“Lo conocí —recuerda Morales—, porque me lo enviaron Mariano Pérez y Wady Bedrán para que lo orientara en cuanto a componer canciones.
El día en que llegó a mi casa me cantó unos cuantos temas que aseguraba eran de su autoría; y, aunque noté que tenía cierta chispa, también me percaté de que su gran falencia era que componía con la misma melodía y el mismo ritmo. Entonces, le hice ver que uno puede componer una misma canción con diferentes melodías y diferentes ritmos. Le di varios ejemplos, y parece que los asimiló.
Dos cosas me llamaron la atención: era un tipo rápido y entrón para tratar de conseguir lo que estaba necesitando, y parece que la conversación lo ayudaba mucho en eso. Pero también se le notaba demasiado la necesidad de que le estuvieran prestando o regalando plata.
Mucho tiempo después de ese encuentro, supe que Lucho Pérez se había llevado para México un casette con las canciones de Peña y hasta le grabó algunas, pero yo nunca las escuché. No sé cuáles fueron. Incluso, creo que se perdieron para siempre ante el éxito grandísimo que consiguió Peña entre finales de los años 80 y principios de los 90”.
Al parecer, según las palabras de Dubanis Peña Viloria (el hijo que más cerca estuvo de Pedro Pablo en sus últimos años de vida) la primera canción que le grabaron fue “La negra y su tumbao”, interpretada por Lucho Pérez, mediante una disquera del país azteca.
La canción fue dedicada a Jennys Viloria, la madre de Dubanis, dado que otra de las costumbres de Peña era componerle una canción a cada una de sus conquistas; y mucho más si con ellas conseguía alguna descendencia.
Al respecto, Dubanis, Ever Sierra y Orlando Serrano, al igual que otras personas cercanas al compositor, recuerdan que en muchas ocasiones este les comentó que el paseo vallenato “Yo tengo mi Candelaria” era de su autoría, aunque en “Río crecido” (CBS-1974), el cuarto trabajo discográfico de los hermanos Zuleta, el tema aparece con la firma del juglar magdalenense Abel Antonio Villa; mientras que en la producción “Ayer y hoy” (Fuentes-2003), de Fabián Corrales y Juan José Granados, tiene derechos reservados de autor (D.R.A.).
Ever Sierra asegura que no fueron pocas las veces en que le sugirió a Peña que reclamara la autoría de la canción, mediante el apoyo de Sayco, pero también afirma dudar de que tal composición sea en realidad de su autoría, “porque cuando yo lo conocí, a finales de los años 80, la calidad de sus composiciones no estaba a la altura de ‘Candelaria’, además de que me parecía sospechoso que ya siendo famoso y con dinero nunca hubiera hecho algo por reclamarla”.
No obstante, Dubanis Peña asegura que la canción fue compuesta por su padre en los años 60, cuando vivía en Cartagena con Candelaria Flórez, oriunda de Momil (Córdoba) y madre de Franklyn (a quien apodan “Rey”), Dilimán y Duriel, los primeros hijos de Pedro Pablo.
“Lo que motivó el surgimiento de la canción —explica Dubanis—, fue la separación de mi papá con Candelaria. Ella se fue para Momil, se llevó a Rey y se lo entregó a los abuelos maternos. Más tarde, mi papá se fue para ese pueblo a buscar al hijo, pero le decían que estaba en San Andrés de Sotavento (Córdoba) donde unos familiares de Candelaria. Pero cuando iba a San Andrés, le decían que estaba en otra parte. Y de ahí sale el estribillo: ‘Ay, por eso yo camino y no dejo de caminar/porque yo tengo un niño que me lo quieren quitar/”.
Para completar sus argumentos, Peña Viloria asegura que su padre le vendió la canción por 200 pesos a Poncho Zuleta cuando se conocieron en el desaparecido estadero La Piragua, del barrio Bocagrande, donde solían concurrir artistas de toda la Región Caribe colombiana y en donde Peña laboraba como mesero.
“Y no fue solo esa —anota Dubanis—, porque en realidad lo que recibió Zuleta por los 200 pesos fue un casette con varias canciones, pero parece que la que más le gustó fue ‘Candelaria’. Por eso la canción nunca apareció con el nombre de mi papá. Pero en alguna ocasión supe que ellos se reencontraron cuando ya mi papá era famoso. Él le recordó a Poncho lo del casette, pero parece que hablaron en términos muy cordiales y la cosa quedó así.”
Julio, abre el ojo...
A principios de los años noventa, cuando las canciones de Pedro Pablo Peña empezaron a ocupar los primeros lugares de sintonía en las emisoras colombianas, periodistas de todos los medios lo buscaban, gracias a la resonancia internacional que su nombre estaba cobrando.
Pero parece que fue solo al diario El Universal de Cartagena al que le contó sus padecimientos en la ciudad por cuenta de su analfabetismo, anécdota que muchos de sus amigos cercanos ya conocían, pero que relatada en un medio de comunicación resultó de mucha atracción, por tratarse de uno de los artistas de la música popular más pegados del instante.
La locutora Jennys González y el compositor Orlando Serrano recuerdan cuando Peña les refería que siendo mesero en Bocagrande se sintió atraído por una joven a quien, para lograr algún acercamiento, pensó en enviarle cartas; y, en pos de ese objetivo, fraguó amistad con el vigilante de un edificio adyacente al estadero en donde laboraba.
“Cuando le conté lo que me pasaba con la muchacha —contaba Peña—, el vigilante se ofreció para escribirme las cartas, pero al mismo tiempo me puso una tarifa por cada escrito, lo que no me pareció nada mal, si de verdad quería conseguir algo con la joven. Pero, tiempo después, noté que entre más cartas necesitaba, el tipo iba subiendo la tarifa. Hasta que dije, ‘este no me va a explotar más’. Enseguida corté la amistad con el aprovechado ese, porque por esos días me había conocido con una señora muy amable, quien se ofreció a enseñarme a leer y a escribir sin cobrarme ni un peso. Me hizo comprar una cartilla abecedario, un cuaderno y un lápiz. Me daba una o dos horas de clases, me ponía planas todos los días; y así fue como medio aprendí a defenderme con la escritura y la lectura”.
De acuerdo con Orlando Serrano, llegó el momento en que Pedro Pablo Peña parecía estar más interesado en despuntar como compositor que en seguir administrando restaurantes, aunque la razón por la que abandonó Bocagrande fue el ofrecimiento que le hizo el empresario Álvaro Luna para que trabajara en el Restaurante Rancho Grande, del barrio Marbella, en la Avenida Santander, allí donde dicen que Peña se ingenió la forma de dar a conocer la carta en versos, y esta habilidad lo hizo célebre entre la clientela.
“Mi compadre —anota Serrano— siempre fue habilidoso y sin temores para ganarse a la gente. Pero le tocó muy duro el hacerse notar en la música. Al Rancho Grande iban muchos artistas famosos que se deleitaban escuchando su conversación y sus canciones. Y él terminaba entregándoselas en casettes. Pero apenas salían del establecimiento, los músicos archivaban esas grabaciones y nunca más se sabía de ellas. Me parece que a mi compadre se le perdieron muchos temas en esa época, porque después ni él mismo los recordaba.
Creo que esa fue la época en que dejó de componer música folclórica para dedicarse al vallenato, que era la música que estaba haciendo furor en todo el país y a nivel internacional. Él pensó que podía lograr algo bueno por esos lados, pero se equivocó, porque no tenía la misma gracia y espontaneidad que se le notaba con los temas del folclore. A lo mejor era por eso que a los casettes en donde entregaba las canciones nadie les paraba bolas”.
La vejez no viene sola...
El compositor Ever Sierra Rivera, uno de los más conocidos en los festivales folclóricos de las sabanas de Bolívar, Sucre y Córdoba, fue también una de las personas más cercanas a Pedro Pablo Peña, en cuanto a aprendizaje y proyectos musicales.
***
“Creo que fue en 1987 cuando nos conocimos, aunque ya tenía referencias de su familia, porque unos años atrás me había hecho amigo de su hermano Marcos, quien laboraba con su conjunto en un estadero de Bocagrande. El día en que Pedro Pablo Peña llegó a mi casa, en el barrio San Fernando, yo estaba durmiendo, reponiendo un cansancio de cuatro noches en un festival del centro de Bolívar.
Mi hermana Elsa me despertó. Me dijo: ‘ahí te busca un tipo raro. Me dijo que se llama Pedro Pablo Peña y que quiere hablar contigo’. Como me sentía tan cansado, le pedí a Elsa que le dijera al recién llegado que volviera más tarde, que le explicara el porqué no podía atenderlo en ese momento, pero el hombre insistía en verme. Y me tuve que levantar.
Cuando salí de mi recamara, el desconocido ya estaba sentado en la sala. Ni su rostro ni su figura me parecieron familiares. Nunca antes lo había visto. Estaba un poco mal trajeado y hablaba con rapidez y con un tono de voz casi imperceptible. Lo invité a que nos sentáramos en la terraza, después de haberle pedido a Elsa que nos cocinara un café tinto. Antes de que le preguntara la razón de su visita, Pedro Pablo se me presentó como hermano de Marcos Peña, y me alegró mucho esa presentación, porque Marcos y yo éramos muy buenos amigos. Me dijo también que había oído hablar de mí, de mis canciones, de las grabaciones que me habían hecho y de los festivales que hasta ese momento había ganado; y que por eso quería hablar conmigo, porque él también era compositor.
Casi enseguida me cantó algunas canciones de cierta intención folclórica; y otras, de corte vallenato romántico. Las primeras me parecieron muy elementales, bastante regulares; y las segundas, bastante malas. Yo también le canté algunas de mis canciones y hasta le expliqué que los estribillos eran muy importantes para darle peso a cada tema.
Después de un buen rato de estar hablando de música, a Peña se le aguaron los ojos y comenzó a contarme que en la madrugada había muerto su hija menor, y que todavía tenía el cadáver en Hospital Napoleón Franco Pareja, porque no tenía dinero para sacarlo. Lo lamenté muchísimo, y le dije que podía colaborarle con algo de dinero. Saqué 30 mil pesos de los 80 que me había ganado en el festival. El hombre se despidió cabizbajo, dejándonos consternados a mi hermana y a mí.
Transcurrió, más o menos, una semana cuando me encontré en Bocagrande con Marcos Peña, quien para esos días estaba en vísperas de grabar una producción discográfica, de la que el director era Wady Bedrán, con quien se sentía muy apenado, porque su hermano Pedro Pablo Peña le había pedido 30 mil pesos para enterrar a su hija menor. Allí recordé el incidente en la terraza de mi residencia y se lo comenté a Marcos.
—¿Tú también caíste?—, me preguntó y terminó por contarme que su hermano todas las semanas mataba a un hijo para pedir dinero. Me quedé estupefacto, incrédulo. Pero me convencí del hecho un día que Marcos y yo volvimos a encontrarnos donde Wady Bedrán y éste nos comentó el mismo caso, que ya parecía una costumbre en Pedro Pablo, pero yo no se la conocía.
Pasaron unos tres meses en los que no volví a saber de él, hasta un día que estuve visitando a una amiga de mi mismo barrio. Y de pronto se apareció. Le presenté a la amiga, conversamos un rato, pero jamás le toqué el tema de la supuesta muerta.
Empezó a cantarme sus nuevas canciones, y le insistí en lo mismo: el estribillo es muy importante, es la parte fuerte de la canción. También le hice ver que casi todo lo componía en el mismo ritmo y con la misma melodía.
Esa noche aproveché para cantarle un fandango de mi autoría; y, a la semana siguiente, cuando volvimos a encontrarnos, me cantó algo parecido. Ahí caí en cuenta de su retentiva y agilidad mental. Aprendía rápido, y me di cuenta de que eso iba a ser positivo para su carrera de compositor. Pero tenía algo más a su favor, y era su facilidad para establecer relaciones con gente clave. Así fue como empezó a escalar y a entregar sus obras en donde debía entregarlas.
Uno de esos días en que nos cantábamos canciones y nos corregíamos el uno a otro, le di los números telefónicos de Lisandro Meza para que lo contactara. Como al mes, supe que se había contactado con Lisandro y que éste lo había citado en Sincelejo. Creo que fue en ese momento cuando el maestro Meza le grabó ‘Ají no da tomate’. Lisandro me llamó entusiasmado, diciéndome que Pedro Pablo tenía muy buenas canciones. Yo me sentía un poco apenado, porque me había enterado de que Peña pasaba llamándolo, pero la pena se me disipó cuando percibí el entusiasmo del maestro.
Otra cosa que me sorprendió de Pedro Pablo fue que a duras penas conocía la violina, pero componía canciones en tonos menores. Algo no tan fácil. No sé quién se las grabó, pero eran muy buenas.
No presencié de cerca el triunfo de Peña en los años noventa, porque para esa época me fui a trabajar a Aruba. Allá, en un estadero, escuché la canción ‘Hola’, la que cantan Los hermanos Rosario, de República Dominicana. Supe que eran ellos, porque le pregunté al disc jockey. No sé por qué me dio esa curiosidad. El tipo me mostró la carátula del LP, diciéndome que esa tema estaba pegado en toda Centroamérica.
A la semana siguiente, llamé a mi familia y les comenté lo que había escuchado, pero ellos me sorprendieron con la noticia de que Peña se había convertido en uno de los reyes de la música tropical en Colombia y en el Gran Caribe.
En 1994 regresé a Cartagena. Volví a encontrarme con Peña y le noté la petulancia que muchos le vieron en esa época, aunque aclaro que conmigo se comportó siempre igual. Siguió buscándome para hacer los talleres de canciones, porque, según sus propias palabras, conmigo era con quien más se acomodaba.
Ese año me cantó la canción ‘Si se va pierde’, que estaba pensando entregársela al gaitero Aníbal García, pero yo le sugerí que la grabara él mismo.
—Compadre Ever —replicó— yo no soy cantante.
—Con tanta tecnología buena que hay ahora —le respondí—, cualquiera es cantante.
La canción salió al mercado con el marco musical del Grupo Kalumba, con la vocalización de Peña. Y fue todo un éxito de sintonía radial y de ventas discográficas, tanto en las fiestas novembrinas de Cartagena, como en los carnavales de Barranquilla.
Siempre he pensando que más que talentoso, Peña era un hombre audaz. Decidió ser compositor y se ganó un espacio que tal vez no hubiese conseguido, de no ser por su sagacidad. Pero creo que no supo manejar el éxito: la vida se le volvió agónica. Quería conseguir dinero rápido y en cantidades, sacrificando sus habilidades en componer canciones para el uno y para el otro. Así fue como empezó a enfermarse”.
Anda y riega la bola...
El cantante cartagenero Martín Pereira, director del Grupo Kalamary, una especie de fusión entre música de gaita y orquesta tropical, es tal vez el que más canciones inéditas de Pedro Pablo Peña conserva en la memoria. Y eso se debe a que durante más de 7 años estuvo muy cerca del compositor, no solo prestando el marco musical de su grupo, sino también escuchando y opinando sobre las canciones que el sancayetanero iba componiendo a borbotones, mediante sus chasquidos de dedos y el murmullo de su voz.
El Grupo Kalamary todavía existe; y, como la mayoría de su género, tiene en las fiestas novembrinas de Cartagena y los carnavales de Barranquilla sus mejores razones para salir a escena cada año. El director aún interpreta con fidelidad las canciones de Peña y hasta tiene entre sus proyectos la grabación de un disco compacto que incluiría solo los temas desconocidos del fallecido autor.
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“En 1987, cuando conocí a Pedro Pablo, ya estaba sonando en las emisoras su canción ‘Ají no da tomate’, con el conjunto de Lisandro Meza. Yo trabajaba en la Compraventa El Coral, del barrio San Diego, un sitio que se convirtió en el conversadero de los músicos de Cartagena, pues me dicen que en un tiempo el punto de reunión era el Parque del Centenario; después, fueron los bajos del edificio La Matuna Coffee Shop y terminó en la compraventa, a la que llegaban los músicos a empeñar y a comprar instrumentos musicales.
Allá llegaba Pedro Pablo a conversar, a empeñar y a cantar sus canciones. Un día, hasta empeñó el cuaderno en donde las tenía escritas. Cuando él iba por la compraventa, conversábamos mucho sobre música y sobre el Grupo Kalamary, que apenas estaba en pañales. Pero también hablábamos de sus conquistas, porque cada semana se presentaba con una novia nueva. Eran mujeres de todos los tipos, aunque sé que las de planta siempre fueron Nancy Pérez y Filomena Olivera.
Gracias a las gestiones de Pedro Pablo fue como el Grupo Kalamary llegó a los estudios de grabación en la disquera Kuky Récord, que en ese momento quedaba en la Calle Santo Toribio. Ese primer LP se tituló ‘Las malucas son sabrosas’, de la autoría de Peña, como también lo son dos más que hicieron parte de ese mismo trabajo: ‘Nanai cucas’ y ‘La fruta’.
De ahí en adelante el grupo era el acompañante de Peña en todas sus presentaciones. Gracias a eso recorrimos todo lo largo y ancho del Caribe colombiano, porque en todas partes había alguien que quería hacerle un homenaje o contratarlo para una velada musical, además de que a él le gustaban mucho los festivales, y por eso siempre estábamos participando.
Pasaron como unos cinco años después de la primera grabación del Grupo Kalamary, y Peña se decidió a formar su propio grupo, para aprovechar una grabación que le consiguió el pianista barranquillero Hugo Molinares en la disquera FM, de Barranquilla. El grupo se llamó Kalumba, que en realidad estaba compuesto por los músicos de Kalamary, a excepción de mi persona; porque si la gente me veía, entonces se corría el peligro de que no contrataran a Peña, pensando en que era más de lo mismo.
La primera grabación de Pedro Pablo con el Grupo Kalumba fue ‘Si se va pierde’, que se publicó en 1992, cuando al mismo tiempo estaban sonando canciones como ‘El cacharrero’, ‘La tumbacatre’, ‘La bien despachá’ y ‘La babilla’.
El éxito de ‘Si se va pierde’ sirvió para que las presentaciones aumentaran. Recuerdo que una de las integrantes de Kalamary y Kalumba era Mayté Montero, a quien Peña siempre invitaba. Le decía: ‘venga conmigo para que le vaya perdiendo el miedo al público, porque usted va a ser grande’. Y Mayté se reía con timidez, tal vez sin sospechar que años después le vendrían los reconocimientos al lado de Carlos Vives.
Fuimos los muchachos de Kalamary quienes lo acompañamos cuando la periodista Consuelo Cepeda lo contactó para dedicarle el programa de televisión Maestros, que en ese tiempo tenía tremenda sintonía en toda Colombia. Después, el locutor cartagenero Jimmy Méndez lo entrevistó en un programa televisivo que tenía en un canal de Cartagena. Lo mismo hizo el cantante Juan Carlos Coronel, quien también tenía un programita musical en Telecaribe los fines de semana.
No recuerdo el mes, pero en 1995 hizo su última grabación con el Grupo Kalumba. Se tituló ‘Marica el último’. Allí tuvo como invitada a su hija Claudia. Después se alejó de la música folclórica y se dedicó a componer merengues dominicanos, con los que también tuvo mucho éxito.
Hablando un poco más de sus canciones, el instrumental ‘La candelilla’, que grabara el Grupo Caoba con un solo de gaita, es de la autoría de Pedro Pablo, aunque durante un tiempo se decía que la había compuesto Mayté Montero. Sé que no es así, porque, mucho antes de que la grabaran, escuché varias veces a Peña interpretándola en la violina.
Ese LP en donde está ‘La candelilla’ se tituló ‘Señora cumbia’, y se publicó en 1992. Allí está incluido ‘El cacharrero’, que se grabó a última hora, porque el que estaba asignado era ‘El burrobomba’, de la autoría de Pedro Pablo, pero entre todos resolvimos que el primero era más pegajoso; y fue el que, a final de cuentas, salió al mercado con sobrado éxito.
Para 1993, Pedro Pablo ya tenía sonando, a nivel nacional, canciones como ‘La babilla’, que grabara Dolcey Gutiérrez; ‘La tumbacatre’, grabado por Juan Piña, quien tenía ratos que no pegaba nada en las emisoras; y ‘Cangrejo de un solo hueco’, que le interpretó Lisandro Meza.
Al año siguiente, Alcides Díaz le grabó ‘Oye, Juancho’, que me dicen fue éxito en el interior del país, porque ya el nombre de Peña era reconocido por esos lados, gracias al éxito de ‘Riega la bola’, que fue una canción que le grabó el grupo Son Cartagena en 1989.
El año anterior, ya ellos le habían grabado ‘Chúpale’, pero no le pegó, porque lo opacaron tremendos éxitos como ‘Martica’ y ‘El buscapiés’.
‘Riega la bola’ nació después que Jorge ‘El Cone’ Aleán, el cantante de Son Cartagena, le propusiera a Pedro Pablo que le compusiera una especie de continuación a ‘Martica’; y así lo hizo, y el éxito fue parecido al anterior.
Desde 1990, Pedro Pablo entró a la onda de las orquestas, por intermediación de Lisandro Meza, quien le ayudó muchísimo, adelantándole regalías internacionales en dólares y hasta le consiguió buenos contactos en Centroamérica y en la cuenca caribeña. Otros que también le ayudaron mucho fueron Lucho Bossa y El Chane Meza, el hijo de Lisandro.
Para esos días ya estaban sonando ‘La vejez no viene sola’, que le grabó Barbacoa Orquesta; y ‘La bien despachá’, con la orquesta de Conrado Marrugo; los del Grupo Kalamary le grabamos ‘Las cinco C’ y ‘Muchacha carera’; Juan Piña le grabó ‘El brujo’, que no tuvo la misma resonancia de ‘La tumbacatre’; ‘Después no digas que no’, que se la grabó Lisandro Meza.
Ahora que lo pienso, creo que Lisandro fue el artista que más canciones le grabó a Peña, algo así como el 50%. Una de las últimas fue ‘La gente hablando’. Y hasta recuerdo que se disgustaron, porque Pedro Pablo aseguraba que Meza le había plagiado una canción, pero no sé en qué quedó todo eso.
Para 1998, ya Pedro Pablo se había radicado en Barranquilla con la cantante Sandra Henríquez, quien fuera su última pareja. En los primeros meses de 1999 comenzaron sus padecimientos con el cáncer que le venía minando el estómago.
Fue entonces cuando se regresó a Cartagena. En ese momento andaba entusiasmado por haber hecho contacto con un empresario europeo que quería incluirlo en su nómina de compositores alrededor de Hispanoamérica, para cuando se necesitaran canciones cada vez que fuera a grabar cualquier artista de los grandes. También tenía pensado grabar un CD de 12 canciones que hicieran homenaje a cada ocasión.
Para esa época dejamos de vernos con la frecuencia de antes, porque yo entré a trabajar en la empresa Postobón y casi no tenía tiempo para la música. Volví a verlo en la Clínica Henrique de la Vega, cuando la enfermedad aún no estaba tan avanzada. Después volví visitarlo en su casa del barrio Altos de los Jardines. Ya le habían puesto sondas, y de su robusta contextura ya no quedaba nada.
En esa ocasión me dijo que había ingresado a una congregación evangélica, que estaba componiendo canciones de alabanzas a Dios y que cuando se parara de la cama iba a taparle la boca a ciertas personas que andaban diciendo que él estaba infectado de sida. Nada de eso pudo hacer, porque a finales de ese año murió”.
Pendejo el que deje ir su mujer pa’ Venezuela...
Durante su corta, pero intensa vida de triunfos artísticos, Pedro Pablo Peña tuvo la gracia de no solo conocer sino también establecer buenas amistades entre los locutores y los periodistas de prensa de la Región Caribe colombiana. Pero dentro del gremio radial, la persona que estuvo más cerca de sus idas y venidas fue Jennys González Castellón, locutora en emisoras del municipio de Turbaco, su pueblo natal; y en Cartagena, en donde se conoció con el compositor bolivarense. A González y a Peña no solo los unieron las labores musicales y periodísticas, que cada uno ejecutaba, sino también el compadrazgo, ya que la comunicadora, además de ser su jefa de prensa y promotora discográfica, bautizó a uno de los 20 hijos que tuvo el autor de “Si se va pierde”.
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“Yo conducía un magazín en la desaparecida emisora cartagenera Radio Bucanero. Eso fue en los últimos años de la década de los 80. Pedro Pablo visitaba la emisora con frecuencia para promocionarse como compositor, aunque todavía no le habían grabado.
Desde el primer momento en que lo vi, me dio la impresión de que era un tipo audaz, sin timideces para meterse donde fuera y hablar con cualquiera para lograr sus cometidos. Después, oyéndolo hablar de sus canciones y de sus habilidades como compositor, se me antojó un poco pedante. Pero, cuando empecé a tratarlo y analizarlo con más cuidado, me agradó mucho el que no ocultara sus raíces campesinas, una característica que lo acompañó hasta el último día de su vida.
Entre conversación y conversación, un día lo invité a mi programa para que me cantara sus canciones. Recuerdo que en ese momento ya tenía un buen número de temas folclóricos, pero también enseñaba algunos de corte vallenato, que no me parecieron tan buenos, aunque él las cantaba con el mismo orgullo que le ponía a las folclóricas.
Nuestra amistad se aferró cuando el cantante turbaquero Amadis Alcalá y el acordeonista arjonero Gustavo Nieto, con quienes yo trabajaba como relacionista, le grabaron una canción. Entonces no solo me dediqué a promocionar el producto de Nieto y Alcalá sino también a abrirle puertas a las canciones de Pedro Pablo.
Pero mi trabajo se hizo más intenso cuando el grupo Son Cartagena le grabó ‘Riega la bola’. Todo el éxito por el que había luchado se le vino de un solo tiro. Y fue por esa causa que decidió nombrarme su relacionista oficial.
Por cuenta de ese cargo, me tocaba viajar con frecuencia entre Cartagena, Arjona, San Jacinto, El Carmen de Bolívar, Barranquilla y Sincelejo a visitar las emisoras cada vez que salía un long play que incluyera una canción de Pedro Pablo.
Casi desde que lo conocí, noté que se trataba de un artista bastante espontáneo y rápido para componer sus canciones, habilidad que pareció incrementársele cuando empezó a ocupar los primeros lugares en las emisoras de Colombia. Él estaba conversando y de pronto se quedaba como suspendido, chasqueaba los dedos y empezaba a cantar algo que se le iba ocurriendo en el instante. Si tenía en donde escribir, lo hacía enseguida. Si no, mantenía la ocurrencia en la memoria hasta que llegara a su casa y pudiera ponerse a escribir. Después, cuando estaba ganando dinero, compró una grabadora pequeña, de esas que usan los periodistas.
Eso que dicen las personas que lo conocieron de cerca, respecto a que el éxito lo puso un poco petulante, no está muy lejos de la realidad. Sin embargo, debo reconocer que cuando empezó a recoger los frutos de su trabajo lo primero que dijo fue que no podía olvidarse de su gente, y yo fui una de las primeras personas a quienes favoreció. Cuando la periodista Consuelo Cepeda lo contactó para hacer el programa Maestros, Pedro Pablo enseguida pensó en invitarme para que rindiera mi testimonio. Y así lo hice.
Yo también presencié sus arranques de petulancia y su despotismo con ciertas personas, pero sabía que nada de eso era gratuito. Él estaba resentido con muchos que no le prestaban atención, que lo ignoraban y hasta se le burlaban cuando quería promocionar sus canciones. Pero cuando vieron los triunfos que lo rodearon, a nivel nacional e internacional, entonces se acercaban para pedirle dinero o favores. Y fue ahí cuando él se las desquitó.
Claro está, ni yo ni ciertos amigos cercanos le aplaudimos esa actitud. Le aconsejamos que cambiara de táctica, porque eso podría volvérsele en contra. Esa vez, extrañamente, nos escuchó; y digo ‘extrañamente’, porque si otra cosa lo caracterizaba era que no le agradaban las críticas, aunque fueran bien intencionadas; y le costaba trabajo aceptar sus errores. No nos dio la razón enseguida, pero poco a poco fue cambiando de comportamiento.
A parte de la petulancia que mostró en ciertos momentos, creo que también se descoordinó un poco con el manejo del dinero. Ahora que lo pienso, creo que no fue un buen administrador. Algunas veces se pasaba de generoso. Otras veces, se hacía unos compromisos económicos que después se veía apurado para solventar.
Este fue el momento en que formalizó su maridaje con la cantante Sandra Henríquez. Es decir, le tocaba responder por ella, por Nancy, por Filomena y por colaborarles a los demás hijos. Esta misma situación creo que le quitó la espontaneidad para componer, porque ya lo hacía por compromiso. Es decir, para entregar canciones a cambio de que la adelantaran dinero mientras se las iban grabando. Incluso, llegué a saber que vendió algunas canciones que después aparecieron firmadas con los nombres de otras personas.
Durante esas correndillas fue cuando le comenzaron las molestias estomacales, pero nunca iba al médico porque pensaba que se trataba de una simple gastritis. Después dejó el tinto y el cigarrillo porque le provocaban muy malas digestiones. Después le tocó mudarse de Barranquilla a Cartagena, para estar más cerca de los servicios médicos, ya que los viajes constantes entre una ciudad y otra también le estaban afectando la salud.
Y bueno, ya sabemos que nunca superó esa enfermedad, pero mientras estuvo de pie jamás dejó de hablar de sus proyectos musicales. Cuando cayó en la cama, hablaba de su recuperación y del hombre nuevo que sería por obra y gracia del Espíritu Santo, al que se había aferrado como un cristiano convertido y convencido. Tuvo un cambio espiritual, pero lo que nunca cambió fue su sabor pueblerino y sus ganas de mostrar a toda hora sus raíces campesinas”.
La gente hablando y nosotros curruchando...
En el barrio Villa Estadio, de la ciudad de Barranquilla, vive, desde hace más de 10 años, Sandra Henríquez, la última compañera sentimental de Pedro Pablo Peña, quien también tuvo la oportunidad de grabarle canciones, aunque no fueron tan exitosas como se esperaba.
Sandra es natural del Cereté (Córdoba) y asegura que desde mucho antes de conocerse con Peña ya era aficionada al canto, pero fue él quien le dio la primera oportunidad de entrar a un estudio de grabación, proyecto que se gestó en Cartagena entre el productor Ricardo Maquilón, el compositor Ever Sierra y el mismo Pedro Pablo Peña, quien aportó las canciones ‘Consejo de madre’ y ‘Amiga Navidad’, que hicieron parte de la producción ‘Acuarela’, teniendo como marco musical al Grupo Makilón.
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“Esa producción fracasó —recuerda Sandra— por algunas desavenencias que surgieron entre Pedro Pablo, Ever y Maquilón. El producto salió a la calle, pero la promoción fue nula. Nunca se escuchó en ninguna emisora.
Después, Pedro logró un contacto con la disquera Jan Music, en donde grabamos tres de sus canciones: ‘Si te vas de mí’, ‘Amor flamenco’ y ‘Cierra mi pecho’. Todavía es la hora en que no sé qué sucedió con esa grabación.
Más adelante empezamos a grabar una producción de música folclórica. Alcanzamos a meter los temas ‘La barranquillera’ y ‘La viagra’, ambos de Pedro, pero debimos suspender la grabación, porque él se puso muy mal y fue cuando se regresó a Cartagena, ya casi para morir, porque el cáncer le había hecho metástasis.
En fin, tengo que reconocer que no nos fue muy bien en cuanto a producciones discográficas, pero durante los siete años que compartimos vivimos momentos imborrables. Teníamos muchos planes. Por ejemplo: Pedro estaba ilusionado con los contactos que tenía en Centroamérica y en Estados Unidos, porque decía que debíamos irnos a vivir a México o a Miami, en donde el ambiente musical era menos difícil que en Colombia, tomando en cuenta que en esos lados tenían muchas referencias de sus composiciones.
Una buena parte de esa referencia se dio gracias a las grabaciones que le hizo Lisandro Meza. Y después, le grabó la orquesta Macambila, que en ese momento tenía a Miami como su residencia.
Por esa capacidad repentina que él tenía para componer, creo que me convertí en la mejor caja fuerte de sus canciones. Tengo en la memoria canciones que compuso en varios géneros, muchas de las que quiso regalarme para que me las grabaran y pudieran afiliarme a Sayco como compositora, pero yo me opuse.
Hubo muchas canciones que dejó por la mitad, pero así como las dejó, así se quedarán, porque no pienso agregarles más nada. Lo que de vez en cuando he pensado es en grabar un CD con todos esos temas inéditos, siquiera para que los grupos musicales los conozcan y se animen a grabarlos.
Nosotros vivíamos en el barrio Los Robles, aquí en Barranquilla, cuando Pedro Pablo se fue en el mes de agosto del 99 para Cartagena a hacerse los estudios con los que le descubrieron el cáncer. Yo lo acompañé y hasta estuve con él en la Clínica Henrique de la Vega, cuando decidieron recluirlo. Pero después, sus familiares se lo llevaron para el barrio Altos de los Jardines.
Un día, cuando supe que estaba grave, fui a Cartagena e intenté verlo, pero no me dejaron, porque según se había convertido a la religión evangélica y no podía saber más nada de mujeres. Eso me dijeron sus hermanas. Después que murió, supe que durante su agonía pasaba preguntando por mí y decía que quería verme.
Volví a verlo en la funeraria. Y ese es el último recuerdo que tengo de él: su cuerpo reducido por la enfermedad que le puso un final triste a la telenovela que fue nuestra relación”.
Cuando Pedro Pablo muera, habrá pérdida y ganancia...
La última vez que vi a Pedro Pablo Peña con la contextura de boxeador que siempre lo caracterizó fue una vez en que se presentó por El Universal para solicitarme que lo entrevistara, dado que quería quejarse de las emisoras que ya no estaban programando sus canciones.
Unos meses atrás había publicado la producción ‘Marica el último’, que no tuvo ninguna trascendencia en el mercado discográfico de esos días y por la que se disgustó un poco conmigo, porque me atreví a decirle que la tal obra había sido un desacierto terrible de su parte.
Pero ese día llegó en buenos términos y me comentó sus discrepancias con los directores de las emisoras de la banda F.M., quienes, a su vez, percibían que Peña se estaba volviendo insufrible con el afán de que se le programaran sus canciones.
Esa vez me comentó que había logrado hacer contacto con un tal Ramoncito Arias, productor discográfico y empresario del espectáculo europeo, quien le ofreció incluirlo en su pool de compositores alrededor del mundo, como apoyo a las producciones que éste agenciaba cada año.
De esa conversación salió publicada una nota de mi autoría en donde llamaba la atención sobre el olvido en que los locutores estaban dejando a Peña. El resultado fue que el mismo compositor me llamó a El Universal para decirme, con su vocabulario desfachatado: “Ya vi la nota. Usted es un hijueputa. Ahora me puso a pelear con los locutores. Pero estuvo muy bueno el comentario. Gracias, mi compadre”.
Varias semanas después volvió a llamarme para decirme que escribiera algo en contra de la Clínica Henrique de la Vega, en donde estaba recluido, pero según él, bajo una pésima atención:
“Me están tratando como a cualquier hijo de vecino —me dijo—. Tengo una úlcera y me dieron de desayuno algo que me cayó muy mal y he vomitado bastante. ¿Usted por qué no escribe algo para que estas enfermeras y estos médicos sepan quién soy?”
Antes de publicar algo, les transmití la noticia a varios colegas de radio y de prensa; y, al día siguiente, toda Cartagena se enteró de la afección de Pedro Pablo Peña.
Un domingo en la tarde fui a verlo a la clínica, y ya no estaba tan robusto ni tan reluciente como era su costumbre. Había bajado unos kilos, se le notaba bastante pálido y su voz —de por sí de baja intensidad— se tornó un poco inaudible.
Le pregunté por Ramoncito Arias y me respondió que estaba esperando resolver la crisis de salud para volver a ponerse en contacto con él. Unos días después supe que se lo habían llevado para el barrio Altos de los Jardines, pero que aún no sabía que lo suyo era un cáncer estomacal.
Volví a visitarlo en esa residencia y lo noté igual de pálido y bajo de peso, pero con el mismo sentido del humor que siempre desplegaba cuando estaba con los amigos. No pude volver a visitarlo, pero de una u otra forma me iba enterando del descenso de su salud.
Supe que le pusieron sondas para poder alimentarlo, que tenía periodos de terribles depresiones, que se estaba entregando a una comunidad evangélica; que pensaba, en cuanto abandonara el lecho de enfermo, dedicarse a componer alabanzas.
Pero nada de lo que tenía pendiente llegó a feliz término. Un sábado en la mañana, por las emisoras de la banda FM, me enteré de su deceso. El domingo, después de un fuerte aguacero, llegué a la funeraria del barrio Escallón Villa en donde lo estaban velando. El lunes, bajo un sereno incesante, trasladaron su cadáver el Cementerio Jardines de Paz.
Allí, un grupo de los músicos que lo conocieron le dieron el último adiós con gaitas y tambores. Su compadre Orlando Serrano estrenó una canción que había compuesto, de manera especial, para esa hora fatídica. Y Martín Pereira cumplió la promesa de cantarle unos versos que el mismo Pedro Pablo había compuesto con el deseo de que precedieran su entierro:
Cuando Pedro Pablo muera/habrá pérdida y ganancia/lo llorarán las mujeres/y la que lo quiere descansa’.
Pedro repartió sus bienes/ya hizo su testamento/a los 20 hijos que tiene/dejó un perro y un gallo tuerto.
Agosto de 2010